Gracias al cine me enamoré de Nueva York. Espero con ansia que pase este momento para poder movernos con total libertad por cualquier lugar del mundo. Es por lo que estamos fortaleciendo nuestra paciencia como valor, que nos permite imaginar una vida en sueños. Algunos somos seres inquietos, no podemos dejar de hacer proyectos, hay en nosotros una necesidad de contar con nuevas experiencias; si no lo hacemos no podemos ser felices.

     En este momento tengo ante mis ojos la portada de un increíble libro de Muñoz Molina Ventanas de Manhattan. Dice que Nueva York está plagada de ventanas por las que se puede observar el interior, el alma de la ciudad. Y pienso: «una hermosa ciudad promete un alma bella». Obra a medio camino entre el diario, la crónica y el libro de viajes. La música como hilo conductor, la gente anónima como compañeros de viaje y la pasión y la curiosidad como incentivos: tales son sus principales bazas y también dos buenos motivos para dejarse llevar por sus páginas. Muchos son los lugares que me vienen a la mente. A partir del símil con la obra del pintor Edward Hopper, pienso en sus cuadros con ventanas como: Night Windows, Sol de la mañana, Nightawks o Noctámbulos que al parecer fueron  pintados por Hopper justo después del ataque a Pearl Harbor, cuando el EEUU se veía abocado a entrar en la Segunda Guerra Mundial y entre la población existía una sorda sensación de desánimo y preocupación por el futuro. Se inspiró en un “diner”, ya inexistente, que se ubicaba en Greenwich Willage, su barrio natal de Nueva York. El local, que parece no tener puertas al exterior, remarca la sensación de “no hay salida” y muestra la soledad de sus ocupantes a través de amplias cristaleras a un mundo donde nadie los mira. Las historias de cada uno de los personajes quedan a la interpretación que cada uno quiera darle a la escena. Su destino depende del espectador.

Nueva York es un territorio habitual de las narraciones de Muñoz Molina y de otros autores como Scott Fitzgerald en El gran Gatsby, Paul Auster en Brooklyn Follies.  Edith Wharton en La edad de la inocencia, John Dos Passos en Manhattan Transfer , J.D Salinger en El guardián ente el centeno, Truman Capote en Desayuno en Tiffany´s, Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, Raymond Chadler en El largo adiós… Territorio habitual de películas inolvidables como:  Manhattan, El apartamento, Speedy, La ventana indiscreta, Kramer contra Kramer, Taxi Driver, La ley del silencio, Armas de mujer, El ciudadano Kane…Así, imagino a Marilyn Monroe y Arthur Miller tras una intensa noche de amor en la habitación 2.728 del Waldorf Astoria,  abriendo la ventana  y contemplando el cielo estrellado de la ciudad que nunca duerme.

Miro por una de esas ventanas, es noche oscura, entra luz desde la calle, a través de las persianas, la luz violeta, verdosa amarillenta, dorada y rojiza de las noches de Nueva York, del mismo modo que  van entrando los sonidos que no era consciente de estar escuchando, el traqueteo de un tren nocturno del metro, el rumor de máquinas que nunca cesa, los acelerones, pitidos y frenazos de los camiones de basura y el estrépito de los émbolos y los compresores hidráulicos, las chimeneas de ventilación en el tejado…Los mecanismos escondidos e ingentes que mantienen en marcha la gran maquinaria de la singular isla, no me dejaban dormir en la habitación de mi primer viaje a pesar de estar en la planta 45 del hotel. Aquellas noches oía las sirenas, suspiros y murmullos de la ciudad.  A pesar del paso de los años, escuchaba el eco de los versos de Lorca en el alma de la ciudad:

La nieve de Manhattan empuja los anuncios
y lleva gracia pura por las falsas ojivas.
El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.

