Portada » El sueño europeo
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Este relato resultó Ganador en la categoría de Relatos del Certamen Espejismos «Fragmentos del exilio» (2021).

Publicada en «Tardes de lluvia» de Editorial Granada Club Selección

Salim, desde sus más de dos metros de atlética negritud dinka, observaba atribulado a las personas que desde la sala de espera habían escuchado sus exabruptos en el despacho; había reaccionado como una botella de mal cava: a un destemplado estampido de dignidad ofendida le había seguido, ya en la sala de espera, el bisbiseo de mil excusas masculladas, sin que se entendiera si pretendía justificar su salida de tono o lo grosero de la misma; pero se sentía íntimamente satisfecho por no haber callado ante aquella humillación. Desde la puerta del despacho, el ofensor lo observaba, desafiante todavía.

Aun siendo negro era el blanco de todas las miradas por haber interrumpido la burguesa monotonía de aquel despacho de abogados; la negrura sin matices de su juventud, su problema a la vez que su orgullo, destacaba, aún más si cabe, sobre la blanca pared. No sabía si irse o aguardar un olvido reparador.

No se arrepentía de su irreflexiva reacción a la racial provocación de aquel leguleyo que le había hecho olvidar su delicada posición social, pero lamentaba haber llamado la atención de aquellas personas —blancas todas — que lo miraban reprobadoramente.

Aun así su ira había fructificado: un anciano de noble semblanza había emergido de las entrañas del bufete, la dureza de su mirada contrastaba con la tendencia de sus labios a la sonrisa. Sus maneras educadas, aunque autoritarias, se habían dejado sentir en la breve conversación que había mantenido con quien le había humillado; después se había dirigido hacía él y le había sonreído al indicarle que le siguiera.

—Entremos aquí mismo Salim y hablemos, mi despacho lo están aseando.

Debía tratarse del jefe del bufete, Salim acató sus indicaciones. Había elegido a aquellos abogados, aun siendo de pago, para tramitar su estatuto de refugiado, en lugar de acudir a una ONG que lo haría gratuitamente, confiando en que el dinero le reportaría mejores y más rápidos resultados y lo primero que hacían era insultarlo.

Cuando el anciano le pidió que le contara su caso con todo detalle, la esperanza volvió a florecer en su horizonte, no todos eran tan groseros como el abogadillo que lo había ofendido.

Inició el relato de las peripecias afrontadas en su hégira desde el centro de África hasta aquella ciudad española: le habló de los años de sequía que le hicieron abandonar Sudan del Sur, un país que permanecía en guerra, más o menos solapada, desde antes de que él naciera, de la negativa de España a facilitarle un visado, de la gente a la que quería y había dejado atrás, del viaje a través de los desiertos de Sudan del Sur, Chad, Níger, Argelia y Libia, al principio con otras dieciocho personas en una vieja furgoneta con capacidad para siete y sin permiso para atravesar ninguno de aquellos países. De la fuga del conductor llevándose la furgoneta y sus magros equipajes, mientras dormían en el desierto de Libia, de las tres semanas que, caminando por el desierto, emplearon para llegar a la costa, de los dos compañeros que murieron en el trayecto, de las veces que tuvieron que ocultarse o huir de los delincuentes que querían secuéstralos para pedir rescate a sus familias. Llegados a la costa, de la búsqueda de un contrabandista que los acercara al sueño europeo sin robarles lo poco que les quedaba, de las dos semanas que pasaron escondidos en un insalubre vertedero, donde uno de ellos moriría y otros dos contraerían la tuberculosis, de los enfrentamientos y carreras para encontrar que comer.

