Autor: Javier Serra Vallespir

Hoy, apenas alcanzadas las seis de la mañana, un gorrión me ha despertado con su eufórico canto. Quizás estaba celebrando la llegada de la primavera, o protestando por el ruido de las obras que llevan meses martilleando mi barrio, quién sabe. El caso es que mientras el ave proseguía con su actuación operística, lo primero que he hecho es consultar el móvil y encender el ordenador para afrontar las múltiples tareas diarias que requieren de las nuevas tecnologías. No solo lo tengo asumido como una obligación, sino que empiezo a notar un incipiente deseo de hacerlo.

¡Horror! Qué contraste con la dulce vida gorrionil (de “gorrión”, no de “gorrón”, que también supongo que tendrá su lado dulce), me he dicho, recriminando mi dependencia de la electrónica. Es lo que tiene vivir en una infocracia (neologismo acuñado por el filósofo surcoreano Byung-Chul Han), una nueva forma de totalitarismo de la información que nos bombardea con datos, noticias, opiniones y propaganda las 24 horas del día, los siete días de la semana, al igual que las turbotaladradoras de las obras de mi barrio. Adiós, racionalidad y argumentación. Hola, instrumentalidad y procesamiento de datos.

No es fácil dormir tranquilo en esta sociedad digital, donde cada clic, cada like, cada comentario, cada búsqueda, cada compra, cada movimiento queda registrado y analizado por algoritmos que intentan conocernos mejor que nosotros mismos. Tampoco es fácil despertar con claridad, cuando nos enfrentamos a un tsunami de información que nos confunde, pretende controlarnos y nos distrae de lo esencial, cuya finalidad principal es mantenernos dóciles y dormidos ante el poder, para despertarnos solo cuando debemos consumir.

Pero, ¿realmente estamos todos anestesiados? ¿Acaso insensibilizados? Un fenómeno reciente conocido como “woke” (algo así como “despierto”) parece indicar lo contrario.

¿En qué consiste el movimiento “woke”? Básicamente, en la actitud de ser consciente, estar atento y combatir las situaciones de injusticia social, especialmente en lo que hace referencia a cuestiones raciales. En este sentido, mis agentes infiltrados en el gobierno de Lula me informan de que en Brasil se están planteando retirar la estatua del Cristo Redentor de Río y sustituirla por otra de Vinicius.

En el artículo “Elogio y refutación del pensamiento Woke” de José Antonio Marina publicado en la revista El Panóptico, el autor comienza explicando que el pensamiento “woke” surgió en los movimientos antirracistas estadounidenses hace unos años y se ha expandido en las universidades americanas. Lo curioso del caso es que, partiendo de una premisa loable como la lucha contra las injusticias, ha terminado imponiendo en muchas de ellas (según Marina) una censura que ha sido denunciada por un nutrido grupo de intelectuales prestigiosos. ¿Por qué? Porque

una de las afirmaciones de esta corriente es que si no eres una víctima, no puedes entender lo que siente, y por lo tanto no hay diálogo posible con las no-víctimas. Esta actitud impediría alcanzar acuerdos imprescindibles en una  sociedad altamente compleja como la actual. Nada nuevo bajo el sol: ya hace décadas Jürgen Habermas reclamaba esta actitud en su ética dialógica.

El autor argumenta que el wokismo es un fenómeno digno de estudio, porque aspira a una “nueva justicia social” y sus seguidores se consideran Social Justice Warriors, que dicho sea de paso a mí me suena a grupo de superhéroes al estilo de “Los Vengadores”.

Marina sostiene que el movimiento woke tiene sus luces y sus sombras, que no se puede rechazar ni aceptar en bloque, y que por ello sería merecedor tanto de un elogio como de una refutación. Concluye que “avivar la conciencia” es un buen objetivo, ya que todos podemos ser colaboracionistas con las desigualdades y discriminaciones sin ser conscientes de que lo somos, pero que si eso se hace desde el dogmatismo y la cerrazón, puede producir muchos más perjuicios que beneficios. ¿Podría ser que el wokismo acabara convirtiéndose en una muestra más de la polarización de nuestra sociedad basada en emociones, memes y frases hechas más que en la racionalidad, y por lo tanto en otro síntoma de esa anestesia del pensamiento que parecemos sufrir?

Me pregunto si yo encajaría en la definición de woke. A veces creo que sí, pero la sensación me dura lo que tardo en consultar el Whatsapp. Tampoco sé si el gorrión lo es, aunque estoy seguro de que no cuenta con redes sociales. Lo que sí sé es que me gustaría vivir en un mundo donde la información fuera veraz y plural, donde la política fuera democrática y participativa no solo una vez cada cuatro años ante las urnas (bueno, en España cada mucho menos tiempo), donde la sociedad fuera justa e inclusiva no solo sobre el papel. Y verdaderamente dialógica. Un mundo donde no hiciera falta escarbar entre toneladas de basura infomativa para conocer la realidad. Un mundo, en definitiva, donde el canto del gorrión (¡y no me refiero a los “tuits” de la red del pajarito recientemente adquirida por Musk!) pudiera ser disfrutado sin el ensordecedor estruendo de las turbotaladradoras a su alrededor que siempre acaban silenciándolo.

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