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LIBERTAD PERIODÍSTICA

Siempre refiero que si no se produce una relación personal entre el escritor y el lector o entre quien habla y quien escucha…, ¿para qué sirven los bien llamados medios de comunicación? Para nada. Esto que acabo de expresar lo podemos extrapolar a cualquier rama de la literatura (narrativa, poesía, ensayo…).

Lo primero que debe tener en cuenta la persona que escribe o habla públicamente es ser consciente de que lo que exprese debe ser del interés de aquellas otras personas que pueden leer lo escrito o escuchar lo que dice. Si este interés está presente, no dudemos de que lo que deseamos comunicar calará lo más positivamente posible en la psique de quien lee o escucha. En nuestros trabajos literarios y periodísticos debemos huir de los negativismos siempre que nos sea posible, pues ya tenemos los lectores bastantes vivencias y experiencias negativas, acumuladas, a veces sin fecha de caducidad, en los hondones de nuestro ser. Debemos evitar que “la prensa sea, dice Alfred de Vigny, una boca forzada a estar siempre abierta y a hablar siempre. Por eso, no es de extrañar que diga muchas más cosas de las necesarias, y que a veces divague y se desborde”.

Obviamente, el lector o el oyente podrán o no identificarse con lo que está leyendo o escuchando, es decir, podrá o no compartir las ideas que expone el escritor o el hablante. Ahí está la grandeza del contacto psíquico entre los seres humanos. Esplendidez que se halla cimentada en el respeto mutuo. Cuando echamos de nosotros el respeto hacia nuestros semejantes, la irracionalidad penetra y se asienta en nuestra mente. Y de la sinrazón, ya de por sí intransigente, recalcitrante, obcecada…, no se espera nunca nada constructivo. De esto deben tomar nota muchos políticos y escritores, teólogos y filósofos…

Cartel Estopa

Dice Ignacio Sotelo, catedrático de sociología, que “levantar la liebre se tiene por la primera virtud del periodismo; no perseguirla hasta cazarla, su mayor miseria”. Efectivamente, el flash, el “levantar la liebre”, de ciertas manifestaciones o decisiones, de ciertos problemas sin resolver o acontecimientos diarios, todos noticiables, por supuesto, es lo único que importa. Sin embargo, los efectos y consecuencias, tanto positivas como negativas, que se deriven, al paso del tiempo, de los mismos ya no interesan. Pero… ¿a quién? ¿a las grandes empresas mediáticas? ¿a los protagonistas de tales instantáneas?, porque al asiduo lector sí que le satisfaría conocer lo que sucedió, con posterioridad, con tal o cual declaración, o evento, o situación, incluso cómo concluyó “la persecución de la liebre”: ¿la cazaron o escapó? Además, mientras era perseguida, qué se coció por “esos campos” y qué hicieron después con ella, si es que la atraparon.

Cualquier óptima o pésima nueva tiene un después que, en la mayoría de los casos, no es mi deseo generalizar, pasa al país del olvido. Ciertamente, de vez en cuando, hay profesionales que sacan a la luz el seguimiento, en forma de pinceladas o de referencias más o menos extensas y productivas, sobre lo que en su día fue una primicia.

En España, como en otro país cualquiera, abunda más la prensa subordinada, sumisa a los poderes, que la independiente u objetiva. El lector perseverante, que conoce perfectamente la idiosincrasia de cada una de ellas, se inclinará por un periódico o por otro, con el máximo respeto hacia todos ellos, según sus ideas o preferencias. Después, será también el propio lector el que, a partir de sus reflexiones sobre lo leído, saque sus conclusiones, las cuales coincidirán o no con las del periodista u opinante. Esta es una de las muchas glorias y grandiosidades de la democracia, del estado de derecho.

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