Cuando, por fin, iniciaron la navegación lo hicieron sobre los restos de una barca robada en el desguace, a la que remolcó una lancha de pesca hasta alta mar donde los dejó, a solas con la marejada, al albur de si los recogería el barco de una ONG, como efectivamente sucedió, solo que con una demora de sesenta horas, que sufrieron sin agua ni alimentos. No se dejó en el tintero el posterior peregrinaje, ya a bordo de un barco con más buena voluntad que opciones, de Lampedusa a Malta y después a Sicilia siendo repudiados en todos aquellos lugares, aun antes de verlos, hasta que despertaron la compasión de España, donde los almacenaron durante varios meses en una cárcel tuneada a la que llamaban CIE y de la que había salido hacia seis meses para encontrar, gracias a su dominio del español y su carrera universitaria, un trabajo. ¡Por fin la recompensa soñada! Pero no, no lo era, en su lugar había empezado a vivir una pesadilla de la que la vigilia no lo apartaba.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? Habla muy bien el español.

—Tuve tiempo de aprenderlo, pasé parte de mi niñez y mi juventud en Cuba, a donde a algunos niños sudaneses nos llevaron para apartarnos de la guerra, después vine aquí a estudiar ingeniería agrícola en Orihuela.

—Dice que su estancia en nuestro país ha sido una pesadilla ¿No era lo que buscaba?

El africano le dijo que el trabajo que encontró era de peón agrario, cosa que no le importaba hacer, pero cobraba la mitad del salario que los blancos a cambio de trabajar el doble de horas y, además, debía ejercer de ingeniero cuando el capataz se lo exigía; lo habían alojado, con otros seis inmigrantes, en un infecto establo abandonado, sin más mobiliario que el que ellos mismos se proveyeran, les daban de comer peor que a las bestias y era un festín cuando disponían de las sobras de la casa del capataz; un capataz que, cuando veía por las proximidades a individuos que, por su aspecto, le hicieran pensar en una inspección, le hacía ocultarse bajo la bosta del ganado y permanecer allí hasta que los visitantes desaparecían. Si tenían algún problema de salud o algún accidente debían curarse por si mismos o acababan abandonados en el monte, donde ya había muerto uno de los que llegó con él.

—¿Dice usted que mi… compañero le ha ofendido?

Salim, al ver el interés que mostraba el anciano, se había sentido confortado y le había contado el motivo de su salida de tono.

— He venido a este despacho, he preguntado si podían resolver mi problema, me han dicho que sí, pero a cambio de una cantidad que a mí me cuesta cuatro meses ganar, me he decidido por ustedes, a pesar de la ONG que no me cobraría nada, les he pagado antes de empezar y a cambio de eso un creído picapleitos se burla de mí y me insulta. Me dan ganas de volver a mi país, donde puedo llevar la cabeza alta, seré respetado, sin tener que soportar insultos. Al partir, por consejo de mi padre, guardé mi orgullo en lo más profundo de mi mochila, pero hay ocasiones en que no puede permanecer oculto. Solo quiero ser tratado como una persona. Sin que nos llamen monos a los de mi raza, ni que me traten como un subnormal; ese «señor» se dirigía a mí solo con infinitivos y gesticulando, como si yo no supiera español y para acabar de arreglarlo me ha llamado… negrito de mierda.

—Verdaderamente su español es correcto —dijo el anciano desde detrás de una enigmática sonrisa—, pero usted, como inmigrante que es, debería ser comprensivo con Neculai, apenas hace un año que llegó de Rumanía; no es abogado, es un administrativo, el más nuevo del despacho, es el encargado de los asuntos de inmigración. Es un inmigrante, como usted, pero solo que blanco.

Salim no quiso detenerse a juzgar las últimas palabras, necesitaba confiar en aquel hombre.

—Bueno ahora, que el asunto lo lleva usted, estoy más tranquilo, se le ve muy cualificado…

—Salim desengañarse, Niculai llevar su asunto, él encargar de asuntos de inmigración, yo solo ser auxiliar administrativo que estar interesado en sus andanzas para participar en concurso literario sobre refugiados.

El sarcasmo acabó de oscurecer la visión que Salim tenía del sueño europeo.

Alberto Giménez Prieto

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