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LOS PASTORES DE PANCORBO

En el periodo de la reconquista en que los reyes cristianos arrebataron, en buena lid, a los árabes el territorio en que está situado Montellano, ocurrió la siguiente historia:

Habiendo sido tomado este territorio, fue entregado a una orden monástica para que esta se encargase de administrar y de cobrar los tributos a los campesinos que se asentasen o estuvieran ya en estas tierras.

La orden construyó un convento un poco más abajo del tajo del águila, en un terreno que todos llamaban el bosque.

Atraídos por las riquezas de estas tierras y la voz de la aventura, una familia de pastores abandonó las tierras de Castilla y se asentó con su rebaño en la hermosa sierra de San Pablo. Pació su rebaño por todo este áspero y quebrado terreno y puso su morada en la después llamada cueva de los pastores, al lado mismo de donde empieza a nacer el tajo del águila y por tanto resguardada de los vientos del sur y del poniente.

Hasta la entrada de la cueva, llega una trocha que sube cortando la muralla misma del pueblo de Pancorbo; un antiguo poblado fenicio o quizás de otra cultura más antigua.

Lo cierto es que, por lo estratégico del terreno y por la grandiosidad de sus murallas que rodean las ruinas de su pueblo, dan a entrever una antiquísima y esplendorosa civilización. Esta misma muralla que en otros tiempos sirvió para defenderse de sus enemigos, protegió también a esta familia y a su rebaño de las alimañas y fieras del monte. Estaba formada por un matrimonio de avanzada edad y de dos hijos jóvenes con poca diferencia de edad entre uno y otro.

Pronto le tomaron cariño a estas tierras y se adaptaron lo mejor posible a ellas, pero en un riguroso invierno llegó la desgracia; en pocos días de diferencia, el anciano matrimonio dejó este mundo, aunque con la satisfacción de dejar a sus hijos en una tierra, que en nada se parecía a la que ellos abandonaron agobiados por los impuestos y las calamidades de la guerra.

Y tuvieron que pagar su primer impuesto a la orden del convento, una de cada diez cabezas se la llevaban los monjes. Esto unido a la sociedad de la sierra y al espíritu de aventura, el mayor de los hermanos comunicó al otro, el deseo de marcharse a buscar fortuna a otras tierras.

Una mañana, mientras comían al pie de la piedra que parece un vigilante, cuando se mira desde la piedra imán o desde la mina del Aita, le dijo: Hermano, siendo yo el mayor y haciendo uso de mi primogenitud, me llevo las tres cuartas partes del ganado, lo venderé en cualquier sitio y comenzaré una nueva vida.

El más pequeño no dijo nada y observó como su hermano apartó el mejor ganado y lo encaminó con ayuda del perro que ambos tenían.

Caminó algo junto a él arreando el ganado, y después de mirarse se abrazaron y sin decir palabra se separaron, se volvió para ver como su hermano seguía arreando al ganado hacia la fuente de lobero, seguramente le daría de beber, pensó, y se fue de nuevo a su atalaya de Pancorbo.

No abandonaré estas tierras ni mi ganado, no me importa estar solo, dijo en voz baja, mientras contemplaba el pequeño número que le quedaba, tan absorto estaba en sus pensamientos, que no se dio cuenta cuando su perro llegó junto a él y se echó jadeando a sus pies mientras miraba a su amo, cuando su vista tropezó con él, se lleno de alegría, pensó que por lo menos él no le abandonaba, nunca podré vivir fuera de Pancorbo.

Pasó el tiempo y cuando su corazón se había rehecho de la pérdida de su hermano, cuando más contento estaba, contemplando los retoños de su ganado, observó que un monje salía del convento y tomaba el camino hacia el tajo, hacia la cueva.

Su rostro se ensombreció, miró a su espalda, el sol caía ya en el horizonte, se levantó y se dirigió a la cueva sentándose a la entrada, y cuando ya la sombra del tajo casi alcanzaba a la de la piedra imán, en la penumbra de la cueva empezó a dibujarse la figura del monje; el perro levantó la cabeza intranquilo, echando una mirada de odio hacia el monje, no más suave que la de su amo, este apretando sus manos contra sus rodillas, gritó fuerte y firme; ¿Quién va allá?

Una vez hubo acortado los pasos que le separaban, dijo con voz suave y temblorosa: gente buena, yo y la cruz al servicio de Dios. Sin decir palabra nueva, el noble pastor se puso de pie, igualando la altura del monje y le miró a las cuencas de los ojos, el monje mirando sin saber dónde, dijo: La paz sea contigo, vengo a cobrar el tributo que tienes para con nosotros y nuestra comunidad, este año debes pagar el doble que el año pasado.

