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NABIL EN LAS NAVAS 4/4

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(Viene de: …Sin embargo, ahora, su vida corría peligro y debía regresar a la realidad y ponerse a salvo).

Nabil abrió los ojos y miró alrededor. La ansiedad se apoderó de él y la memoria de su pasado como esclavo, su manumisión, su boda y el nacimiento de su hijo, se evaporaron entre el polvo que levantaban las tropas que, a su alrededor, se movían con ligereza. Allí, en medio de la batalla, esos recuerdos le parecían distantes, como si pertenecieran a otra vida. El sonido de los cascos de los caballos cristianos lo había traído de vuelta a la realidad dejando atrás el recuerdo del aroma de los naranjos en flor en aquel día de luz, de paz y de vida, que parecía, de repente, tan distante como irreal en medio de la furia que lo envolvía.

La batalla estaba perdida, y el ejército musulmán seguía retirándose en desorden. Nabil se levantó de un salto, con la mente despejada y el corazón decidido a sobrevivir. Mientras corría por el campo de batalla, esquivando cuerpos y armas abandonadas, algo llamó su atención: un muchacho, perdido y desorientado, corría hacia él.

El chico, que no debía tener más de dieciséis años, parecía aterrorizado. Vestía una túnica corta de lana gris, manchada y rasgada por la lucha y sus pies, descalzos y heridos, dejaban huellas de sangre en la tierra seca. Nabil lo vio tropezar y caer al suelo, levantándose de nuevo con dificultad. En sus ojos vio un reflejo de sí mismo, del joven que había sido alguna vez, solo y asustado. También recordó, de repente, a su hijo Ahmad, aún un niño, pero que algún día sería un joven como lo era aquel adolescente asustado. No podía dejarlo atrás.

Nabil cambió de dirección y corrió hacia él. El muchacho lo miró con desesperación, y cuando Nabil llegó a su lado, lo tomó por el brazo y lo levantó.

―¡Corre! ―le gritó, mientras ambos se lanzaban hacia el borde del campo de batalla, donde las montañas ofrecían un refugio.

El ruido de la batalla aún resonaba detrás de ellos, pero Nabil se concentraba en avanzar y en proteger al muchacho. No sabía quién era ni por qué estaba allí, pero en ese momento no importaba. Algo le decía que tenía que salvarlo. Mientras corrían, Nabil recordó de nuevo a su hijo Ahmad. Ese chico desconocido tenía una edad similar a la de Ahmad. La idea de que el joven pudiera morir allí, abandonado, le revolvía el estómago.

Los cascos de los caballos se escuchaban cada vez más cerca. Nabil se giró brevemente para ver cómo un grupo de caballeros cristianos avanzaba, persiguiendo a los rezagados musulmanes. La adrenalina lo impulsaba a seguir corriendo, pero el terreno se volvía cada vez más empinado y difícil. A lo lejos, divisó un grupo de árboles que les ofrecía un posible refugio.

―¡Allí! ―señaló Nabil, tirando del muchacho.

Ambos corrieron hacia el pequeño bosque, perseguidos por el sonido de los caballos cada vez más cerca. Los gritos de ¡Santiago! resonaban por el campo, mientras las tropas musulmanas desaparecían en la distancia. El chico tropezaba y respiraba con dificultad, pero Nabil lo empujaba a seguir adelante. Cuando finalmente llegaron a los árboles, se refugiaron entre los arbustos, ocultándose en las sombras. Nabil colocó una mano sobre la boca del joven para silenciar su respiración agitada, mientras los caballeros cristianos pasaban galopando cerca. El ruido de los cascos disminuyó lentamente, y el silencio se instaló entre ellos.

El muchacho, aún temblando, miró a Nabil con ojos llenos de gratitud y miedo.

―Gracias… Hoy eres mi segundo salvador… ―susurró el chico, pero Nabil solo asintió sin escuchar. El peligro aún no había pasado, y tenían que continuar.

―Debemos movernos antes de que vuelvan ―dijo Nabil en voz baja.

Se levantó lentamente y ayudó al muchacho a ponerse de pie. Ambos se escabulleron entre los árboles, alejándose cada vez más del campo de batalla. Con cada paso, Nabil sentía el peso de la muerte y la destrucción que habían dejado atrás, pero también una pequeña chispa de esperanza. Aún quedaba vida en él, aún quedaba algo por lo que luchar. Y mientras ambos avanzaban hacia un futuro incierto, una sola certeza llenaba su corazón: regresaría a Mursiya, junto a su esposa Layla y su hijo Ahmad. Porque, aunque la batalla estuviera perdida, la guerra por la vida y por su familia aún debía continuar…

Sergio Reyes Puerta

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