Lo que  hayas amado quedará;

                                                         el resto sólo serán cenizas

                                                                             (San  Agustín)

 

 A unos 30 Km.  de Granada a las faldas de la sierra de PARAPANDA entre anchos panoramas de olivos y desposada con el paisaje, se encuentra Íllora con una población de unos 10.000 habitantes. Como ciudad de frontera en tiempos pasados, fue escenario de gestas guerreras, de conquistas y reconquistas. La arrogante y elocuente mole de los restos de su castillo, dándole luz o sombra al pueblo, quizá sueñe sus pasadas hazañas.  Contemplándolo, la memoria se puebla de héroes y de fantasmas, de sables, de pólvora, de lamentos, sangre y de muerte. Él mantiene vivo el recuerdo del pasado como si quisieran darse la mano  unas generaciones con otras. A sus pies se apiña el pueblo con sus callejuelas ensortijadas y estrechas para defenderse del sol estival y de lo que pueda venir. Yo guardo el mágico recuerdo de la visión de hace 40 años cuando una noche del mes de enero contemplé a Íllora y el centinela de su castillo iluminados bajo el dosel de la luna en cuarto creciente.

Pero cuando Dios quiere ennoblecer a un pueblo hace que nazcan o vivan en él personas relevantes, eminentes que con su prestigio eleven a lo más alto a la localidad donde habitan y sea conocida y siempre recordada.

En  ÍLLORA vivió la mayor y la mejor de las aristocracias: D. Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, nobleza de sangre, nobleza ganada y nobleza de alma y de espíritu. Fue su primer alcaide después de la conquista y allí estableció su residencia con su esposa Dª María Manrique, mientras continuaba la reconquista.

En cuanto a su nobleza de espíritu y de alma la puso de manifiesto en numerosas ocasiones, y, una vez más  desde ÍLLORA, cuando el 14 de julio de 1491 se prendió fuego al campamento militar de Santa Fe. La tienda de la Reina Isabel ardió con todas sus pertenencias, como suele decirse “se quedó con lo puesto”. Cuando el Gran Capitán recibió la noticia, junto con su esposa, desmantelaron su casa y todo el mobiliario, sábanas, vestidos, perfumes… es decir, lo que aquí se llama ajuar, y de inmediato se lo llevaron a la Reina que le hizo exclamar: “Estoy ahora mejor instalada que lo estuve antes”.

Esta acción del Gran Capitán no fue un gesto de adulación servil, sino de generosidad, de elegancia, de nobleza. Él dejaría inservible el verso de Machado en su poema  Adelfos cuando dice: “No se gana, se hereda elegancia y blasón”.  El Gran Capitán sí lo ganó y no una vez sino en muchas ocasiones. Era otra época en la que ser noble era una gran responsabilidad,  tenían obligaciones no derechos, por algo su lema era admirable: “Noblesse oblige”, hoy tristemente olvidado donde todos, nobles y plebeyos parecen tener  sólo derechos. Por eso resulta desconcertante esa fea leyenda, que no Historia, en la que se cuenta que el Gran Capitán se quejó de las tierras que los Reyes Católicos le habían dado, una sierra salvaje de montes pocos productivos. Ante la queja la Reina le replicó: “Para pan da”. Después unieron estas tres palabras que le daría nombre a la sierra: PARAPANDA.

S. Rogelio 5

SAN  ROGELIO

La iglesia católica tiene registradas oficialmente unos 7000 santos. Si repasamos el santoral observaremos que la mayoría tienen una abultada biografía porque muchos han sido grandes intelectuales: filósofos, teólogos, escritores, historiadores, elocuentes predicadores, destacados misioneros… sirvan de ejemplo San Agustín, San Jerónimo, San Isidoro de  Sevilla, San Pablo, san Francisco Javier, etc. Otros han sido célebres por sus numerosos milagros, incluso algunos han sido célebres por sus vidas extravagantes como San Simeón el “Estilita” que vivió durante años subido en lo alto  de una columna.

    Sin embargo, la biografía de San Rogelio cabe en una cuartilla: Nació en ÍLLORA en la primera mitad del siglo IX, durante  la ocupación de la Península por los árabes cuando gobernaba el emirato independiente Abderramán II. Muy joven se hizo ermitaño y se retiró a vivir  a una cueva en la Sierra de Parapanda con unos compañeros muy especiales: una cabra, dos gallinas y un burro. Allí cultivaba un trozo de tierra de la que se sustentaban él y sus cuatro compañeros, pues la primera orden de Dios fue trabajar: “Por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida” (Gen- 3 -17)

Cierto día un ejército de sirios que se dirigía a Córdoba acampó en Íllora, y cuando se marcharon dejaron abandonado a un soldado malherido. Rogelio lo acompañó y se lo llevó a la cueva, le curó las heridas y le alimentó. Este soldado ya se quedó allí con Rogelio atendiendo a otros necesitados y al mismo tiempo predicando el Evangelio. Rogelio lo bautizó y le puso el nombre de “Servideo”, es decir, siervo de Dios.

