HACES DE LUZ. REFLEXIÓN TEOLÓGICA: La muerte en Cristo.
Esta breve reflexión quiere ser la respuesta a la difícil – ¡y no menos filosófica y teológica! – pregunta que me ha hecho mi viejo e inolvidable amigo Antonio Molina García, Juez-Magistrado, con quien recibí mis primeras enseñanzas de manos de un modélico maestro, Don Plácido Molina Pérez (q.e.p.d.), su padre. Le recomendaría, asimismo, el magistral artículo de don Rogelio Bustos Almendros “La muerte no es el final”, cfr “Granada Costa”, 28/02/17, pág. 29.
Nosotros, cristianos creyentes, mantenemos la mirada fija en Jesús porque la fe es nuestro “sí” a la relación filial con Dios, viene de El, viene de Jesús. Y así lo aceptamos: Jesús de Nazaret es el único mediador de esta relación entre nosotros y nuestro Padre celestial.
Es lógico admitir que la concepción neotestamentaria sobre la muerte presupone un desarrollo y evolución sobre la muerte del hombre que se perfila en el Antiguo Testamento y que va de una sombría resignación ante la misma – expuesta en artículos anteriores – ya sea como secuela de su creaturidad o de su pecado y culmina en una esperanza en la resurrección de los muertos, tal como lo expresamos en el “Credo”.
En el Nuevo Testamento, sin embargo, el discurso sobre la muerte se centra en una muerte concreta y singular: la muerte de Jesús. Sobre la significación estrictamente teológica de la muerte de Jesús destaca por su envergadura especulativa la reflexión que nos ofrece el famoso teólogo luterano Eberhard Jüngel ( 5/12/1934) en su libro “Dios como misterio del mundo” (Salamanca, 1984). En otro tratado, “TOD” (Stuttgart, 1985), hace referencia a la muerte de Jesucristo, lo que le proporciona la posibilidad de mediar entre la muerte y Dios, en la medida en que la muerte se entiende como “pasión de Dios”. A la pregunta antropológica: “¿qué significa la muerte de Jesucristo para la muerte que todos nosotros tendremos que morir?”, corresponde una radical aproximación teológica: “sin la muerte de Jesús… simplemente no se llegaría a una genuína comprensión cristiana de la palabra de Dios, (cfr. op.cit. pág. 121).
Más adelante, y una vez que recuerda que la resurrección no suprime sino que da todo su peso a la muerte de Jesús, anota que el acontecimiento pascual, en cuanto obra del Padre en favor del Hijo, “pone de manifiesto la relación de Dios con la muerte de Jesús de Nazaret (cfr. op.cit. pág. 131). Esta relación no es más que una identificación: Dios se identifica con Jesús muerto. De este modo, nos sigue exponiendo el teólogo alemán, el anunciador del Reino de Dios deviene el Anunciado. Se trata de una “identidad paradójica”: la vida de Dios se hace una sola realidad con un muerto. Esta identidad entre el Dios vivo y Jesús muerto “pone a Dios en contacto con la muerte” (cfr. op.cit.pág.137). Lo cual nos hace ver aquella lejanía entre Dios y la muerte, propia del enfoque veterotestamentario.
Esta identificación no es un acontecimiento arbitrario, sino que se produce “por todos los hombres”. De esta manera, “en la medida en que Dios se identifica con Jesús de Nazaret, hombre muerto en favor de todos los hombres, se manifiesta como el ser que ama infinitamente al hombre finito”. El amor, que es motor no sólo del actuar sino del mismo ser de Dios, es lo que se manifiesta, rompiendo, así, tanto la prohibición aristotélica de movimiento impuesta al ser divino, como la lejanía radical entre la muerte y Dios afirmada por el Antiguo Testamento. Todo cristiano debe tener presente las palabras del apóstol Juan: “Dios es amor, y quien permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios en él” (1Jn 4, 16). Después de su muerte, Jesús se convierte de anunciador del Reino de Dios, en el Anunciado. Esto sólo se explica por la fe pascual, es decir, la fe en la resurrección de Jesús por Dios no expresa otra cosa que relación de Dios a la muerte de Jesús Nazareno. Por ello los cristianos, sin miedo, afirmamos y defendemos que la “resurrección de Cristo es el fundamento metafísico de nuestra fe”. Y si Cristo no hubiera resucitado, en palabras de san Pablo, vana sería nuestra fe. Pero, “ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados…, ni otra alguna criatura, afirma el “Apóstol de las gentes” en Rom 8, 38, será capaz de apartarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro”. En la misma epístola nos dirá: “…El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Si Cristo está con vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús “vivificará” también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8, 9-11).
Jüngel nos sigue insistiendo que “… es importante que quede claro que la fe en Jesús no surge al lado de la fe en Dios, sino que la fe en Jesús no se trata de otra cosa sino de la misma fe en Dios” (cfr. op.cit. pág. 137). Ahora – creo – se comprenderá mejor la razón por la que los cristianos creyentes ponemos siempre nuestra mirada en Jesús de Nazaret. Por mi parte, El y yo lo sabemos bien.
La muerte de Cristo nos purifica interiormente de manera que podamos servir a Dios con limpieza, honestidad y honradez. Es muerte que nos hace participar de la vida santa de Dios, es decir, que nos posibilita ser amor, servicio y entrega, de una manera parecida a Cristo, de quien se ha dicho: “Pasó por este mundo haciendo el bien”. Una Vida Nueva, es el gran regalo que nos da el Padre a través de su Hijo: “Envió Dios a su Hijo único a este mundo para darnos la Vida por medio de El. Así se manifestó el Amor de Dios entre nosotros (1Jn 4,9-10).
La fe en Jesús, lo digo abiertamente en las páginas de GRANADA COSTA, da fuerzas para resucitar a nuestra sociedad, muerta por el egoísmo, creando “hombres nuevos”, justos de corazón, capaces de comprometerse seriamente en la lucha histórica por una liberación integral de la Humanidad. No me cansaré de repetir, día tras día, que la verdadera fe en Jesús nos hace más hombres y más unidos. ¿Por qué? Porque Cristo es la fuente de la Vida querida por Dios, en la que cada uno se pueda sentir realizado en el servicio de sus hermanos. No se equivocó el “Discípulo amado”, diciendo “ Quien cree en el Hijo posee vida eterna, mas el que niega su fe al Hijo no gozará la vida, antes la ira de Dios pesa sobre él” (Jn 3, 36).
Y como prueba filosófico-teológica, recuerdo las palabras de San Ireneo (s. II d.C):
“Cristo es la verdad no porque sea un principio epistemológico que explique el universo, sino porque es la Vida, y el universo de los seres halla su sentido gracias a su existencia incorruptible en Cristo que recapitula toda la creación y la historia”.
Alfredo Arrebola, Doctor en Filosofía y Letras