Horacio Garrido Cortijo: Memorias de un músico andante

En un tiempo no tan remoto, cuando la música era tanto oficio como arte, vio la luz en este mundo Horacio Garrido Cortijo, un tres de diciembre del año de gracia de mil novecientos cuarenta y nueve. Nació en una familia donde la tierra, dividida entre secano y regadío, sustentaba los intereses de los suyos. Su padre, diestro en arrancar melodías de un acordeón, y su madre, mujer de ingenio sin par, que lograba hacer brotar provecho hasta de las piedras, fueron los pilares de su existencia.
Fue bautizado con el nombre de su progenitor, y a su madre, de nombre Paz, le debía el apellido Cortijo. Creció en compañía de tres hermanas, María Teresa, Paz y Eloísa, quienes, dedicadas a la música, dejaron huella en el mundo de las letras con libros editados. En aquel hogar donde resonaban más las notas que las palabras, Horacio aprendió antes a leer música que a descifrar las letras de un libro.
Corría su séptimo año cuando su andadura artística comenzó, bailando en la casa como quien juega con los sueños. No pasó mucho tiempo antes de que, con el alma henchida de orgullo infantil, acompañase a su padre en conciertos por los pueblos vecinos. Un año después, como torero que toma la alternativa en la plaza, hizo su debut en Gabaldón, Cuenca, en las festividades de Pentecostés. Fue aquel el trampolín que lo lanzó a las aventuras del pentagrama, formando primero el trío «Los Linces», que luego mutaría en la «Orquesta Castilla» con seis músicos de noble empeño.
Así transcurrieron veinticinco años de su vida entre Castilla, Aragón, Levante y Mallorca, hasta que la «Orquesta Detroit» vino a ser su nuevo estandarte. Mas, los tiempos habían cambiado y, hastiado de lidiar con compañeros de escasa responsabilidad, halló en la tecnología un aliado y en la soledad una nueva manera de hacer música.
En la senda de su destino se cruzó Hortensia, virtuosa instrumentista y compañera de vida. Como alguien dijo, con su llegada, «la música se oía hasta en el Vaticano». Juntos lograron idílicos éxitos, hasta que la cruel fatalidad le arrebató a su musa con la frialdad de la parca, obligándole a seguir el camino en solitario.
Mas no sólo de música vivió Horacio, pues su quehacer fue tan variopinto como inagotable su espíritu. Agricultor fue en el campo, comerciante en el negocio, empresario de discoteca y dueño de tres academias de música. Y cuando la vida le llevó a los últimos tramos de su jornada, aún halló fuerzas para bregar en el esforzado mundo del taxi.
Siempre albergó el deseo de escribir su vida, mas la falta de formación literaria le hacía verlo como empresa inalcanzable. No fue sino tras su jubilación y la adquisición de un ordenador cuando, leyendo las memorias de otros, se dijo: «Si ellos pudieron, ¿por qué no he de poder yo?» Así fue como dio forma a un libro de setecientas páginas, donde recogió los recuerdos de los veintiséis primeros pueblos que vieron su arte cuando aún contaba entre ocho y dieciocho años.
Mas aún no se han agotado sus anécdotas ni sus historias, pues él mismo profetiza nuevos libros, llenos de recuerdos y vivencias. Y con pluma en mano, declara con nobleza y esperanza: «Que Dios bendiga a mis lectores».
Carlos Álvaro Segura Venegas
Tengo el gusto de conocerlo personalmente y admirar su música de acordeón, variada y alegre. Compraré ese libro, que promete ser divertido y «musical». Abrazos a repartir. (FELICIDADES)
Compañeros en el mundo literario, siempre he admirado su arte. Es un auténtico virtuoso del acordeón y una persona afable y humilde
Mi enhorabuena Horacio