Recuerdo envenenado (III de V)

Este cuento fue galardonado como el cuento ganador del XVI Certamen Literario del Ateneo Cultural de Paterna de 2017

Confirmada la reserva y aclaradas las cuentas con Rosario, Jacinto fue al taller a recoger el equipaje necesario para su breve estancia en la habitación en la que, de niño, jugaba con Fernando. El tren eléctrico había sido reemplazado por una cama de matrimonio estirpe Ikea, con mesillas a juego; en el lugar en que se erguía el Exin castillo y los Geyperman había un mueble para albergar las maletas y dos sillas.

Habían unificado aquella estancia con el antiguo cuarto de plancha, convirtiendo la mitad del mismo en un apretado cuarto de baño con ducha. Al pasillo exterior lo habían despojado de muebles, cuadros y las panoplias de armas, que tanta ilusión le despertaban, a pesar de que don Agapito le tenía prohibido tocarlas. En su lugar había fotografías de los lugares más pintorescos del municipio. La vitrina que exhibió preciadas vestimentas antiguas, escoltadas por una armadura del siglo XIII, había sido sustituida por una vulgar mesa de aluminio que soportaba una maceta con una espatifilo con tres inflorescencias.

Al salir la monja le preguntó si cenaría en el hotel.

— ¿Está incluida en lo que pagué? —Sabía que no.

—No.

—Entonces cenaré con la familia.

—Espere un momento.

Jacinto empezaba a impacientarse con la moja cuando esta le entregó una llave prendida a una tosca pieza de madera que quería aparentar una virgen.

—En cuanto acabo de dar la cena, me retiro; por si cuando vuelve está cerrado…

—Gracias y buenas noches, volveré tarde…; la familia…, ya sabe…

No pensaba cenar con la familia. Desde que supo que debía quedarse, no había dejado de pensar en las trenzas de cordero, no las cataba desde antes de casarse.

Esperaba no toparse con sus antiguos amigos, temía que subsistieran las mofas a costa de la pregonada promiscuidad de su mujer.

La primera vez que salió con Mercedes a solas, fue después de haber pasado la tarde con Lucía. La mirada que Mercedes le dedicó contenía promesa de todas las dichas que anhelaba y anduvo tras ella, como sonámbulo, esperando el cumplimiento de aquella promesa, no pronunciada, del encuentro sexual. No tuvo que impacientarse. Pronto dejó de ser virgen, pero, aquel encuentro, no aplacó su vehemencia largamente contenida ni sació su deseo, al contrario, lo aumentó, quería volcar en los pocos días que le quedaban en el pueblo, todo el deseo retenido durante tantos años. Su hiperactividad sexual cautivó a Mercedes y fundieron sus furores en frecuentes y ardorosos encuentros, pero en sus fogosos arrebatos ignoraron las más elementales medidas profilácticas y, cuarenta y cinco días después, Jacinto ya en la ciudad, creyéndose olvidado por ella, que no respondía a sus llamadas, recibió la noticia que alarmaba a Mercedes: llevaba dos meses sin ver la regla.

Mercedes, antes de llamarlo, sabiendo que su madre tenía conocidas que habían ido a Londres a remediar una situación similar, le confesó su apuro. Su madre, comprensiva, quiso ayudarla, pero su padre fue inflexible, exigió que aquella ofensa se limpiara de la única forma que cabía: con el matrimonio. Exigió a su hija el nombre del padre, ella dio el de Jacinto, como pudo haber dado el de otros dos.

Anselmo llamó a Jacinto.  Jacinto no era el partido que Anselmo ambicionaba para su hija, pero no se veía colocando mercancía deteriorada. Con los privilegios que el capital otorga, en quince días se celebró la boda con todos los trámites cumplidos.

Jacinto se había casado enamorado, Mercedes algo menos, aunque ella, con la boda, salía del pueblo y se libraba del férreo control de su padre.

