En el interior hacía frío. Un frío seco que se metía en el cuerpo a pesar de los pulgueros, y no paraba hasta apalancarse en los huesos. Se volvió hacia el hogar que permanecía mudo, helado sin conversación. Ni una chispa, ni una brasa que le alegrara el día, solo las cenizas de la leña quemada el día anterior.

Pego la cara en el cristal de la ventana de madera recia y vio que hacía bueno para calentar sus huesos al sol. No lo pensó dos veces así que calándose la boina hasta las cejas y comprobando una vez más que el fajín rodeaba el diámetro de su cintura, abrió uno de los

postigos de la enorme puerta por donde, hasta no hacía mucho pasaba la caballería tras un largo día de labranza, para pernoctar hasta la mañana siguiente. Y así uno y otro día. Durante años solo le bastó la fuerza que le daba la sangre que corría por sus venas. Una sangre joven, que trotaba como un potro salvaje cuando veía a una moza de carnes prietas, y ojos grandes y oscuros como los de Margarita ¡Que mirada tenía Margarita! tan expresiva, tan dulce, tan… Un abejorro se coló delante de sus narices y tras un par de vueltas en derredor de la estancia, volvió a salir por donde entro: << eso ya lo sabía yo amigo. No busques aquí el calor de hogar porque no lo encontrarás >> Pensó arrastrando una silla de anea al exterior en donde lucía un sol radiante. Se sentó apalancando en ella contra la pared a sabiendas de que ya no tenía edad ni reflejos para permanecer así, pero no le importó porque total si se pegaba una hostia nadie se iba a enterar.

Un enjambre de insectos revoloteaban entrando y saliendo del macizo de geranios rojos como los labios de una mozuela, que una vez plantó frente al portón. De eso hacía ya mucho tiempo; no sabría decirlo con exactitud… Se sacó la boina y girándola un par de veces la volvió a colocar en su cabeza. Una cabeza grande con un bulto del tamaño de un huevo de codorniz, al que le tenía apego por haber estado siempre a su lado. No como los demás que se habían ido marchando… Los más jóvenes buscando nuevos horizontes, y el resto, porque podía más la resinación y una vida sin sobresaltos, que el deseo de comenzar otra a la que nunca se acostumbrarían, se fueron también, aunque solo llegaron hasta el otro lado del encinar pasada la fuente vieja. Esa que contaban la gente mayor del pueblo, que hicieron los moros en tiempos de don Rodrigo:

¡Y la hicieron bien rediez! — Exclamó fijando la vista en el castillo

que dominaba la hoya desde la colina, porque hasta ese día el agua no había dejado de brotar del caño. — Pasada la fuente vieja —

repitió en voz alta, aun sabiendo que nadie contestaría, aplastando una mosca entre las manos de azadón con las que Dios le había dotado. Manos grandes de dedos gruesos como los chorizos que se hacían en la matanza allá por San Martín. Manos rudas que podían regalar las caricias más suaves en un pajar o bajo las sábanas de hilo de la cama de una moza, o de una mujer casada —¡Que tiempos! — Y en su cara se dibujó una pícara sonrisa, y la mirada se le iluminó por un instante con ese brillo que da el recuerdo de esas refriegas de amores consentidos por ellas, y sin consentimiento de sus dueños — ¡Que tiempos! — repitió erguido en la silla con un cierto aire seductor, ese que nunca se marchó, como el huevo de codorniz alojado en su cabeza. Y dando un suspiro se incorporó de la silla. Un graznido le hizo levantar la vista al cielo limpio de nubes en donde un buitre leonado daba vueltas en círculos sobre la hoya. Vio al bello animal de cabeza pelada y gorguera blanca, girar en círculos cada vez más cerrados hasta caer en picado en lo más profundo de la arboleda. Otro graznido se escuchó por toda la hoya fría soleada y algo escasa de almas, porque para almas solo la suya, aunque tal vez esos pájaros también la tuvieran… Se acordó de don Cipriano el cura del pueblo, porque en ese pueblo una vez hubo cura, gente, animales, huertas…Y se acordó de los larguísimos sermones que a voz en grito largaba desde el púlpito, señalando con aquel dedo regordete al que había cometido el pecado de la carne cuando hablaba de lujuria, o al que había trapicheado en algún negocio cuando hablaba de avaricia, y así iba señalando a unos y a otros según le tocara hasta que llegaba a la gula, que entonces con esa verborrea tan de cura se lo saltaba por no volver el índice hacia él ¡No sabía nada don Cipriano! Unos cuantos graznidos más hizo que su mente dejara el recuerdo de ese latir de vida que antaño hubo en el pueblo, en ese pueblo que le vio nacer a él y a sus padres y a sus abuelos…

Cruzó la plaza de la iglesia ahora en ruinas, y se dirigió a las afueras. Caminaba entre los fantasmas de sus recuerdos:

  • Aquí vivía Juan el de la garrota. — murmuro soltando una risotada que le salía de lo más profundo del corazón — ¡ja, ja, ja! siempre con la garrota para que no dejáramos sin huevos a las ponedoras de tu corral, pero nunca nos agarraste. Ya ves… ahora donde te encuentras no te hace falta ¿O también habrá ponedoras por esos lares?

Se alejaba del pueblo nombrando a cada habitante de las casas asoladas por los fantasmas del tiempo y la soledad, cuando creyó oír algo más que un graznido de buitre:

— ¡Margarita! ¡Es Margarita! Aguzó el oído endurecido por los años, como una castaña pilonga y volvió a oír, esta vez con más nitidez, el mugido angelical de una vaca. Corrió al trote porque el paso del galope hacía mucho que lo olvidó, por aquel camino que llevaba a las afueras del pueblo, teniendo como oriente el mugido celestial que provenía del encinar. Llegó exhausto, sin frio y con la boina metida en el fajín porque las gotas de sudor le resbalaban por la cabeza y no era cuestión de que se mojara, si lo hacía de seguro que agarraría un resfriado de Padre y muy Señor mío !Y allí estaba!:

  • ¡Ay Margarita! — dijo con unas lágrimas en los ojos del tamaño de una uva moscatel — ¡Ay Margarita! cuanto te he echado de menos.

El animal ajeno a la alegría del hombre, tras soltar un mugido, siguió bebiendo el agua de la fuente. Un agua fresca, y cantarina que brotaba del caño ignorante del abandono del pueblo y de la felicidad del anciano. Ajena a todo, y a todas las almas que reposaban en el Campo Santo, situado a unos pocos metros de donde ella se encontraba desde los tiempos de don Pelayo.

  • ¡Ay Margarita que solo quedamos tu y yo.

Y desandando el camino al paso, porque esta vez no era necesario acelerar más, le fue contando todas las vicisitudes del pueblo a Margarita que lo miraba sin comprender, desde esos ojos grandes y aterciopelados, que no habían perdido ni un ápice de su ternura desde aquel día en que desapareció de su vida.

  • ¡Ay Margarita! — le dijo a sabiendas de que Margarita, su Margarita, murió de vieja hacía mucho ya.

En el interior hacia frio, un frio seco que se metía en el cuerpo a pesar de los pulgueros, pero eso ya no importaba, pensó abriendo de par en par la enorme puerta para dejar pasar a Margarita.

¡Margarita!

Gudea de Lagash

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