Portada » El Monte del perdón

Junto al eco de la guerra alcanzó a oír tres campanadas del reloj de alguna iglesia que no quería enmudecer. Aún faltaban unas horas para el amanecer, cuando le echó el pedal a la moto frente a las puertas deterioradas del garaje, que parecían hablarle bajo las capas de pintura, que maquillaban torpemente los desperfectos del paso del tiempo: no te va a gustar el trayecto…ni el destino… ni el fin; no pongas en marcha el autocar–, pero las abrió de par en par, levantando los grandes cerrojos protestones. Con la primera vuelta de llave el motor respondió con un runrún agradable para sus oídos: — no espero menos de ti. Te tengo niquelao — farfulló entre dientes. Las luces, iluminaron pobremente el pavimento con un haz ambarino a la vez que metía la primera avanzando unos metros sacándolo fuera. Cerró las puertas y ajustó los cerrojos. Levantó la cabeza hacia el firmamento; allí estaba con su luna y sus estrellas iluminado por el fuego de la metralla. Y enredando en el aire, la buena brisa envuelta en el olor de la pólvora, acariciando cuanto se encontraba a su paso. Pensó en las almas del pueblo descansando en sus lechos, los que aún podían, arropados por los sueños unos, y envueltos en sus temores otros, mientras él seguía despierto acompañado del sonsonete de unos ladridos en la distancia.

Todo parecía estar en orden dentro de ese mundo de desorden, todo menos él, que esa noche tenía la sensación de encontrarse fuera del tablero del juego de la vida. Palmeaba el volante pensando en las ironías que esa vida tenía: con ese mismo autocar en los primeros días del alzamiento, salvó, sin proponérselo y desde el anonimato, al general Mola al que en la mañana del día anterior había visto en la plaza Mayor, junto a Millán Astray, arengando a la población prometiendo la victoria por Dios y por España. Escuchándole reflexionó en la fragilidad del ser humano y en la fuerza del destino; en lo lejos que estaba el hombre de saber que entre esa gente se encontraba la persona que le libró de la muerte a las puertas del monasterio de Irache… Ladeó la cabeza, como queriendo desviar esos pensamientos, e hizo el sempiterno gesto de apartar el impertinente mechón de pelo rubio, que le caía por la frente. De mala gana volvió a la realidad por desagradable que fuera. Le habían ordenado un cometido y tenía que cumplirlo… Porque una cosa era luchar en igualdad de condiciones y otra bien distinta fusilar a sangre fría, cosa que se venía haciendo desde que la jurisdicción militar había empezado a funcionar. Era una de las barbaridades de la guerra, y saber que en el bando contrario ocurría lo mismo no suavizaba el tema. Solo había un motivo que le infundía algo de valor, y era la sistemática quema de conventos, iglesias y toda persona que llevara un hábito:

Todo lo que oliera a clero… Pensó que hasta ese día había tenido suerte porque con su ir y venir de mensajero se había librado de tan desagradable tarea, así que allí estaba dirigiéndose al punto en donde tenía que recoger a los condenados para llevarlos al paredón: el papel de un Moisés oscuro guiando a su pueblo a la muerte, no le iba al pelo; lo llevaba mal, y pedía a Dios que no le volviera a tocar semejante misión: dame fuego cruzado; lucha cuerpo a cuerpo, pero no me hagas conducir las ovejas al matadero…

Le sobresaltó, el tañido de las cuatro campanadas que el reloj de la torre de la iglesia emitió. cuatro campanadas lúgubres y lastimeras que provocaba el golpeteo del badajo contra el bronce, señalando la hora en que seis hombres acompañados de un fraile, bajaban las escalinatas de la iglesia custodiados por dos falangistas y otros tantos requetés. Cuando llegaron al autocar subió primero un falangista y esperó de pie a que entrara la comitiva precedida por el fraile, un monje joven quizá de su misma edad, al que miró visiblemente compungido. El hombre fue a sentarse en el asiento de al lado llevando en sus manos un misal, y un rosario que desgranaba en silencio con la vista aparcada en sus sandalias. Tras él, subieron los infelices que por estar maniatados tuvieron que ayudarles sus verdugos.

– ¿Me das un cigarro?

