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Recuerdo envenenado (I de V)

Alberto Giménez Prieto

Este cuento fue galardonado como el cuento ganador

del XVI Certamen Literario del Ateneo Cultural de Paterna de 2017

Jacinto se había jurado solemnemente no volver a pisar el pueblo.

Pero la expresión del rostro de su madre, cuando le pidió que la llevara al pueblo, merecía quebrantar el juramento y, además, le pillaba de paso hacia su lugar de vacaciones. Pero sobre todo lo hacía porque se lo debía a su madre.

Le debía eso… y tantas cosas más.

«Por culpa de mis derroches, mi madre perdió su casa y los campos que le dejó su abuelo. Y ahora, con setenta y cinco años, tenía que pedir favores a familiares para tener un techo bajo el que cobijarse en su propio pueblo al que acudía para acompañar en su dolor a su prima, a la que quería como a la hermana que nunca tuvo, y que acababa de perder a su marido», pensaba Jacinto

Quince años antes, no hubiera creído que se vería en una situación como aquella. Era cuando, tan alegremente empujó a su madre a vender la casa y los campos a su suegro, por el importe de un coche y las vacaciones de aquel año.

«Fue mi egoísmo lo que me llevó a aceptar la miserable oferta de mi suegro y, ahora, no puedo reprochárselo a nadie», se reconcomía Jacinto.

Él siempre anduvo escaso de cuartos, a pesar de que tanto él, como su mujer, gozaban de unos buenos salarios, pero les gustaba viajar en una categoría superior a sus posibilidades y siempre andaban enredados en deudas y préstamos. Cuando se emperró en que su madre vendiera la casa, era porque hacía tiempo que no podía pedirle más préstamos. Ella sobrevivía con un único ingreso: la pensión de viudedad.

El padre de Mercedes, su suegro, gozaba de una situación económica muy desahogada, era el mayor terrateniente de la comarca y presumía de tener más bienes que el señor marques, pero ante los continuos sablazos de su hija y yerno les había dicho que el tren de vida que llevaban no se correspondía con sus posibles, y que él no estaba dispuesto a humillarles más con sus dadivas. El grifo se cerró completamente, aunque Mercedes seguía recibiendo, por medio de su madre, ayudas en especie: vestidos, cosméticos y joyas.

Cuando más ahogados estaban, su trabajado vehículo se averió y en lugar de repararlo decidieron cambiarlo. El padre de Mercedes les planteó una posible solución: les daba el dinero que precisaban para cambiar de automóvil y algo más, a cambio de la casa que poseía la madre de Jacinto y los campos, que permanecían baldíos. A Jacinto su suegro acabó de convencerle dorándole la píldora.

—La casa la podréis seguir utilizando vosotros o tu madre cada vez que vengáis. Por lo que tendréis el mismo servicio, sin tener que pagar contribución, ni gastos de agua y luz y los campos, que se están perdiendo, volverán a ser productivos. Así cuando yo falte y lo heredéis, todo estará en mejores condiciones.

«Siendo Mercedes hija única, como yo, tanto la casa como los campos revertirán a nosotros cuando fallezcan mis suegros y podremos salir del paso con el dinero que mi suegro nos dé por ellos, una miseria, pero lo suficiente para cambiar de coche y tapar algún agujero y, además, dispondremos de la casa, que con el tiempo volvería a ser nuestra», se relamía Jacinto en aquel tiempo.

Prosiguió con su disoluta vida, a pesar de que Mercedes, últimamente, hacia su vida prescindiendo casi por completo de él, algo que Jacinto prefería ignorar.

«Esos rumores pensé que no me lastimaran, eran habladurías sin más. Confié ciegamente en ella, nunca mejor dicho. Era cierto que ella, de soltera, había tenido sus más y sus menos, pero aquello era agua pasada, también yo… Bueno da igual que yo no hubiera conocido mujer hasta que tropecé con ella», cavilaba Jacinto

Lo que no entraba en sus cálculos era que en su matrimonio se cruzara Ismael, natural también de Lumbrarejos, esa coincidencia quebraría los débiles lazos que mantenía con su mujer.

