NABIL EN LAS NAVAS 1/4
El calor era asfixiante a mitad de aquel mes de julio de 1212. La llanura se extendía como un infinito mar polvoriento frente a Nabil, que podía sentir el peso del sol en su espalda mientras el ejército musulmán se preparaba para el combate. El aire vibraba con los gritos de los hombres, el sonido del acero desenvainado y los estandartes ondeando. Al-Nasir, el Califa almohade, observaba todo desde su posición elevada y confiaba en la fortaleza de su ejército de treinta mil hombres, pero algo le decía a Nabil que, aquel día, la balanza del destino pendía de un hilo.
Aquella batalla no sería un simple enfrentamiento, como ya había intuido Nabil por las escaramuzas de los días anteriores. Frente a los musulmanes se alzaba la alianza cristiana, liderada por los reyes de Castilla, Aragón y Navarra. Un ejército ferviente, lleno de hombres decididos a acabar con el dominio musulmán en la península, en honor a la nueva Cruzada del Papa. La cruz de Santiago ondeaba al viento, y las tropas cristianas, unos catorce mil hombres, se movían con una determinación aterradora. Los caballeros acorazados, sus armaduras brillando al sol, avanzaban como un muro impenetrable, seguidos por infantería pesada y arqueros que tensaban sus arcos. El estruendo de trompetas y tambores empezaba a ser sobrepasado por las pisadas de semejante tropa.
Nabil, como tantos otros y bajo el estandarte del príncipe de los creyentes, al‑Nasir, formaba parte del ala derecha del ejército musulmán. Aunque no era un guerrero de nacimiento, el destino lo había arrojado a aquel campo de muerte. Su cota de malla ligera brillaba con el polvo de los caminos, y su espada curva colgaba de su cadera, lista para el combate. Una túnica blanca y un turbante sencillo completaban la vestimenta del imponente soldado. Su corazón latía con fuerza, no solo por el miedo, sino por el peso de lo que estaba en juego.
El campo de batalla estaba limitado por las abruptas montañas de Sierra Morena, lo que dejaba poco espacio para maniobrar. Los cristianos parecieron temerosos al principio, cuando vieron las posiciones enemigas. Los almohades habían fortificado su campamento y colocado a la guardia personal de al-Nasir, formada por esclavos negros, encadenados entre sí, en una posición defensiva con trazas de ser invulnerable. Una inexpugnabilidad que habría de ser decisiva.
El ejército cristiano avanzó con determinación. En el centro, Alfonso VIII de Castilla lideraba las fuerzas principales, con sus caballeros acorazados avanzando bajo el abrasador calor. Las filas de los aragoneses y navarros flanqueaban los laterales, mientras las tropas de infantería mantenían una formación compacta, protegidos por grandes escudos y armaduras de acero. Los arqueros, por su parte, disparaban una intensa lluvia de flechas que silbaban un mensaje de muerte sobre los secos campos.
Nabil vio cómo las primeras líneas musulmanas intentaban resistir, pero los cristianos avanzaban con una fuerza descomunal. La caballería musulmana intentó embestir, lanzando una carga para detener el avance enemigo. Sin embargo, la fuerza de choque de los caballeros cristianos era abrumadora. Sus grandes escudos y largas lanzas rompieron la línea defensiva musulmana como olas golpeando una roca quebrada.
El calor del combate se intensificaba. El polvo levantado por los caballos se mezclaba con los gritos de los hombres heridos y moribundos, que se elevaban por encima del clamor de la batalla. Nabil, espada en mano, bloqueaba los ataques que le llegaban por todos lados. El caos y el aire caliente lo envolvían. Su respiración se volvía entrecortada mientras intentaba mantener la línea junto a sus compañeros. A su alrededor, sus compañeros caían bajo el peso de las espadas cristianas. La sangre teñía el suelo de un rojo oscuro, y los caballos, asustados y heridos, pateaban el aire en una danza mortal. El ejército de al‑Nasir, aunque numeroso, estaba compuesto en su mayoría por guerreros traídos de África, hombres que no conocían el terreno ni estaban acostumbrados a las tácticas de los ejércitos cristianos de la península.
Nabil giró su espada, defendiéndose de un golpe que casi lo alcanza. Sus manos temblaban por la adrenalina, y en sus oídos solo quedaba el rugido ensordecedor del combate. Pero por cada cristiano que caía, otros muchos avanzaban, implacables, empujando a las tropas musulmanas hacia atrás.
(Continuará)