DETRÁS DEL MURO: La idea de la muerte.
Cada uno de los refugiados que llega aquí, detrás del muro, lleva una historia pegada a sus labios.
La guerra desde donde venimos asesta golpes que fatigan y matan.
La idea de la muerte produce en el hombre la inmediata reacción del instinto de conservación.
Su activación es consecuencia de la tensión a la que es sometido el ser humano.
Esperar la llegada de la muerte destroza con intensidad el ánimo.
Los escondidos siempre esperábamos morir. Y agazapados, deseábamos que pasara de largo.
Ver pasar de largo la muerte es un triunfo agónico.
El tiempo pretende una eternidad.
Que la muerte te busque significa cincelar la agonía en los rincones del alma.
Pero la idea de la muerte que nos acompaña durante toda la vida no es la misma que esta, la que vivimos en la guerra.
Para un conductor de automóviles, la idea de la muerte no es estresante. Puede ser consecuencia de un accidente, pero hay un parámetro de control que domina el conductor. Luego, esa idea no es agobiante.
Cuando nos refugiábamos de las bombas, de los soldados enemigos. De los ataques de la invasión. La idea de la muerte estresaba, dominaba. Nos hacía sentir miedo.
Es cierto que en las situaciones límite el instinto de conservación se activa de diferente forma.
Ante el accidente, el conductor procura dominar el coche, y luego escapar del hecho traumático.
La activación del instinto la canaliza la adrenalina.
En nuestro caso, el de los refugiados, la adrenalina no tiene influencia sobre las reacciones del instinto. Estábamos sometidos a una tensión estacional.
Primero los rumores, luego los cuentos, historias, confirmaciones, hechos, realidades y finalmente las acciones.
En todo el proceso hay un periodo de aceptación que anula la aparición de la adrenalina, pero que va alimentando, más, el instinto de conservación en el que la lucidez mental juega un papel importante.
Para algunos de nosotros fue la colaboración. Es decir, los traidores. Para otros, la resistencia. Los que se armaron y lucharon, y siguen luchando… Y para otros, a través de la sumisión, la aceptación de su infortunio, lo que añade a la angustia, miedo o terror.
Puedo asumir que la mayoría de nosotros, los agredidos, pertenezcamos a ese grupo de infortunados sobre el que los agresores se saben ganadores de antemano. Por eso entran en nuestras casas, en los refugios, en las chabolas, o en míseros alojamientos, con la arrogancia del poderoso.
A algunos de los nuestros no les quedaba más remedio que defenderse, ¿sin violencia? Vendiendo cara sus vidas por estar acomplejados. Con su instinto de conservación mediatizado por las circunstancias manipulativas de los agresores. Por el miedo acumulado, ¿y cómo no?, también mediatizados por la falta de medios a su alcance para defenderse armados.
Entonces, yo, Nada Imán, los vi antes de ser conducida detrás de este muro.
Solo podían reaccionar, imaginando e inventando escondites que les ocultaran y salvaran la vida momentáneamente.
Pero, doy testimonio, no la salvaban de la angustia de su corazón y de la pérdida de su dignidad.
Sé que ahora estoy aquí. Protegida de las bombas. Pensando en voz alta y recordando la irracionalidad de los días de tragedia. Preguntándome cuándo exponer mi vida a la muerte para defender mi dignidad, mi honra, y mi apego a una vida que no entiende de sumisión de unos a otros hombres, sino de libertad y amor. Aunque, un cuándo, nunca es un presente.