De pronto se encontró con un divorcio que no solo le apartaba de la única mujer que había conocido, sino que además lo dejaba en la calle, al entregar el juez la posesión de la vivienda, recién acabada de pagar, a sus dos hijos, que quedarían en compañía de la madre, a la que, durante los próximos cinco años, habría de pasar una pensión no demasiado alta, peo que terminaba de crujir su economía, ya descompuesta por las pensiones alimenticias que debía entregar a sus hijos.

El divorcio fue la razón que le había mantenido alejado del pueblo durante todos aquellos años. Temía las rechiflas de sus antiguos amigos.

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Retrasaron su partida dos días y así su madre dispondría de alojamiento en el pueblo a su llegada: se quedaría en casa de una de las hijas de la viuda.

Él llamó a los compañeros de vacaciones, que lo esperaban en Carboneras, para advertirles del retaso y todo arreglado.

A Jacinto el viaje se le antojó más corto que los anteriores, ya lejanos. Su madre era una buena conversadora, no como su mujer, y no permitió que se durmiera en todo el viaje: que si del panorama familiar; del trabajo de Jacinto; de las ocupaciones de sus nietos, que habían tenido que emigrar para encontrar acoplo a sus carreras: el mayor, arquitecto, trabajaba en Chile; el menor, medico, en Gran Bretaña y como colofón dedicó un sentido recuerdo a su difunto marido, al que seguía echando en falta tras tantos años de viudez.

Después, al aproximarse al destino desempolvó anécdotas vividas o escuchadas, relacionadas con cada punto que atravesaban. Cuando ya creían divisar el pueblo, un fuerte ruido, una brusca sacudida y una fuerte deceleración les sorprendió.

—¿Qué podrá ser? Este coche nunca dio problemas. Es un coche alemán…

—¿Llevas gasolina, hijo?

—No es problema de gasolina. El problema es que tiene muchos años, madre.

Era el coche que compró a costa de la casa del pueblo.

Una grúa los transportó al pueblo. Conseguir los repuestos y la reparación les llevarían dos o tres días. ¡Qué remedio! Acompañó a su madre hasta su alojamiento y allí preguntó dónde podría alojarse él.

Su prima, al principio lo trató con la afabilidad que se dispensa al regalo repetido. Él seguía siendo el pariente que se casó y se divorció de la Mercedes, la del tío Anselmo y que mientras estuvo casado les miraba con desdén.

Solo que ahora Jacinto se mostraba avergonzado del matrimonio y orgulloso del divorcio. Pronto supo que su antiguo suegro seguía esquilmando a todos los lugareños. Y supo que a él, algunos le tenían por el guerrillero que se había enfrentado a quien todos odiaban y temían. No sabían que había sido Mercedes quien exigió el divorcio.

Matilde, la prima de su madre y su hija Emerenciana, Meren, familiarmente, se colgaron del teléfono tratando de hallarle cobijo. Tras una hora de consultas los aspavientos de Meren anunciaron que había encontrado alojamiento.

—Hubo suerte, Rosario reservó una habitación en el hotel de las monjas para su sobrino, pero en el último momento él no ha podido venir. Rosario iba a anular la reserva para ver si le devolvían lo adelantado, aunque no confiaba, buenas son las monjas… y, como Rosario no dejó el nombre de su sobrino, diremos que eres tú y arreglado, le pagas lo que sea a la Rosario y todos felices. ¿Hace?

—Por mí, bien, pero ¿dónde está ese hotel?

— ¿Cómo preguntas eso? Con la de veces que has estado allí. Es la casa de don Agapito, el administrador del señor marques. ¿A que ahora caes?

—Pues claro, la casa de Fernando ¿que ha sido de él? ¿Cómo se llama su hermana, la monja?

—Ay hijo, pareces tonto. Fernando se hizo misionero, lo mataron en Sudán y su hermana Lucia, a punto estuvo de entrar en el convento, pero se lo pensó mejor, se quedó en la casa y allí vivió atormentada, hasta que hace un par de años la encontraron muerta apoyada en el piano. Dicen que no profesó porque la enamoró un galán que ella se quedó esperando. Pero él nunca volvió a buscarla —Al decirlo fijó sus ojos en los de Jacinto.

(Continuará)

Alberto Giménez

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