Cuando acabo de entrar en el sueño, las sirenas de un coche de bomberos me despiertan. Me levanto con sigilo y me asomo a la ventana, sin ver nada más que la acera de siempre y una farola amarillenta, que también revela en parte el interior de El Metropolitan Opera y pienso que el espíritu de Fausto está impregnado en aquellas cuatro paredes y fluye al exterior tratando de buscar pactos con algunos transeúntes para que le entreguen su alma a cambio de la juventud. La ventana de otro apartamento igual que éste se ilumina sobre el patio, sobre las máquinas y las tuberías del aire acondicionado, sobre los fantasmas de la noche y un poco después se escuchan pasos y el ruido del ascensor. Quizás es más tarde de lo que yo imaginaba y la gente madrugadora ya empieza a levantarse para ir a sus quehaceres cotidianos. La ciudad entera parece que duerme un sueño agitado de alarmas, que permanece inmóvil en un duermevela de pesadillas posibles, ahora que se ha descubierto vulnerable. Puede que en alguna parte haya escondidas sucias bombas químicas, incluso se teoriza con la posibilidad de armas nucleares, no de tecnología puntera ni de gran capacidad destructiva, pero sí suficientes para sembrar de verdad, el caos en esta isla superpoblada. Y bastaría la explosión en el metro de una bomba con carga biológica, con esas esporas de ántrax de las que ahora hablan con sigilo los periódicos, para propagar en los vagones y en los túneles una hecatombe. Todo lo que parece estar perfectamente encajado podría venirse abajo en instantes, ¡nada está seguro!

Desde otra ventana observo que un hombre de color toca el saxofón y en el suelo hay una gorra para que la gente deposite algo de dinero. Puedo imaginar a Miles Davis y John Coltrane entrando en la ciudad desde Harlem, reconociéndola por la ventanilla del taxi después de una ausencia, a ese sol de la tarde que convierte a la ciudad en una dama misteriosa y hasta amortigua la fealdad de la pobreza. Imagino sus ojos de miradas intensas detrás de las gafas de sol. Junto a ellos, en el asiento del taxi, la portada de un disco que también conozco, con los titulares del idílico Kind of Blues. La naturaleza intima de Nueva York se expresa mejor que nada a través del jazz, una música tan dislocada y cargada de energía como la ciudad, tan sinsentido en su apariencia, de tan rara armonía como esos rascacielos que crecen los unos junto a los otros como extraños entre ellos. Y, sin embargo, es esa naturaleza disparatada y caótica, exenta de uniformidad, la que acaba por dar un sentido a la música y al propio Nueva York, se restablece el orden del caos, el orden de los acordes.

La soledad es muy fuerte, tremenda en una ciudad donde interactúan fuerzas muy poderosas, como el ruido y las máquinas. Lorca tiene una metáfora extraordinaria. Decía que: «Nueva York era el Senegal con máquinas. Imagínese lo que sería llegar allí en 1929. Pero esa soledad es muy buena porque te hace que te despojes de muchas tonterías de quien crees ser y te conviertas en un caminante, sin más. Eso es muy estimulante. Usted váyase a un hotel o a un apartamento que tenga la desgracia, bastante frecuente, de estar cerca de una fuente de ruidos y entonces me dirá si Nueva York es un Senegal con máquinas o no. Hay sitios en donde los borrachos meriendan muerte»