Otra tarde de invierno dos caminantes que pasaban cerca de la cueva pidieron cobijo y alimento y Rogelio los acogió. En animada charla alrededor del fuego, estos dos caminantes resultaron ser monjes benedictinos con sede en Córdoba, y se llamaban Idelfonso y Juan. Después de una preparación Rogelio y Servideo ingresaron en la Orden.

  Ya en Córdoba, un día que los dos regresaban de los barrios cristianos se sentaron cerca de la mezquita y allí reconocieron a unos paisanos de Íllora que vestían como los árabes y se dirigían a rezar a la mezquita. Preguntados por qué hacían aquello le contestaron que para que le eximieran de  los impuestos y otros gravámenes.  Rogelio y Servideo después de pensar unos segundos se pusieron de rodillas, inclinaron la cabeza y rezaron. Dios, cuando el hombre inclina la cabeza para rezar, se la corona. Después se metieron en la mezquita y comenzaron a predicar el Evangelio. Como era de esperar fueron detenidos, encarcelados, juzgados y martirizados, era el 16 de septiembre del año 852. Más tarde un grupo de cristianos los enterraron con otros mártires; años más tarde  sus restos se llevaron a la iglesia de San Pedro de Córdoba, y en el año 1806 por mediación del canónigo de la catedral de Córdoba, Antonio Martín de Villodres, se trasladaron a la iglesia  de la Encarnación de Íllora donde reposan y se le venera.  San Rogelio sigue vivo en su pueblo, su Hermandad se encarga de que así sea.

Viendo lo lacónica que es su biografía, uno se pregunta ¿Qué méritos tuvo Rogelio el ermitaño para ser declarado santo?  El ensayista francés, Joseph Joubert, nos da una pista: “Las maravillas  de la vida de los santos no son sus milagros, sino sus costumbres”. Y el sacerdote español Joan Bestard nos acerca aún más: “Los santos son aquellas personas que, olvidando sus intereses materiales, buscan generosa y gratuitamente el bien de los demás. La santidad es sobre todo  generosidad heroica, autodonación gozosa a los más necesitados de ayuda material y moral”. Pues sencillamente esto fue lo que practicó durante  toda su vida  el monje eremita Rogelio. Ser  santo es muy sencillo pero ¿fácil?, sólo es necesario vivir el Evangelio.

         Pero Rogelio tenía otros atractivos: su POBREZA elegida no impuesta,  como fue vivir en una cueva. Algo tiene la pobreza cuando el hijo de Dios escogió nacer en un pesebre. Otro de sus atractivos fue su HUMILDAD, que nada tiene que ver con el simplismo sino  que traduce la pureza interior, su autenticidad, pues la humildad  es el perfume de la pureza del corazón que sale al exterior. Por su gran humildad y  sencillez se le podría  considerar como un santo de la familia, del pueblo. Por eso cae bien a todas las escalas sociales. También se le podía definir como un santo de andar por casa y nada más verdadero porque los illureños no dan un paso ni emprenden nada  sin contar con San Rogelio.

En la vida de este santo hay otro hecho que llama la atención, y es el de su intento de predicar el Evangelio en una mezquita, ¿ignoraba Rogelio lo que podía pasarle por aquella acción? ¿Fue un gesto de arrogancia, de soberbia, de imprudencia o quizás un arrebato de locura? No hay duda de que para ser santo es necesario estar algo o bastante loco. Hace ya 2500 años Platón en Fedro, lo expresaba de forma admirable: “En realidad, la mejor de las bendiciones nos llega a través de la locura, cuando nos es enviada como un regalo de los dioses… La locura que viene de Dios, es superior a la sensatez, que es de origen humano”.  Imposible saber el porqué, nos inclinamos que fue un acto de amor y fidelidad a Jesucristo, pues como dijo Miguel Ángel “el amor es el ala que Dios ha dado al hombre para volar hasta Él, y Rogelio de Íllora lo imaginamos en el seno de Dios intercediendo por su pueblo. Por eso cuando Dios quiere bendecir  a un pueblo planta en él la simiente para que florezca un santo.  EN ÍLLORA FLORECIÓ SAN ROGELIO.

 

         ROGELIO  BUSTOS  ALMENDROS

Katena

Merendero

     

0 thoughts on “ÍLLORA Y SAN ROGELIO

  1. Rogelio muy bonita la historia de tu santo.
    Y aderezado con el pueblo que lo vio nacer. Interesante lo de PARAPANDA Y el Gran Capitán.

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