No, y siempre no, no lo consentiré maldito monje, y cogiendo la larga vara de acebuche que descansaba sobre la pared rocosa de la cueva, la blandió firme en el aire y este como si le doliese que alguien fuese más rápido que él, silbó en torno al brazo del pastor que se abatió con fuerza al extremo de tan mortífera arma, que cayó impecable sobre el cuello del capuchino, que crujió como la hierba seca bajo el pie, un agobiante silencio

se cernió sobre el perro y su amo, este con el asombro reflejado en su rostro, miraba al monje mientras susurraba: No, no consentiré que me la quitéis.

El perro mirando a su amo parecía escuchar sus pensamientos, la idea de cómo deshacerse del monje llegó rápida. Sabía que vendrían a buscarlo apenas notasen su falta, asi que, sin pensarlo dos veces, abrió un agujero en medio de la cueva y cuando calculó que era suficiente, arrastró por los pies el cadáver, tirándolo como un fardo al fondo de la fosa, todo esto observado atentamente por la mirada de su perro.

Cuando hubo tapado la improvisada tumba, se dejó caer exhausto sin aliento y cuando se recobró, salió a respirar el aire fresco de la ya entrada noche, aun no se habían llenado sus pulmones de aire, cuando un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies.

Una hilera de antorchas subía llameantes por la trocha hacia la cueva, estuvo un momento indeciso y reflexionando inmediatamente, decidió con calma y tranquilidad quedarse en espera de acontecimientos, nadie podía acusarle, solo había un testigo y era su perro, al pensar esto, miraba al perro que aparentaba dormir.

Tan absorto estaba en su contemplación, que se vio sorprendido por la luz de las antorchas, que un monje asomaba por la entrada de la cueva, se puso en pie murmurando: ¿Quién diablos va que llega sin avisar? Nosotros los hermanos del convento, que venimos a que nos digas, que le has hecho a nuestro compañero que esta tarde vino a cobrar el tributo para nuestra orden.

Ya en la cueva, se veía hasta el último rincón, pues varios monjes más alumbraban con sus respectivas antorchas. El pastor contestó con voz ronca y firme: Hoy no ha venido aquí persona ninguna y yo no respondo de nadie. Hijo mío, dijo el monje que se hallaba más cerca de él, dinos donde está o pagaras con tu alma. No sé de qué habláis, os ofrezco asiento y lumbre, pero nada más.

A una señal del monje que habló, se acercaron dos al pastor, éste hizo ademan de ir hacia su vara de acebuche, pero no pudo llegar, recibió en su rostro el impacto de una antorcha llameante, desfigurándole el rostro y casi cegándole la vista.

Igual que cuervos negros se le echaron encima, maltratándole de tal manera, que hasta los huesos crujían. El animal viendo la suerte que corría su amo, se abalanzó sobre un capuchino logrando derribarlo, pero otro desenvainó su espada y se la incrustó en el costado, el animal herido de muerte rodo fuera de la cueva.

Los monjes, viendo que no podían arrancarle al pastor donde se encontraba su compañero, le amarraron las manos a la espalda y lo arrojaron a la gruta que hay a unos trescientos metros de la puerta sur de la muralla de Pancorbo, un poco al lado, del ranchito de la Alcalareña.

En el fondo de la gruta, a pesar de haber sido golpeado fuertemente por las paredes rocosas del negro agujero, el pastor aun tuvo aliento de mirar hacia arriba y ver la clara luz del alba, viendo recostarse en ella, la figura de su fiel amigo que aullaba y se arrastraba por el mismo borde del precipicio, intentando acudir en los últimos momentos de su vida junto a su amo.

El pastor, comprendió que ya no saldría de allí, le dijo: Sálvala, no dejes que se las lleven, y el animal viendo que ya no podía cumplir la última orden de su amo, dio un lastimero y hondo aullido que se escuchó en toda la sierra, y como queriendo vengar a aquellos dos amigos, el viento sopló con fuerza y colándose por una hendidura que hay al fondo de la cueva a la derecha, empezó a soplar las cenizas de la hoguera, que aun mantenía rescoldos y prendió llamas, y de allí saltó la chispa a la hojarasca y esta al monte y pronto a toda la falda que cubre el tajo del águila.

Las llamas crecidas como gigantes, empezaron a lamer las paredes del convento y éste se coronó todo de rojo y fuego; y entre gritos de terror y agonía, el convento se derrumbó, quedando como testigo los gruesos muros de piedra y barro que se niegan a derrumbarse.

“Pero todavía puede escucharse, la canción del viento vigilante entre sus ruinas o deslizándose por la grieta de la cueva, y casi parece un aullido”.

Gonzalo Lozano

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