Sigo en el mismo lugar de siempre, en el mismo sitio donde la suerte nos dio la mano y un golpe, en el mismo punto donde todo nos fue diferente, en el mismo espacio donde no ha cambiado nada, en el mismo momento sin estar tú, en el mismo banco enclavado en ayeres y fotografías. Estoy aquí entre un pasado que nunca más regresará y la costumbre de llorarte cada día un poco más.

Las hojas sin complejos revolotean mecidas por un aire otoñal, insuficiente para explicar este misterio, con la precisa intensidad de arrebatar todo lo que sobra a aquello que ya no quiere más tropiezos. Se acumula la hojarasca a mi alrededor con sus naranjas degradados, matizados en una escala de ocres que pretenden dar calor a mis pies helados por no moverse del mismo lugar, del mismo espacio, del mismo momento, del mismo recuerdo, de ti. Pies frágiles por el fracaso de un movimiento circular, repetitivo, pervertido por un trayecto que siempre acaba en el mismo punto, el principio de lo que pudo ser y el final que si fue.

El parque no tiene conciencia, la gente entra y sale de él con la rapidez de huir de sus colores de melancolía. Algunos pasean a sus perros formando parte del paisaje por décimas de segundos, mientras, por conveniencia y de una manera explicita dueño y mascota firman un contrato eventual, el tiempo que aguante la novedad o la naturaleza para hacer la ronda y saciar el cuerpo. Madres con las ojeras puestas al revés, disimuladas por el corrector más barato y de marca blanca y gestos de mucha rutina, acompañan a sus hijos de ojos colmados de alegre libertad, inocentes por no extrañar mentiras, ingenuos de no conocer la verdad de la vida, confiados en que no existe el mal… Ellas en corrillo chismorrean y critican a otras ausentes, para acallar su propia realidad escondida en paraísos perdidos. Los niños chillan su presente, improvisan juegos de alguna serie de las que matan, corren detrás del balón creyendo que algún día serán glorias en álbumes y cromos, saltan sin miedo a caer y hacerse heridas. Algún viejo solitario arrastra los pies, mientras deja una estela de soledad abandonada al azar y, la muerte disfrazada de bastón le aguanta unos segundos más, tregua pasajera para izarse vencedora contra el tiempo. El viejo con su abrigo desgastado por dar vueltas mientras lava su autobiografía, con sus zapatillas de franela de estar por casa y es que ya no le caben los zapatos dados de sí de tanto caminar, con sus pantalones oscuros, marrones holgados sobre un saco de huesos, así es el viejo con su figura desgarbada y triste amenazado por su destino inminente. Otros abuelos tienen más suerte y como los perros son paseados por cuidadoras, muchas de ellas venidas allende de los mares, empujan sus sillas de ruedas, pesadas de hierros sin costillas y devaluadas por no tener alma, hasta que se paran para contemplar los huecos que deja el tiempo. Las que cuidan aprovechan la ingravidez de los pensamientos de los abuelos, para dejarse los dedos fundidos en móviles de última generación. Los observo, y una voz malsana me incomoda con sus comentarios, —fíjate, no se llega a final de mes, pero sí para tener el último modelo de smartphone—, y le contestó de mala manera que a ella qué le importa. Corredores que se dicen «runners» pues parece más moderno en estos tiempos, presumen de más intelectualidad cuando no saben leer el futuro, más cosmopolita sin salir de estas fronteras…,adictos al cuerpo hoy, y mañana Dios dirá.

Hombres y mujeres que van con el paso acelerado atajan el parque para fichar sin hacer tarde, mientras escarban sus silencios en auriculares que no saben pedir perdón al ruido de fondo. Estudiantes cargando el doble de su peso en espaldas que aún no saben decir lo siento. Chicos y chicas en un rondo de liarse la vida en papel de tabaco mientras se la fuman en hierba que se le sube a la cabeza con excesos de risas tontas. Algún que otro ocupa las horas, sin más oficio ni beneficio, con todas sus desgracias, mordiendo el polvo en un cartón de vino barato invisible a la vista de todos que pasan a su lado impávidos de sus fantasmas, de su infierno.

Y después estoy yo, sentada en el mismo banco donde saqueo y profano mi memoria; el mismo lugar del que te eché mientras clamaba oportunidad; el mismo punto que regresé al malgastar mi suerte; el mismo espacio sin sol ni luna, sin ti. El mismo lugar donde sobrevivo con una triste equivocación, reconstruida de trozos por pieles nómadas, toco el suelo una y otra vez como una pesadilla hecha realidad, silente por una voz que se ha despedido de mí, yuxtapuesta a frases hechas como pretexto a lo que veo en el espejo, obsesionada por volverte a ver entre la súplica del perdón no concedido y la culpa de mirar atrás.

Las hojas con sus alas de viento vuelan y buscan una nueva aventura, una esperanza de coronar el cielo, un destino. Y yo escribo…, argumentos.

Dolors López

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