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     La vieja y descolgada portezuela que daba paso al cercado permanecía en su puesto, aun teniendo la madera agujereada como un queso de gruyere, por los clavos que inútilmente su cuidador se afanaba en hundir entre el tablaje.

    Quiso esquivar el más viejo y retorcido, que servía de atadero para la cuerda de melongo que la sujetaba, pero el impermeable se le engancho agujereándose. En la cara de la Escopetilla, se dibujó una mueca de disgusto.

—- Celestinooo –, llamó al tiempo de cambiar de mano, la pequeña cesta en la que colocaba la puesta del día de las gallinas.

    Una parte de la falda de amplio vuelo se le enganchó en un rosal, que crecía despreocupado junto al sembrado de maíz, haciéndola retroceder. Estaba harta del dichoso clavo, pero más aún lo estaba de su estupidez, porque siempre caía en lo mismo. Con aire de disgusto estiró del elástico que fruncía la falda a su cintura, y se pasó la mano por la marca rojiza que le había dejado en la piel:

<< con Tatín se puso gorda, pero con este bebé iba a parecer un pez globo >>.

   Volvió a llamar al hombre de la huerta, poniendo cuidado con cada paso que daba, para no ensuciarse demasiado los zapatos blancos que había estrenado

— Solo a mí se me ocurre meterme con este calzado aquí ¡Celestino!

    Un hombre joven vestido con harapos, que regaba un surco de tomateras con una lata grande y herrumbrosa, en la que aún se podía leer a lo largo de su redondez: sardinas en aceite de oliva de las rías gallegas, levantó la vista al tiempo, que se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano y sonrió a la escopetilla. Su piel brillaba a pesar de que el sol de la mañana se había camuflado entre las nubes, resaltando los tendones fibrosos de los brazos y piernas del preso, al que una larga condena por asesinato, lo tenía atado a la cárcel.

— Celestino… —, volvió a llamar.

    No comprendía como podía sonreír cuando la mitad de su vida pertenecía a la cárcel. No era el primer caso ni sería el último que se diera en esa tierra. los presos parecían felices, con ese modo de vida… Eran felices, al menos los que había conocido y había conocido unos cuantos, con techo y comida. Y si les tocaba cuidar la huerta y el corral, cosa que por lo general era así, ya parecían estar en el séptimo cielo.

    El hombre le indicó gesticulando, la pequeña tabla de alubias que había plantado hacía un mes. Las flores moradas salpicaban las hojas, de un verde intenso, mordiscadas por los caracoles de caparazón duro y cuerpo frío y meloso.

-– Está bien… ya se, ya se —. La mudez del hombre no era obstáculo para entenderse —. Quieres azufrar las matas antes de que los malditos caracoles acaben con ellas…

    Celestino sonrió, dejando ver unos dientes blancos entre las encías, del color de las branquias de la barracuda más fresca, y rogó porque no abriera la boca; esa boca sin lengua, que fue arrancada casi de raíz, en una reyerta según le contó << Ojos de Gato>>. Caminaban entre el sembrado, él con la despreocupación, que da el no calzar otra cosa que unos zapatos viejos de vestir de su marido, y ella con el fastidio de estropear los que había estrenado esa mañana. El agradable olor que despedían las tomateras dobladas por el peso de los tomates rojos y carnosos, se pegaron a las pituitarias de su nariz, provocándole una sensación de desmayo. Se dio cuenta de que le había entrado un hambre canina, y la culpa la tenía el embarazo… Un abejorro zumbó a su alrededor, hasta que el hombre joven lo aplastó entre las palmas de las manos dando fin a su existencia, para luego limpiarse el pringue del bicho escachado en la culera trastejada, de los pantalones.

             La escopetilla enfiló el pequeño sendero que llevaba hasta los semilleros, junto a un pedazo de tierra en donde unas cuantas cajas de madera habían cambiado el buen vino, que en su día albergaron, por sementeras en donde unos frágiles brotes de pimientos, tomates y lechugas, crecían a la sombra de media docena de naranjos y limoneros, bajo la mano experta del singular hortelano, que se esforzaba en mantener a raya, caracoles y babosas. Celestino tomó una lata con un sinfín de agujeros en la base, que el hombre había perforado a modo de regadera, y sumergiéndola en un bidón con agua, la sacó al instante para dejar que escurriera como lluvia fina sobre los brotes. Y así, una y otra vez, iba de bidón a sementera y de sementera a bidón. La Escopetilla lo observaba pensando en como un hombre que no había dudado en segar la vida a otro de su especie, ponía tanto ahínco en conservar la que bullía en la huerta: << era todo un misterio>>

El preso seguía con su labor, y ella se acercó a la pequeña plantación, si a eso se le podía llamar plantación de piñas, en donde la fruta madura asomaba por entre las verdes hojas oblongas y de filos punzantes. Había escuchado más de una vez que a las serpientes les gustaba rondar por entre las piñas para succionar el jugo de los frutos, así que como siempre, caminaba entre las filas de plantas asegurando muy bien donde ponía el pie. Divisó una par de hermosas piezas listas para comer; le habían enseñado a distinguirlas por el penacho de hojas que coronaba la fruta: << a la vista las hojas tienen que estar ajadas, y mustias, desprendiendo con facilidad de la piña >> .Su perfume era embriagador; tanto, que le hubiera gustado tener un perfume con esa fragancia.

