A ti madre

Recuerdo cuando en esas tardes de invierno
preñado de lluvia o nieve fina,
al amor de la lumbre, nos leías
cuentos que tu misma tejías,
con hilos de amor, paciencia y hálitos de fantasía
escondiendo en su interior seres de formas distintas
como: hadas, caballeros, ogros, brujas princesitas
Ah, que no se me olviden los traviesos duendecillos,
esas gentes menuditas que van escondiendo las cosas:
llaves, gafas, botones, hasta los calcetines esconden.
También nos leías cuentos que están escritos en libros
«Blanca Nieves», «La Cenicienta», “La ratita presumida”,
“El gato con botas” junto con fábulas y versos.
Pero tú, con tu mirada sabía y serena,
nos revelabas otra verdad,
que habita en la Tierra.
«No creáis, hijas mías, en cantos de sirenas,
sólo son cuentos, todo es diferente de como lo cuentan.»
Hablabas de mujeres, de luchas y penas,
de sueños rotos y de vidas llenas.
Nos enseñaste a ser fuertes, a no delegar
a luchar por nuestros derechos, a no abandonar.
Y así, entre fábulas y realidades,
crecimos escuchando tus verdades.
Tu voz, como faro en la noche, nos guiaba,
y tu amor, como escudo, nos resguardaba.
«La mujer es fuerte,» repetías, «y luchadora,»
y así, me hiciste mujer, fuerte, sincera y soñadora.
Gracias, madre mía, por tus cuentos y tus consejos,
por ser, tú, mi fuerza, mi refugio, y mi ejemplo.
Hoy, en la madurez, sigo tus pasos,
y sé que siempre llevaré tus palabras en mi regazo.
