EXCESOS
Todos los gobiernos mueren por la exageración de su principio (Aristóteles)
Antes de las bien merecidas vacaciones de Navidad, terminé, por azares del destino, yendo a una salida escolar al cine. La película elegida: Gladiator II. Admito que no iba con mala disposición, aunque no esperaba encontrarme con una obra de arte y ensayo, claro está. Pero teniendo en cuenta la primera entrega (¡qué secuencia épica la de la batalla contra los Bárbaros! ¡Qué interpretaciones de Crowe y Phoenix! Un peplum muy recomendable), creí que presenciaría algo que no me haría arder en deseos de esconderme bajo una butaca.
Ingenuo de mí.
No tardé mucho en tener una revelación. Una epifanía. Fue el instante en que un gladiador apareció montado en un rinoceronte. Ahí supe que algo había cambiado drásticamente desde el estreno de la primera Gladiator. Y no hablo solo del cine. Estamos a las puertas de 2025, y la hipérbole paranoica junto a las fake news parecen haberse convertido en la moneda de cambio universal, en este caso al servicio de la taquilla.
¿Tiburones en el Coliseo? Por supuesto. Imagino que, después, ofrecían sopa de aleta junto al pan y circo de rigor. ¿Un desfile de monos gigantes musculados, como si la Roma imperial hubiera firmado un contrato de patrocinio con un gimnasio de barrio? Faltaría más. Pero dime, Ridley, ¿era eso necesario? ¿Aportaba algo? En ese momento me sentí como si estuviera viendo una parodia de los Monty Python (si no los conocen, háganse un favor y vean Los caballeros de la mesa cuadrada o La vida de Brian), en lugar de un drama ambientado en el Imperio Romano.
Pero, claro, el problema no es la película. ¡Ojalá fuera solo eso! El cine, especialmente los blockbusters, no es más que un espejo de la sociedad, y lo que refleja hoy es una obsesión enfermiza por el espectáculo vacío. Todo debe ser más grande, más estridente, más ridículo, aunque sea completamente absurdo. Lo mismo ocurre con los videojuegos, mucho más atractivos para los jóvenes y no tan jóvenes que el cine. Y esta fiebre del exceso no se detiene en las pantallas: ha infectado cada aspecto de nuestras vidas, con la política nacional e internacional a la cabeza.
Nuestros líderes, reconvertidos en expertos en el arte de la cacofonía, han interiorizado —para nuestra desgracia— que, si no gritas, no existes. La verdad y la argumentación razonada han quedado relegadas al desván de los trastos viejos; demasiado aburridas, demasiado complicadas, quizás incluso demasiado inalcanzables para un electorado al que no estamos formando para pensar, sino
para reaccionar. Basta con echar un vistazo a los informes PISA y similares para entender que estamos esculpiendo generaciones con cada vez menos herramientas para el pensamiento crítico.
Así que, ¿para qué molestarse en detallar políticas o defender posturas con argumentos? Es mucho más efectivo lanzar una barbaridad estruendosa y dejar que el megáfono de las redes sociales e influencers haga el resto.
Para muestra, un botón. En la política internacional tenemos a Trump Superstar, siempre dispuesto a ofrecer un espectáculo digno de las mejores sitcoms. Durante su campaña afirmó que “Biden se volvió mentalmente discapacitado, pero Kamala ya nació así”. Todo muy elegante, como cabía esperar. Por si eso fuera poco, en pleno debate, declaró que en Springfield los migrantes haitianos organizaban saturnales con banquetes a base de perros y gatos. Eso sí, lejos de ser una metedura de pata, este tipo de declaraciones le aseguraron una victoria tan predecible como desconcertante. Una vez en el cargo, no ha dudado en designar a un antivacunas, el señor Robert Kennedy (¡eso es hacer honor al apellido familiar y el resto son tonterías!), como máximo responsable del Departamento de Salud y Servicios Humanos. Esta última denominación tiene un toque de ironía delicioso, eso sí. Que Dios les pille confesados. Y vacunados.
Al otro lado del resucitado telón de acero, Putin no se queda atrás en esta feria de las ocurrencias. Con tono solemne, calificó a Occidente de “satánico”. Ignoraba que pertenezco a las huestes del diablo, pero lo tendré en cuenta para futuras solicitudes de empleo. Tal vez pueda añadirlo a mi currículum junto a “depredador ocasional de manuales de filosofía” para darle aún mayor enjundia.
En España, como siempre, jugamos en otra liga, pero no nos quedamos cortos en creatividad. Tenemos políticos que proclaman sin cesar que “les gusta la fruta” —un alegato en defensa del veganismo, imagino— y otros que recurren a las “semanas fantásticas” y los “días de oro” para acuñar frases que harían las delicias de cualquier tuitero (¿ahora se dirá “equisero”?) aficionado. Todo para aludir, sin pruebas de momento, a supuestas tramas de corrupción que convierten a sus rivales en villanos de novela negra. Entre tanto, los grandes almacenes aludidos deben estar encantados con tanta publicidad escasamente encubierta. Eso sí, esperemos que la gratitud no llegue en forma de sobres que obliguen a una nueva contabilidad B.
Nos hemos acostumbrado a ser seducidos por la desmesura. Queremos que nos engañen, que nos deslumbren con artificios y trucos baratos. No importa si la política se convierte en un concurso de frases lapidarias ni si el cine histórico parece diseñado por un niño que ha visto demasiadas veces “Parque Jurásico”. Lo importante es asombrarnos. No nos importa la verdad. Lo único que buscamos es
aferrarnos a una opinión cualquiera —simple, digerible, adaptada a los escasos recursos intelectuales que nos quedan— y encontrar en redes sociales a otros que la compartan. O mejor aún: encontrar a quien odiar e insultar.
La exageración ya no es un recurso literario para subrayar aspectos de la realidad: es la realidad misma. Se infiltra en la política, el cine, las redes sociales y hasta en nuestra manera de comunicarnos. El contenido se ha rendido ante el continente. Un titular llamativo vale más que un análisis riguroso, un exabrupto tiene más eco que cualquier razonamiento. Lo importante no es la palabra lanzada al viento, sino el ruido que hace al caer.
¿El precio a pagar? Nuestra capacidad de pensar críticamente, de apreciar la complejidad del mundo, de distinguir entre lo real y lo ficticio. Pero, ¿a quién le importa eso cuando puedes ver a un gladiador luchando contra un tiburón en el cine o escuchar a un político prometiendo soluciones tan apoteósicas como inviables? Por cierto, Trump nunca se retractó de aquella famosa declaración de que podría disparar a alguien en plena Quinta Avenida y aún así ganar votos. Y parece que tenía razón, porque aquí estamos, ante su regreso triunfal. Ver para creer. Y lo que nos espera… porque, como en el caso de Gladiator II, segundas partes nunca fueron buenas.
Bienvenidos a la era de la desproporción, la descalificación y el negacionismo, donde la cordura yace más olvidada que Edmundo Dantés en su celda del castillo de If. Pero no se preocupen, el espectáculo está garantizado.
Aunque mientras escribo estas líneas me pregunto si no estaré… exagerando.