Jacinto, mientras duró el matrimonio, no tuvo conocimiento cabal de las aventuras de su mujer, por la sencilla razón de que no quería saberlo. Tras el divorcio, amigos y conocidos se apresuraron en ilustrarle y demostrarle que no había perdido tanto. Supo que, cuando ella le pidió el divorcio, llevaba bastante tiempo engañándolo con Ismael, amparándose en que era el dentista de la familia. También supo que Ismael, no había sido el primero ni el único con quien la compartió, antes no había querido saberlo.

El despecho quiso compilar los nombres de quienes colaboraron a su fracaso y, de no ser por un buen amigo que le forzó a olvidar el pasado y centrarse en su futuro, el divorcio hubiera sido el primer paso de su quiebra personal, envuelto en un incipiente alcoholismo, al que consiguió dar esquinazo. Siempre fue un optimista irredento, pensó en rehacer su vida con los mimbres anteriores a Mercedes, aunque le frenaba el miedo al ridículo, a la mordacidad de sus antiguos amigos, por lo que se mantuvo alejado del pueblo. Esos amigos, de los que se apartó en cuanto se enredó con Mercedes, a los que esquivaba cuando iban por el pueblo, e ignoraba cuando coincidían en sus paseos. Siempre iba acompañado por su mujer y sus suegros. Se había considerado el heredero del cacique. ¡Que equivocado estuvo! ¡Y que caro lo pagó! No solo económicamente: perdió a sus amigos.

Enfiló la calle del hotel… que raro sonaba llamar hotel a la casa de Fernando.

Anochecía cuando entró al local donde servían los manjares que el médico le había prohibido, comería aquellas viandas sin pensar en el colesterol y la tensión.

Una brumosa imagen golpeaba tercamente su memoria: era la de una mujer a la que besaba sin que ella se opusiera, aunque no colaborara. Quiso que su memoria, precisar el recuerdo, ver claramente a aquella mujer… era… ¡Era Lucía!

«¿La bese o soñé hacerlo?», se preguntó.

Era cierto que poco antes de su encuentro con Mercedes, salió con Lucía, que andaba despidiéndose de sus amigos en vísperas de su ingreso en el convento. Era una chica con la que, a pesar de su juventud, siempre le gustó conversar; con ella se podía hablar de todo, incluso de lo considerado tabú. Era guapa, de una belleza serena, sin afectaciones, sin aditivos ni colorantes, pero nunca pensó en ella para… Aunque a fuer de ser sincero por aquellos tiempos… andaba muy lascivo. De su grupo de amigos de la ciudad, era el único virgen, le daban miedo las prostitutas era, y seguía siendo, muy aprensivo: con esas mujeres nunca se estaba seguro.

Acudió al pueblo cegado por una prepotencia capitalina, pensando ingenuamente que las pueblerinas estarían agradecidas de que se acostara con ellas, igual que lo había pensado de su vecina. ¡Tan poco agraciada la pobre! Creía que por ese simple hecho caería en sus brazos, agradecida por la caridad de su narcisismo para yacer con ella. El fracaso con su vecina estaba a punto de repetirse en el pueblo,  aunque aún confiaba en tomar la alternativa con Mercedes. Sabía que, entre ese año y el pasado, todos los de la pandilla parecían haberla catado, pero ellos nunca coincidían. Ella estaba de viaje de fin de curso y cuando volviera se iría de vacaciones con sus padres. Había pensado intentarlo con Lucia, joven, inocente y posiblemente inexperta como él. Aunque no existía nada que avalara ese pensamiento. Solo le impelía un ardor, inextinguible con la masturbación.

Cuando salió del bar, ahíto de manjares prohibidos, regados con abundante alcohol y sin sentir culpabilidad, volvió al hotel, entró sin hacer ruido, la entrada estaba discretamente iluminada desde una lámpara sobre el piano, la fantasmagórica claridad iluminaba la escalera, donde se unía con la débil claridad que se derramaba desde el pasillo superior. Eran las dos de la madrugada, cuando, sin desvestirse, se desplomó sobre la cama y sin transición quedó dormido, el cansancio y el alcohol reclamaban su canon. De saber lo que le reservaba el sueño, hubiera preferido permanecer en vigilia.

(Continuará.)

Alberto Giménez Prieto

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