El poder de las palabras
Hay quienes relegan la literatura al terreno del ocio, considerándola un pasatiempo para quienes tienen tiempo de sobra o, en el mejor de los casos, un adorno intelectual. Pero esos mismos son los que no han entendido su verdadera naturaleza. Porque la literatura, cuando es auténtica y se escribe con el alma desnuda, es una fuerza transformadora. Es capaz de desentrañar los cimientos más firmes de una sociedad, de sacudir las conciencias más ancladas, de desvelar verdades que, por incómodas, preferiríamos ignorar. Y ahí radica su poder. En que no solo cuenta historias; las crea. Las revoluciones más grandes no siempre comienzan con un disparo; muchas veces nacen de una idea plasmada en un papel.
La historia está plagada de ejemplos. Pensemos en Cervantes, cuya obra maestra, Don Quijote de la Mancha, no solo nos regaló el idealismo más conmovedor, sino que destapó las hipocresías de su tiempo con una ironía demoledora. “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, dijo su caballero errante, y esa frase, siglos después, sigue resonando como un eco en los rincones donde todavía luchamos por ella. ¿Y qué decir de Zola y su Yo acuso? Un artículo que no sólo removió los cimientos de Francia, sino que recordó al mundo entero que la pluma puede ser más afilada que la espada. O de Lorca, cuyos versos fueron una bofetada contra la injusticia y el olvido, versos que nos siguen doliendo porque su verdad es eterna.
No hace falta cruzar fronteras para encontrar ejemplos. En nuestras propias tierras, en nuestros propios pueblos, han surgido escritores que han sabido poner nombre y rostro a las miserias y esperanzas de nuestra gente. Autores que han hablado del jornalero explotado, de la mujer silenciada, del inmigrante olvidado. Porque, como decía Unamuno frente a quienes creían tener el poder absoluto: “¡Venceréis, pero no convenceréis!”. Y esa es la esencia de la literatura: puede que la ignoren, que la persigan, incluso que intenten destruirla, pero siempre encuentra una forma de resurgir, de plantar cara, de convencer.
¿Y por qué es tan poderosa? Porque toca donde más duele y donde más importa: en lo humano. Las palabras son capaces de derribar muros invisibles, de tender puentes entre el dolor de uno y la empatía del otro. Un libro puede convertir un tema que parecía lejano en algo cercano y urgente. Puede hacer que el sufrimiento de un desconocido encienda una chispa en nuestro interior, esa que nos impulsa a actuar. Machado lo expresó con una claridad que sigue calando: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Y la literatura nos muestra ese camino, uno que tal vez no veíamos antes, uno que puede cambiar no solo al lector, sino al mundo que lo rodea.
En esta época del año de días breves y noches interminables, el mundo parece susurrarnos que es hora de detenernos y pensar. Es el instante ideal para sumergirse en esas historias que, aunque escritas en otros tiempos, todavía logran sacudirnos y conmovernos. Y no hablamos solo de grandes epopeyas o clásicos universales. También nos referimos a esas narraciones locales que capturan el pulso de una comunidad, que dan voz a los olvidados y denuncian lo que a veces no queremos mirar de frente. En cada pueblo, en cada rincón, hay relatos esperando ser contados, historias que no solo reflejan lo que somos, sino lo que podríamos ser.
La literatura no busca dar respuestas fáciles ni consuelo inmediato. Su función es otra: sacudirnos, incomodarnos, hacernos pensar. Es un espejo que nos enfrenta a nuestras contradicciones y un faro que ilumina caminos que no sabíamos que existían. Porque el cambio no siempre comienza con grandes gestos; a veces, todo empieza con una frase, con una idea que alguien se atrevió a escribir. Y ahí radica su magia, en su capacidad de trascender épocas, de cruzar fronteras y de resonar en el corazón de quienes están dispuestos a escuchar.
Así que, este noviembre, en medio del frío y las hojas caídas, permitámonos el lujo de abrir un libro, pero no cualquiera. Uno que nos incomode, que nos remueva. Uno que nos invite a reflexionar sobre los miedos, las esperanzas y las luchas que compartimos como humanidad. Como decía Quevedo, “no he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo”. Porque mientras haya palabras, habrá resistencia. Mientras haya historias, habrá esperanza. Y mientras haya lectores, siempre habrá un mundo por cambiar.