NOCHE FRÍA
Noche fría.
El Niño Dios, un año más, ha de bajar del cielo.
Pero esta noche no brillan las estrellas.
Ni alumbra plateada en el azul
la hermosa y fría luna de diciembre.
Ni la estrella viajera de Oriente,
eterna luminaria del divino Infante,
guía su camino hacia Belén.
Noche fría.
El ángel busca entristecido por el valle
a quien anunciar la buena nueva
del nacimiento del Niño Redentor.
Pero no hay pastores que cuiden los rebaños,
ni mansas ovejas balando hacia el portal.
Tan solo inmensa soledad de páramo
en donde antes reinara alegría y solaz.
Noche fría.
Tampoco el calor del buey y de la mula
podrá tener Jesús en su pesebre.
A la cita sagrada no podrán acudir,
ni cumplir la tradición privilegiada
de dar calor y compañía al Salvador,
porque el hombre, ser dominador,
somete a las especies de la tierra.
No tienen voluntad, ni existen derechos para ellos.
Tan solo impera el yugo de la sumisión.
Noche fría.
Los Magos no pueden ofrecerle sus presentes
pues el oro, la mirra y el incienso,
convertidos en productos de consumo,
son ofrecidos, en anuncios de alegre colorido,
al mejor postor de un gran mercado,
donde todo se compra y todo se vende
sin importarle nada a nadie
que existe una palabra ajena a ellos: Hambre.
Noche fría.
La que fue en otro tiempo humanidad de amor
hoy se ha convertido en mundo hostil
y el dinero rige como absoluto soberano
siendo sus vasallos, la indiferencia, el egoísmo, el interés.
¿Dónde quedaron aquellas buenas gentes
que cada año al ver brillar la estrella
abrían de par en par su corazón
unidos en abrazo fraternal ante el belén?
Noche fría.
Llora el pequeño Infante sin consuelo.
Del cielo, esta santa noche no podrá bajar
pues no hay estrella que el portal alumbre,
ni pastores que le ofrezcan sus presentes,
ni Reyes que vengan a adorarle
y apenas quedan hombres de buena voluntad.
Solo María y José, con ternura, sus lágrimas enjugan.
Yo quisiera llenar de estrellas toda mi casa,
perfumar de incienso todo el aire.
Convertir mi corazón en un belén pequeño
para que Dios, descendiendo del cielo,
pueda hallar en mi pecho
un cálido pesebre hecho de amor y paz
mientras un coro de ángeles seráficos,
desde las alturas, entonara:
“¡Gloria a Dios en el Cielo y paz a los hombres de buena voluntad!”