 Estar viendo y no mirar es un arte supremo en esta ciudad que desafía de manera permanente a la mirada. Me acuerdo de un niño vendiendo rosas, en la explanada del Lincoln Center, un miércoles por la noche, a la salida de la City Opera, cuando todavía me duraba la emoción, en que me deja siempre Madame Butterfly, Puccini en estado puro, interpretada por la soprano albanesa Ermonela Jaho para asumir el rol de Madame Betterfly que presenta una paleta de contrastes de colores. Una mariposa ilusionada que se considera a sí misma la mujer más feliz de Japón, y de todo el mundo, contrasta de forma poderosa con el personaje de Pinkerton, interpretado con calidad, emoción y acierto por el tenor Jorge de León, grande en la aceptación final de su cobardía y el reconocimiento de que tendrá enfrentarse cada día a los remordimientos, demostrando con ello que sigue siendo incapaz de dejar de pensar solo en lo que él siente o sentirá.  La orquesta la persigue en su desesperación con un crescendo. Estampada en el suelo como una mariposa atravesada por un alfiler, Butterfly recibe la muerte como el fin de su metamorfosis. La música nos había envuelto en un dulce espejismo de que el compositor se sumergió en una auténtica búsqueda de fuentes musicales para capturar la esencia de la música japonesa. Musicalmente hablando, las armonías con tintes eminentemente modales, las escalas pentatónicas y las melodías populares japonesas impregnan así una buena parte de la obra. De hecho, hasta el himno imperial japonés tiene cabida en un momento determinado. Puccini reserva la armonía tonal y el carácter italianizante para los momentos más emocionantes: el gran dúo de amor del acto I, el aria Un bel di vedremo y la escena del suicidio. Y también nos había consolado del miedo y la aflicción sombría del 11 de septiembre, aún tan cercano, con esa atmósfera envolvente que sólo la música posee para aliviar el alma y restablecernos del dolor. Pero terminó la ópera en una apoteosis festiva y cuando salimos a la calle aquel niño mulato gritaba pidiendo unas monedas. Iba descalzo con la ropa en jirones, con la cara deshecha por el pánico y por la gran oscuridad de la necesidad, con un dolor similar al que había producido la ópera en algunos momentos. Nadie lo miraba, y el río de gente bien vestida que salía de la ópera se dividía. ¿Dónde estaba la emoción de la fraternidad, el entusiasmo compasivo de obra de Puccini? Se detenían los taxis para ir recogiendo a la gente que se disponía a volver a casa o a tomar una copa o una cena tardía después de escuchar Madame Batterfly.

Sin embargo, por muchas ventanas que abra mi imaginación no puedo fantasear ni aceptar la quiebra inaudita de la normalidad que fue la hecatombe de las Torres Gemelas, el descubrimiento de la sustancia frágil y precaria de lo que parece más firme, de que todo lo sólido se desvanece en el aire y tendríamos que aceptar la evidencia de que esa normalidad de la que dependemos es tan frágil que cualquier atentado puede desbaratarla. Los norteamericanos han visto el horror en las películas y en los noticiarios, y quienes lo han vivido lo vinculan a territorios lejanos, Vietnam o los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial. Cuando pienso en esto me convierto en esclava del miedo que se apodera de mí, de golpe, en el dormitorio en penumbra, por culpa de las sirenas que me han despertado, y recuerdo también el miedo que pasé en Madrid años después cuando circulaba en el coche para desplazarme al trabajo y escuché los enormes estruendos de los atentados terroristas más grandes  del 11 de marzo de 2004. Y no encuentro respuestas, salvo la ambición y el poder en el mundo y me desmorono ante la probabilidad de que algo semejante vuelva a ocurrir.

No cabe duda, que algunos escritores han contribuido decisivamente a crear el mito de Nueva York. Hay centenares, miles de novelas ambientadas en la metrópoli, historias que no siempre muestran una cara amable de la ciudad a pesar de la iluminación permanente de Time Square, o que nos transportan a una ciudad que ya no existe, pero que en algunos casos resultan capitales para entender cómo es la Gran Manzana. De la ciudad elegante de El Gran Gatsby a la visión de un adolescente en El guardián entre el centeno o la esquizofrénica Nueva York de American psycho, novelas que nos descubren la ciudad en todos los sentidos. Porque pasará un tiempo, me temo que largo, antes de que los amantes de los viajes podamos volver a hacerlo. Nueva York es un destino único al menos para mí, jamás me deja indiferente, me hace vibrar hasta la médula. Pero si volví a Nueva York después del 11-S tendré que volver después de la pandemia.  Cuento los días en que podré volver a pasear por Little Italy, por el Soho, Greenwich Village, por Chinatown, cruzar el puente de Brooklyn y perseguir al espíritu de Lorca por todos los rincones de Harlem. Nueva York en los libros y en el corazón.