Sintió su aliento en el cogote, quemándole como si algo caliente le estuviera rozando la carne y lo achacó a su propio miedo exteriorizado a través de los poros de la piel. – Espera – le dijo metiendo la mano en el bolsillo de la camisa. — Ahora lo enciendo…

De sus labios resecos, producto de la presión, despegó el pitillo acercándolo a los labios del hombre que le dio una calada profunda, haciendo centellear la brasa al amparo de la pobre iluminación del interior.

—¡Ya está bien que no tenemos toda la noche! – se impacientó un falangista situado al fondo del autocar.

—Arranca y acabemos de una vez… – musitó el condenado, que sujetaba el pitillo entre las aprisionadas manos.

Y así salieron del pueblo en dirección a Pamplona, en donde, el Monte del Perdón, era el final de trayecto.

Uno de los reos lleva un rato silbando una canción de guerra muy conocida. Alguien le manda callar.

—El último viaje de mi vida… ¿Me oyes facha?

—Te escucho…

—Yo era marino; radiotelegrafista de un barco mercante…Quince años de mi vida en la mar, y en todo ese tiempo he vivido y he visto cosas que mucha gente no verá, ni experimentará en su vida, así que me doy por satisfecho ¿Me oyes facha?

A pesar de la manera en que se refería a él, no había en su voz una pizca de odio ni desprecio, solo percibió amargura. Sin dejar de mirar a la carretera asintió con la cabeza.

La carretera…

El recuerdo llegó hasta la época de su vida, como camionero junto Escobar, amigo y compañero en el ejército, al que todos querían por su bondad y camaradería. Fue con él, con quien aprendió a conducir en el Renault que su padre, un desahogado transportista, le había regalado.

Cuando se licenciaron a penas tenían dieciocho años, y unas vidas con distintos derroteros, porque su amigo iba a seguir el negocio familiar y él, a sabiendas de que le ascendían a sargento por haber sido el tercero de la lista, tenía en mente cursar la instancia para carabinero, porque solo aspiraba a vivir en un pueblo de Navarra sin sobresaltos, con una mujer y unos hijos, algo así como la vida de su padre. Licenciado como sargento de la reserva, aceptó lo que Ricardo su amigo le ofrecía. Con él y su camión recorrieron las tortuosas carreteras transportando vino de La Mancha, La Rioja, Aragón y Navarra hasta Burgos; algunos días, cargaban pescado desde Lequeitio y Bermeo para Madrid pero eso eran, los menos. No les importaba las frecuentes averías en la carretera, bajo el frío del invierno. La consigna carretera y manta, la llevaban por bandera, y ni el viento helado, ni la nieve medraban ese ímpetu joven, ilusionado, sin pensamiento de los duros tiempos que les tocaría vivir en el frente de Teruel. En las noches de invierno o estío, se turnaban para ocupar la litera que el camión llevaba adosada en la cabina. Pasaban por pueblos y ciudades, atravesaban valles y puertos de montañas, y en todas partes dejaban amigos y chicas bonitas a las que recordar por un beso, una caricia o simplemente por una sonrisa encantadora. La sangre bullía por sus venas como caballo desbocado, y no tenían más deseo que dejarla correr.

En un segundo pasó de sus recuerdos felices a la cruda realidad, y aunque estaba acostumbrado le seguía sorprendiendo esa facilidad con que su cerebro le llevaba a revivir tiempos mejores, pero era obvio que sin proponérselo, en los momentos tensos se escudaba en los buenos recuerdos para aliviar la tensión, que de un tiempo a esa parte le invadía mas de los que hubiera querido soportar.

El hombre seguía hablando, y él enganchó de nuevo el hilo cuando relataba el naufragio que sufrió en las Azores…

—Tres largos días estuve en la mar, agarrado a una tablón hasta que me recogió un petrolero. Hubiera preferido morir entonces… Imaginé otro final para mi vida; algo menos vil…

Llegaron al Perdón y estacionó el vehículo. El contorno de los pinos se recortaba en el cielo que empezaba a clarear y la luna remolona se dejaba ver entre los árboles acompañada del lucero del alba. La noche se rasgaba para dejar paso a la mañana, y los condenados se internaban en la espesura porque no tenían cabida en esa mañana…

Todo fue muy rápido. Se escucharon las descargas de los fusiles y luego se hizo el silencio, mientras él se preguntaba que a quien le habría tocado la compasiva bala de fogueo…

Gudea de Lagash.

De La Sombra del Egombe Egombe

Deja un comentario