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AGRESIVIDAD AGRESIÓN, VIOLENCIA, MALDAD

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María Vives Gomila

Profesora emérita de la Universidad de Barcelona y escritora

Estamos viviendo acontecimientos de muy diferente signo. Situaciones que nos llevan a formular términos como: agresividad, agresión, violencia, maldad.            

Uno de los puntos de partida, además de los aspectos hereditarios y de convivencia que se pueden contagiar, cuando no se cuida el ambiente, es la agresividad, un instinto presente en los animales y que podríamos definir como una pulsión o tendencia a comportarse de forma hostil en situaciones, muchas veces provocativas. Esta pulsión primaria, dirá Lorenz[1], se apoya sobre una base neurofisiológica.

Podríamos definir la agresividad como una predisposición temperamental, que forma parte de la personalidad de un individuo. La agresión sería la expresión de esta violencia, más justificada en un contexto hostil como forma de defensa de una situación peligrosa o imprudente, sostiene Talarn[2]. Agresión y violencia se relacionan y se suceden la una a la otra. Una propaganda publicitaria o una campaña gubernamental puede ser agresiva, pero no siempre violenta. Algunos autores relacionan violencia con fuerza física, aunque no siempre sea así.               

La Organización Mundial de la Salud, OMS, define la violencia como el uso intencional de la fuerza física o del poder, tanto si es real como si es una amenaza contra un individuo o contra una comunidad con una elevada probabilidad de acabar con lesiones, muerte, daño psicológico o privación. La violencia también estaría relacionada con el poder; hemos comprobado la necesidad que el ser humano tiene de conseguirlo a través de cualquier medio.

El poder puede habilitar a quien lo ejerce para actuar según su voluntad y necesidad sin ningún tipo de impedimento para dominar al contrincante. No sólo pertenecería a una sola persona, sino que puede ser utilizado por un grupo. Según Hannah Arend[3], poder y violencia son conceptos opuestos, dado que si domina uno es a costa del otro. Según ella, la persona puede llegar a utilizar el grupo en beneficio propio para actuar en contra de una persona u otras.

Gradualmente nos podemos preguntar cuál es el origen de la agresividad y dónde se dan los primeros pasos de este tipo de comportamiento.

Estos impulsos se originan en la primera infancia -sin olvidar la herencia biológica, ambiental y social- como una respuesta a las privaciones o a las necesidades del bebé de ser alimentado, atendido, sobre todo querido y protegido de sí mismo cuando siente ansiedad y miedo ante un peligro inminente, experimentado en la realidad, pero más aún en la fantasía.

La reacción ante estas situaciones es una sensación interna contraria a la emoción positiva o de placer. El bebé reacciona por imitación, como parte de su aprendizaje. Y es a través del rostro de su madre que el bebé descubre y empieza a percibir y a entender la realidad, que trata de comprender dentro de la precariedad de sus sensaciones y emociones.

Contener los comportamientos agresivos del niño depende, en gran parte, del adulto, de quien empezará a aprender a entender y a contener su ansiedad, sus miedos y su angustia. De ahí, la importancia de su entorno afectivo, de estar rodeado de adultos responsables, que sean capaces de transmitir no sólo normas, sino que puedan dar a entender a este bebé el significado de estos miedos. Es mediante las palabras del adulto, de la actitud y expresiones de su madre como espejo, que el bebé puede salir de una situación de angustia y comprender e integrar gradualmente sus ansiedades persecutorias.

El aprendizaje que el bebé y el niño pueden realizar de forma positiva, se debe a la paciencia, afecto y serenidad, primero de su madre y posteriormente de los adultos de su entorno próximo. Si esta dedicación funciona, el niño podrá llegar a entender la realidad, sea ésta gratificante o dolorosa.

Cuando la actitud del adulto cercano no resulta eficiente y no se cumple la misión receptiva de la madre como espejo, que ayude a contener las emociones del bebé, éste no podrá recibir el apoyo suficiente ni crecer con el afecto y el ejemplo necesarios para entender sus emociones negativas. Al crecer sin una guía que lo ayude en su evolución, el niño, que ha sido incapaz de contener las emociones dolorosas en determinadas ocasiones, podría incrementar su agresividad mostrando un comportamiento violento, debido a un orgullo malentendido, celos, envidia o egoísmo.

Es evidente el papel que tiene el adulto (madre, padre, abuelos) en el crecimiento y la maduración del niño. También es cierto que, incluso teniendo cerca a las personas más adecuadas para su desarrollo y educación, hay niños que no consiguen evolucionar según las conocidas pautas evolutivas. Y, al contrario, niños que han crecido en un ambiente poco recomendable consiguen superarlo. Recordemos al protagonista de ‘Oliver Twist’, de Charles Dickens, que, compartiendo un ambiente nocivo y de pillaje no sólo no participa de los instintos agresivos del grupo, sino que consigue liberarse de este ambiente destructivo.                         

Pero, ¿existe el mal, existe la maldad?

Según R. Armengol[4], «lo malo es el dolor y el daño, que nadie desea… tanto si nos llega debido a la voluntad de un congénere como si lo sufrimos a causa de una enfermedad o de un accidente y con independencia de la causa que lo ha originado». Según diferentes profesionales, una cosa es el mal y otra la maldad, la acción humana que provoca el mal o un dolor, que podría ser evitable.                                                                                               

Los grandes males que la humanidad ha tenido que soportar no han sido generados por los sentimientos –pasiones o apetitos-, como dice R. Armengol, sino por la acción de pensar, es decir por la manera que las diferentes ideologías y creencias justifican los males en nombre del bien para la comunidad que ha tomado el poder. El punto de vista, compartido por la mayoría de autores, es que gran parte de las personas que matan, hieren o perjudican a otras lo hacen con una conciencia de superioridad moral, aunque esto sea para éstas causa de malestar y dolor.

Cualquier medio no sirve para alcanzar el objetivo anhelado. En nombre de un supuesto bienestar no se puede desear el mal del otro ni aceptar sumisamente el poder de quien lo quiere imponer. La capacidad de pensar y el criterio para poder discernir la opción más adecuada, son herramientas necesarias para mantener la libertad de pensamiento ante una situación injusta.


[1] Lorenz, K. . (1972). Sobre la agresión. El pretendido mal. Madrid: Siglo XXI.

[2] Talarn, A. (2020). Ideología y maldad. Barcelona: Xoroi Ediciones

[3] Arend, H. (2005  ). Sobre la violencia. Madrid: Alianza.

[4] Armengol, R. (2018). La moral, el mal y la conciencia. El poder de las ideologías en la formación en la formación de la conciencia moral. Barcelona: Carena.

Maria Vives Gomila, Profesora Emérita de la Universidad de Barcelona y escritora

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