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Este año, que cansinamente da sus últimos pasos por los caminos del tiempo, se despide de nosotros con los ojos enrojecidos y un rictus de preocupación y aflicción. De su aliento mucho más agrio que dulce escapa, entre siete mil y una sombras, un rayo de luz que envuelve la vida de los seres humanos con la intención de depositar en ellos la semilla de la esperanza.

Verdaderamente, bajo el cielo no sólo de Granada sino del mundo entero, cada día termina algo bello, algo hermoso, y cada día también empieza a germinar algo precioso, algo tan encantador y puro como la propia vida, porque donde se marchita una rosa siempre nace otra, aunque nunca, mientras vivamos, olvidemos a las que nos antecedieron, al fin y al cabo todo cuanto somos y tenemos se lo debemos, salvo excepciones, a aquellas rosas que por ley de vida ya nos dejaron, aunque su belleza de espíritu y su fragancia sin término permanecen con nosotros, como un credo de amor, de paz y de victoria.

Este año, presto ya a desaparecer, atravesando el horizonte brumoso tras el cual descansa sin sobresaltos el pasado, se nos marcha calladamente, como un verso aún sin escribir, dejándonos para el recuerdo la cara y cruz de su canto. Un canto concebido y gestado en las mismísimas entrañas de las muchas lágrimas y escasas risas de su corazón, el cual desde su primer día de vida quiso ser pan y gloria para todos los humanos, mas sólo se quedó en una pesadilla, en un jeroglífico sin descifrar, en una encrucijada de donde parten múltiples caminos que no van a parte alguna.

Pues bien, este año ya caduco y escurridizo cumple nuestra Constitución treinta y ocho años. “El mayor bien de la sociedad, dice M. Edgeworth, debe ser el objeto de toda legislación”. Y en ello pensaron y así actuaron “los padres” de la misma. El 6 de diciembre de 1978 se celebró en toda España el preceptivo referéndum para la aprobación o el rechazo de la Carta Magna, la cual, como todos sabemos, fue por mayoría legítimamente aceptada según los criterios democráticos. Desde ese mismo día se dio por concluido el periodo de la transición y empezamos todos los españoles a vivir en régimen democrático.

En el respeto de los derechos y deberes de cada persona está la base del bien común de toda la sociedad, entendiendo por bien común aquel del que se benefician todos los ciudadanos. A. Aróstegui lo define “como el bien que, siendo propio de cada persona, constituye, al mismo tiempo, el bien de una comunidad en la cual solamente puede conseguirse”. Este bien común debe ser la suma de todos aquellos caracteres positivos de la vida social, gracias a los cuales cada individuo puede lograr con el máximo de igualdad, garantía y posibilidades su propia realización como persona. Por ello, cada uno de nosotros tenemos el deber de cooperar lo más activamente posible, tanto a nivel personal como comunitario, para conseguir la continua fructificación de nuestra Constitución como un bien de todos y para todos.

De lo anteriormente expuesto se deduce que el bien de los ciudadanos, como seres integrantes de la sociedad española, debe estar muy por encima de los intereses partidistas e individuales, por lo que hemos de adaptar los de nuestra Comunidad, los de nuestro partido y los nuestros propios a las necesidades de los demás, en definitiva, del pueblo español.

Es evidente que todo aquello que ha sido creado por personas está sujeto a posibles cambios a lo largo y ancho del tiempo. Pero, ¡ojo!, si hay algo que cambiar, o añadir, o suprimir, o simplemente rizar el rizo más de lo que ya está en nuestra Ley de Leyes, no puede ser nunca a favor de esta o de aquella Comunidad Autónoma, sino para bien y prosperidad de todas ellas.

Los nacionalismos dentro de la geografía española intentan, o más bien promulgan, salirse de la Constitución o adaptarla a sus teorías segregacionistas. ¿No son conscientes estas señoras y señores que cualquier nacionalista de cualquier Comunidad Autónoma vive en el pasado bien pasado? ¿Quieren dividir España, ya en el siglo XXI, en reinos de taifa, precisamente cuando los países más desarrollados se unen para acelerar el progreso y el estado de bienestar? Entierren de una vez el fanatismo nacionalista y construyan el presente desde la cohesión con las demás Comunidades y no desde la separación medievalista de las mismas.  “El nacionalismo, refiere Vargas Llosa, es una plaga que ha llenado de sangre la Historia, y al que hay que combatir”. Los nacionalismos defienden la desigualdad y proponen medidas que derivan en la discriminación. Asimismo, los nacionalismos producen un enfrentamiento entre los ciudadanos y exigen derechos diferenciales para los territorios, a sabiendas que los derechos no son de los territorios, sino de los ciudadanos.

Obviamente, cada Comunidad Autónoma tiene su historia particular, su idiosincrasia, sus costumbres, sus riquezas, sus virtudes, sus defectos, sus recuerdos…, incluso algunas, lengua propia. Todo esto reunido le da a cada una su carácter único y la distingue de las demás. Los españoles somos conscientes de que la diversidad en nuestro país es amplia y enriquecedora. Este reconocimiento, tanto a nivel personal como colectivo, debe honrar a cada Comunidad, así como a cada uno de sus miembros, porque esta fortuna debe expresar, promover y mantener, desde el respeto, el diálogo, la concordia, la solidaridad… de quienes la disfrutan, la unidad de todos los corazones, de todos los esfuerzos, de todas las ideas, de todas las tierras…, siempre con el espíritu abierto y en comunión perfecta. Sólo así engrandeceremos y encumbraremos a todas las Comunidades y Ciudades Autónomas que forman este país, España, único en el mundo por sus características, cualidades, cultura, tesoros, forma de vida…, tan apreciadas y apetecidas y envidiadas por los habitantes de todo el mundo.

Cuando nuestra Constitución cumplió su mayoría de edad, y a petición del Área de Cultura de la Excma. Diputación de Málaga, escribí un poema en Homenaje a nuestra Carta Magna. De él le transcribo hoy, amigo lector, sus últimos versos: He visto, España, / cómo un amanecer nuevo y sin sombras, / un amanecer nacido de tu propia sangre, / besaba y fecundaba y enaltecía / tu alma siempre pura, / tu cuerpo hermoso y con duende. / ¡Oh inmensa España soberana! / Tierra de luminoso alimento. / El presente ha nacido de esa semilla, / de esa aurora con esplendor y sustancia propia. / El mañana también ha de germinar con fulgor / infinito, con savia de gozo, / de sabiduría y de comprensión en su más alta cota, / como un mar de vida soleada, / como un campo sembrado de bondad y armonía, / de esa alba nueva / con deseos de comunicación y de victoria, / de corazones generosos / y de sangre de soberanía. / Su luz será más alta que el cielo. // (Del libro “De la misma luz”, Ed. Corona del Sur, Málaga 1999).

Carlos Benítez Villodres

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