LA INVASIÓN DE LOS ESPARTEROS

¡Que nadie pierda la cabeza!: a pesar de lo que su título pueda dar a entender, este artículo no trata de ningún plan de conquista orquestado por hordas descontentas de artesanos del esparto reclamando sus quince minutos de gloria.

Devuelta la tranquilidad a lectores, al noble colectivo de esparteros y con más razón a la intersección de ambos, empiezo.

El punto de partida de esta divagación resulta ser el sonado equívoco de una de mis alumnas de segundo de bachillerato que, en un examen de Historia de la Filosofía acerca de Platón, afirmó que “Atenas fue derrotada por los esparteros, que acabaron con su democracia”.

No vamos a ahondar en la herida y hacer sangre del desliz de una estudiante sin duda agobiada por verse obligada a memorizar un millón de datos sobre Historia de la Filosofía, Historia de España y siete materias más. Al fin y al cabo, ¿a quién le interesan estas dos asignaturas?, podría preguntarse una mente despierta y millennial: ¡Profe! ¿por qué tenemos que estudiar esto, si no nos sirve para nada? Por eso no podemos culparla en exceso por confundir a Espartero, Regente del Reino de España entre 1840 y 1843 —sí, he buscado el dato en la Wikipedia—, con los aguerridos espartanos. Además, si a eso vamos, intercambiar “anos” por “Eros”, sobre todo en el ámbito de la Grecia clásica, no solo no parece tan grave, sino incluso… ups, algo me dice que debo abstenerme de transitar semejante jardín.

espartanos

A lo que iba: sea por exceso de información o por falta de ella, este ejemplo de confusión de conceptos, de errores de comprensión y de valoración, cada vez son más frecuentes, y no solo en el ámbito estudiantil, sino al parecer —y a los acontecimientos que observamos en el mundo me remito— en todas las facetas de la vida.

Espero que otra anécdota extraída de la vida real (¿la hay irreal? Bueno, supongo que incluso lo que usted está leyendo es un ejemplo de ello) aclare esto último:

Hace unas cuantas semanas mi hija Irene se dirigía ufana hacia el Campus universitario en su utilitario de segunda mano junto con un compañero de clase con la sana intención de asistir a una clase de prácticas de Biología. Ya a punto de llegar a su destino se toparon con un atasco monumental, impropio de ese tramo de carretera. Avanzaron con una lentitud desesperante, mordiéndose las uñas —cada uno las suyas—, hasta que se toparon con el origen del embotellamiento: un nutrido grupo de jóvenes había cortado la carretera en protesta por el encarcelamiento del inimitable rapsoda Pablo Hasél, y permitían el paso de los vehículos a cuentagotas. Mientras maldecían su suerte y el tiempo para poder entrar en el aula se agotaba, una chica pertrechada con agoreros pasquines e ingentes cantidades de entusiasmo cívico se acercó a la ventanilla del conductor, llamó con los nudillos y cuando Irene, haciéndose eco del precepto bíblico que nos obliga a dar de beber al sediento, bajó el cristal, les explicó con dramática convicción cuáles eran los motivos por los que no les dejaban pasar y a modo de colofón reclamó su derecho a manifestarse. Mi hija argumentó escuetamente que estaba muy bien que protestaran, pero que al igual que los manifestantes exigían y ejercían —sin autorización— su derecho a manifestarse, también ellos tenían el legítimo derecho a acceder al Campus, a lo que la chica alegó: “ya, pero es que a mí vuestros derechos me importan una mierda” (sic). ¡Olé y olé!

No entraremos en la abultada literatura filosófica acerca de si resulta legítimo violar las leyes e ignorar los derechos ajenos cuando la legalidad o el régimen político vigente son injustos (lo sean o no en la actualidad), pues este debate se remonta como mínimo al omnipresente Platón y se prolonga hasta nuestros días. Solo señalaré que en el medievo Tomás de Aquino ya afirmaba que “lex iniusta non est lex” y que fue el gran Thoreau quien acuñó el concepto de “desobediencia civil” (por cierto, este pensador norteamericano fue encarcelado por negarse a pagar impuestos. Alegó que su conciencia le impedía financiar al Estado esclavista de la época, motivación muy diferente al rechazo a pagar impuestos que empuja a ciertos “youtubers” a autoexiliarse en Andorra). En fin, si por lo menos la chica hubiera recurrido a la famosa frase de que “el fin justifica los medios” erróneamente atribuida a Maquiavelo para defender sus acciones, al menos el intercambio de opiniones habría sido de mayor altura intelectual.

Ya nos advirtió Goya en su famoso grabado de que el sueño de la razón produce monstruos. Pero si además nos anestesiamos el altruismo, la empatía, la convivencia, el respeto y el valor del esfuerzo, lo que se manifestará en nuestras pesadillas será digno de figurar en una antología de Lovecraft. En mi torturada y tortuosa imaginación, la combinación de ambos episodios me hizo llegar a la conclusión de que si los espartanos, tan belicosos como iletrados, acabaron con la joven democracia ateniense para implantar el conocido como “gobierno de los Treinta Tiranos” (como si uno no fuera suficiente), ¿qué no serían capaces de perpetrar las legiones de esparteros de hoy en día?

Grabado

Grabado “El sueño de la razón produce monstruos”

Y sí, es verdad que aproximadamente dos milenios después la democracia renació de sus cenizas —¿qué son dos mil años? Como Gardel sugeriría, nada— para convertirse en el sistema político que más ha hecho progresar a la humanidad en toda su historia, ¡albricias! No obstante, si los esparteros la derrotan de nuevo, apostaría el coche de mi hija a que no dispondremos de una segunda oportunidad para resucitarla.

Javier Serra

web itrabo

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