Llego de nuevo al hotel, miro a través de la ventana, y hasta ella llegan los destellos de diamante de Tiffany’s. A lo lejos, siento los latidos de Williamsburg, la luna ilumina hombres con levitas negras, barbas y tirabuzones. La luna escribe versos en pergamino de Mezuzáh y recita el Jamsa. Despierta el alma del poeta, que quiere llorar su pena, junto a la luna blanca y cielo azul. Nacen versos, hilo púrpura y violeta. Mientras la luna va por calles triste y acurrucada.

¡Voz de humo! ¡El silencio enmudece!

Y pienso… es hora de sacar mi blog de notas. Y la mano se desliza sobre el papel mientras compongo este poema:

DAMA QE NUNCA DUERME

Dama camaleónica,/nunca duermes!/Dama de sueños de olor/a humo en tus raíces…/Aguacero de ilusiones,/oportunidades./Te he visto caminar/junto a tu amante fiel,/helado en invierno/river Hudson;/

padrino de torres de hormigón/ordenadas e impregnadas/con cemento, acero y basalto./Al atardecer te he visto,/bajo el puente de Brooklyn,/besar a tu amante,/cuando llora el cielo/y los espejos tienen azogue./¡Envidia de amor!/La estatua vigila,/con columnas de cieno y antorcha./Un fantasma navegando/entre nieblas,/protege a los navegantes,/y ronda tu valle./La aurora gime buscando/cristales con brillo,/caracolas, nardos,/de esponjas tristes./Ruiseñores a punto de ser bueyes con reproches de la luna azul./Pensamiento de arrabales,/ tu vestido pesa,/cuando el filósofo es arrastrado/por gavilanes de cola roja,/ante el rumor del suicidio./Tras las noches escarchadas./Cuidad de cristal. Silencio. /Soy nómada. Y recorro barrios, /que rompen monotonía. /¡Tiemblan, gimen las estrellas,/y sueñan las noches!/¡Todo el mundo se vigila!/¡En la ciudad que nunca duerme!

Me despierto temprano y camino durante varias horas. Observo los desfiladeros de rascacielos organizados en medio de   un desorden y una amalgama de imágenes inimaginables que solamente viéndolo se podía comprender la magnitud de la ciudad. En medio de la gente, uno de los días grises, me encontré a un viejo amigo que me dice: «vivir en Nueva York es una manera de vivir, es la aventura de la vida», «vivía como un neoyorquino en sus calles». «Es el Imperio de nuestra época, como lo fue Roma en su momento. Es la capital de la modernidad, además de una ciudad libre». Continúo de paseo, sin dejar de sorprenderme durante otras dos horas por la Gran Manzana. Me paro a tomar un café en un Starbucks, necesito descansar. Miro a través del amplio ventanal de enormes cristales desde los que diviso a la gente tan diferente y por un momento pienso que soy un aerostato suspendido en la esencia en la hilera de colinas en el alto Manhattan, en el Fort Tryon. Mi sombra perdida en el arrebol de la tarde en Washington Heights. Encaramada en la cresta del parque, navega mi yo junto a los recuerdos. Sobrevuelo el jardín extravagante de árboles crepusculares lleno de serpientes, mariposas nocturnas, arañas, murciélagos… Las ardillas en el parque me dicen adiós. Revuelan blancas aves en la linde de la noche sobre la ciudad de acero. Sobrevolando a la Gran Dama Gris, amores de claustro gótico con torres altas, arcos, y capiteles corintios. Hay dolor en la cálida mañana. Un aire barre las palabras como plumas rotas sobre asfalto. Despierto está el afán a espaldas de mis sueños. Alerta un ansia fría cada paso. ¡Nadie extraña un anhelo! Ningún neoyorquino podrá robarme los planos del metro arrugados al final de mi viaje. Camino bajo un sueño torrencial. En el instante me redimo, soy un trueno. Al atardecer parto con una maleta cargada de nostalgia, de fotos para revisar cuando esté con la moral baja, ropa indispensable, el monedero vacío. Y escribo para no desaparecer como bruma.

Ana María López Expósito

Ana Mª L Petalos de violeta

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