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Sergio Reyes Puerta

Rita tenía el corazón lleno de mariposas y cosquillas que la harían reír si pudiera. Aún así, su boca parecía sonreír siempre y lucía luminosa, casi como una brillante luna asomada al horizonte del anochecer. Y luego estaban sus ojos, esos redondeles que te miraban cada vez como si fuera la primera. Sí, las pupilas dilatadas y el chisporroteo infinito de aquella mirada noble me partían el alma de puro amor.

Me acerqué a ella y la observé de cerca. Se la veía tan feliz en mi presencia. Antes de que pudiera abrir la boca me puse el dedo en la mía y le chisté suavemente, rogándole silencio. No quería que hiciera esfuerzos. Apoyé la palma de mi mano en el centro de su pecho. Buscaba sentir el latido de aquel corazón fuerte y alegre que se apagaba por momentos. Una lágrima rodó por mi mejilla y me giré con disimulo. No quería que me viera triste.

Habían sido muchos años compartidos, siempre inseparables, siempre felices. Me pertenecía y le pertenecía. Nuestra lealtad era tan mutua como inquebrantable. Su vida no tenía sentido sin mí, y la mía no lo iba a tener sin ella. Me enjugué las lágrimas con discreción y me recompuse. Le di un beso en la frente y ahogué mi dolor en un suspiro ahogado.

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Me dolía aquella maldita enfermedad que la estaba venciendo. Llegaba el momento de despedirnos y de nada habían servido mis palabras de aliento, los consejos que, a su lado, junto a su cama, le daba todas las noches pidiéndole que luchara y explicándole cómo. El tumor se había extendido hasta tal punto que ya solo le quedaba sufrir. Y aún así, su mirada rebosaba la misma ilusión de siempre cada vez que me veía, las mismas ganas de vivir, la misma alegría de la que os hablaba antes. Sí, insisto, lo suyo era puro amor.

Sentí su respiración agitada en mi mano, que aún seguía apoyada en su pecho. También noté los latidos locos de su corazón y supe que allí dentro seguían viviendo las cosquillas, las mariposas mágicas y hasta un par de mini unicornios locos y de colores que recorrían sus ventrículos buscándose el uno al otro en un infinito juego de amor imposible. Casi como el suyo y el mío. La abracé con fuerza, besé de nuevo su frente y luego su cuello. Acaricié su cabello angelical, y vi por el rabillo del ojo cómo mis manos se sumergían entre su pelo y volvían a reaparecer siguiendo el ritmo de mis caricias, como delfines nadando en cualquier lugar del inmenso océano, tan juguetones ellos, saltando sin parar entre las olas.

Y entonces, en ese preciso momento, Rita se fue para siempre. Sin un aspaviento, sin un mal gesto, leal y noble hasta el final. Se marchó feliz de estar en mis brazos, feliz de haber compartido nuestras vidas. Se fue sin siquiera un pequeño aullido, ni un ladrido de despedida. Pero feliz, eso sí, feliz de haber sido mi más amada mascota.

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