EL RECUERDO QUE ME FALTA

Elisa, como todas las tardes, se asomaba a la ventana y esperaba paciente algo añorado, algo que nunca llegaba.

Era una espera que nos unía.

Ella se quedaba quieta, muy quietecita, callada muy calladita, para no espantar a quien quiera que esperara.

Si le preguntabas a quien aguardaba, podían pasar una de estas cosas: que te mirara y no reconociera en tu rostro a ninguno de los duendes que hormigueaban por su mente o que, por lo contrario, viera reflejada en tu cara la imagen de alguno de los espectros que cada día rondaban su olvido.

Si se daba el primer supuesto su mirada te atravesaría como si fueras transparente y no obtendrías respuesta por mucho que esperases; si, por el contrario, le evocabas a cualquiera de los espíritus que acompañaban su desvarío te respondería, con su sonrisa salpicada de Lexatin, que estaba esperando a su hijo que no tardaría en llegar, a pesar de que trabajaba con gente importante, siempre encontraba un hueco para visitar a su madre.

¡No, no sigas preguntándole! No quieras saber cómo se llama el hijo, ni a que se dedica, no quieras pasar a esa estancia de su vida. Sí lo haces ella buscará la respuesta en el pantano de su olvido y el silencio interior la arrastrará a profundidades, de donde solo la paciencia del doctorcito y su medicina de brujo la podrán sacar.

Ahora, si lo que quieres es pegar la hebra, pregúntale que ha recordado la pasada noche y tendrás palique para un rato. Te dirá, orgullosa, que es la única de este lugar, al que solo se acude a olvidar y a ser olvidada, que tras el sueño de cada noche recupera sus recuerdos extraviados y, aunque dice que no le gusta presumir, alardeará de ser la residente que más recuerdos tiene, por ser la que más ha vivido y que si no recuerda más es porque no le apetece, pues no tendría tiempo para contarlos todos. ¿Y para qué quiere más recuerdos si no puede contarlos?

Foto 12

Cuando me presenté como voluntaria en aquella residencia y supieron que era una profesional sanitaría, aparte de sorprenderse, fui admitida inmediatamente; vengo tres tardes por semana y, si mis guardias me lo permiten, algún fin de semana. Elisa está en mi grupo de terapia ocupacional: me encargo de hacerles trabajar en manualidades o en que reaprendan las formas y colores básicos.

A pesar de que llevo más de quince meses sentándome junto a ella, como no soy una de las imágenes que circulan por su mente, las pocas veces que me habla se limita a llamarme señorita, chica, muchacha, monja o puñetera metomentodo, según le vaya la tarde. Y, créanme, no puedo quejarme después de saber cómo llama a la que la despierta cada mañana.

En el grupo ella destaca, no precisamente por su aplicación o sus avances, sino por todo lo contrario: en cuanto le entrego las figuras, sin el menor rubor, las arrincona cuando no se las arroja a alguna compañera y reta a las presentes a que acierten los recuerdos halló la pasada noche. Sus compañeras, que en cuestión de olvidos andan parejas a ella, nunca aceptan el desafío y ella, ufana ante el silencio que despierta su propuesta, relata los recuerdos de la pasada noche.

Son siempre son los mismos, aunque ni ella lo note. Conforme empieza a recitarlos los labios de las demás internas parecen corear el enunciado que, de tanto escuchar, tienen aprendido.

—Recordé el azote que me dio la matrona al nacer, la primera tetada que mamé, el chapuzón que me dio el estirao del cura cuando me bautizó, me puso perdida de agua bendita, del primer día de escuela, de la primera nevada en la que jugué… —Poco a poco la voz se apaga, como si se quedara sin fuerza, como si se le acabaran las pilas y solo los oídos acostumbrados a escucharla llegan a entender sus últimas palabras.

—Hoy ha recordado hasta su primer beso, pero de ahí nunca pasa —me aclaró Mercedes una auxiliar—. Y da lo mismo que empiece por el principio que por el final, nunca olvida ninguno, aunque del beso no pasa. Por eso veo difícil que consigas lo que te propones. Es como si su vida acabara con el beso.

—Pues no pienso renunciar hasta que encuentre ese recuerdo —le respondí.

Elisa trataba de apuñalar el círculo rojo con el cuadrado azul, cuando se cansó de intentarlo probó con el triángulo amarillo y al volver a fracasar lanzó lejos de sí todas las figuras.

—No valen están rotas, hay que traer unas nuevas.

Miró a sus compañeras y, de nuevo, las retó a adivinar sus recuerdos.

«No dejare de venir, quizá en alguno de sus sueños, se acuerde que solo tuvo una hija, una única hija y yo recupere a mi madre», pensé.

 

Alberto Giménez Prieto

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