   En un ángulo de la huerta, una cabra asomo la cabeza por una grieta de la tablazón, mostrando unos dientes bien dispuestos a rumiar un flanco de las tomateras hasta donde su cuello diera de si. Con los ojos, del color del caramelo, y tan saltones como dos huevos de paloma, exploraba el panorama que tenía a su alcance ¡Todo un mundo de aromáticas hojas verdes la esperaban! Emitió un balido, y una lengua húmeda y oscura rozó las hojas de una de las plantas, como testando el sabor, para después, con un chasquido de dientes comenzar con su particular poda. Otra cabra se acercó a la primera batallando por meter también la cabeza por la grieta, sin conseguirlo, y luego llegó otra, y otra, balando desesperadas por alcanzar las tiernas hojas. Un poco más allá un viejo cabrón embestía contra el joven maizal, que la Escopetilla había plantado junto a Tatín.

— ¡Celestino! —, llamó fastidiada sin dejar de escudriñar el terreno, incómoda por el tema de las serpientes. Pero el hombre dejó las sementeras para espantar a las cabras, haciendo caso omiso a la Escopetilla, que se había quedado rezagada en mitad del sembrado de piñas.

— ¡Celestino!

    De la garganta de Celestino salió un sonido extraño, y de su cuerpo tales aspavientos que las cabras abandonaron la tablazón, perdiéndose en el terreno.

— ¡Celestino! —, la testarudez del hombre la sacaba de quicio. Mas terco que las cabras — ¡Esas la arrancas! y me coges esta, y esta… ya sabes; en cuanto puedas las llevas a casa.

     Avanzó unos pasos primero, con la vista perdida en los cafetales donde solía ir a parar una parte de la piara, la otra tenía sus preferencias entre los restos de apósitos, algodones y otras inmundicias que salpicaban los alrededores del hospital. No comprendía como se las apañaba Lucrecio, el preso encargado del corral, para hacer que todos volvieran al redil, campando como campaban a la buena de Dios, pero así era, cada atardecer y antes de ponerse el sol, los animales volvían a estar cada uno en su lugar.

    Tras esquivar el viejo clavo que sujetaba la cuerda de melongo, cerró la portezuela tras de sí, y se quedó mirando el barro pegado a la puntera de sus zapatos. Una gallina cruzó despavorida, perseguida por un gallo de plumas marrones y blancas, y una cresta marcada de cicatrices, prueba de su carácter bravucón. En la carrera olvidaron una parte del plumón que con tanto celo cobijaban bajo el plumaje de guerra… A punto estuvo de pisar a un pequeño pato, rezagado de la madre pata, que paseaba con su prole al margen de todo cuanto pasaba a su alrededor. Y una cabra de mirada entupida se afanaba en mordisquear el tronco del banano que crecía en mitad de aquel alboroto. En el gallinero, unas cuantas gallinas cloquearon desde sus ponederos en protesta por la intromisión de esa humana, que cada día les robaba los huevos, bueno unas cuantas gallinas y Hilda, el tucán que un día Lucrecio recogió del suelo del corral. La encontró bajo el banano con un ala rota y el cogote desplumado. Desde entonces el animal pasó a formar parte de sus vidas haciendo lo que le venía en gana, como ahora que estaba empollando cualquier objeto que se le hubiera antojado, eso sí, solo tenía que brillar un poco. La espantó llamándola por su nombre y Hilda se movió de mala gana dejando a la vista un botón dorado de un uniforme, al que estaba cuidando con esmero. No se lo quitó, al contrario, la llamó con voz suave, para que volara hasta su hombro, y el tucán la obedeció. Era un bello animal, de plumaje negro, mirada provocativa y con un pico espectacular, al que habían tomado cariño. El bicho había causado problemas, pues era muy dado a lo ajeno siempre que brillara. Se acordó de Carola y Okiri, con tanta ternura que en su garganta se formó el nudo de la emoción: — a tu sitio Hilda — le dijo al tucán, moviendo el hombro para que volviera al ponedero. Y Hilda regresó junto al botón, ahuecando las plumas como la mejor de las gallinas ponederas.

   Se alejó del corral sorteando como pudo el lodazal, formado por la lluvia en derredor del cercado, con una mano aflojando el elástico de la cintura. Estaba ya de ocho meses y la barriga la tenía tan tensa como la piel de un tambor, causándole una tremenda picazón. Los pechos hinchados le molestaban, y las piernas le pesaban. Un dolor permanente en los riñones la hizo pararse, se llevó la mano a la parte dolorida, y resoplando como la locomotora del ferrocarril de Bikaba. Tomó el sendero hacia el campamento…

        De un capítulo de La Sombra del Egombe Egombe

                              Gudea de Lagash

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