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UNA LEYENDA DE SANTA ANA

Santa Ana Gen

El genial escultor miró extasiado su obra recién acabada. Era una hermosa imagen salida de sus manos representando a Santa Ana a la cual había estado esculpiendo casi día y noche durante mucho tiempo, obsesionado por crear una nueva imagen de la Santa, a quien adoraba desde niño, inculcado ese amor por su querida madre.

Todos los años, el 26 de julio, día de su festividad, salía acompañándola en la procesión que se celebraba en su honor,  sintiéndose el más feliz del mundo y orgulloso de poder ir tras la imagen.

Con el tiempo, ese amor por la madre de María se fue acrecentando hasta el extremo de que, al transcurrir los años y convertirse en un famoso escultor, quiso crear la imagen más bella de Santa Ana que jamás hubo salido de manos de imaginero alguno. No iba a ser  tan solo una talla de madera. Su imagen parecería tener vida. ¡Él le daría vida!

Y en efecto, puso tanto amor, tanto fervor en su creación, que aquella Santa Ana no era una simple imagen, bella, sí, pero se diría al verla que era una mujer de carne y hueso.

Sus ojos, llenos de luz, poseían una mirada humana. Sus finos dedos parecía que recorriesen los renglones del libro que sostenía sobre su regazo en el cual la Virgen Niña aprendía con atención y se preparaba para el alto honor con que Dios la había elegido. Los labios de la Santa se diría que musitaban una plegaria dando gracias al Altísimo por haberla escogido para ser la abuela de todo un Dios.

Imagen sedente, el rostro sereno, Santa Ana miraba con ternura a su pequeña hija a la que con amor enseñaba a leer y conocer las verdades del Antiguo Testamento.

Santa Ana representaba la virtud en la mujer. Dios le había concedido la gracia de engendrar a su hija María, pese a que ya se hallaba en edad madura.

Y en aquella imagen, el escultor supo captar los gestos de una abnegada madre inculcando en su pequeña hija las virtudes que habían de adornar a la que en un futuro sería la Madre de Dios.

El artista, extasiado, no cesaba de mirar aquella imagen salida, más que de su talento, de su amor por ella, a la que desde niño adoraba y a quien, aun siendo ya un hombre, seguía rezando las sencillas oraciones que su madre le había enseñado.

¡Santa Ana! Venerada en el mundo entero, a la que habían dedicado templos, catedrales, colegios… Patrona de mujeres en parto, de las madres, abuelas, mineros, pobres, costureras… Y había salido de sus manos. ¡Era su obra maestra!

Aquella imagen, salida de su taller, fue venerada en la iglesia principal de la ciudad y su fama y devoción pronto se extendieron por todas partes. Numerosos fieles se acercaban a visitarla ofreciéndole flores, elevando fervientes oraciones ante su altar, y la leyenda de santa milagrosa fue incrementada por aquellas personas, devotas de la santa, quienes convencidas aseguraban que les había realizado algún milagro.

Verdad o leyenda, aquella imagen parecía haber cobrado vida, idolatrada por esas buenas gentes que después de visitarla en su templo salían llenas de paz y reconfortadas en sus aflicciones.

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Pero, ¿qué fue del escultor? El afamado artista, en su taller, ocupado creando nuevas obras, había dejado un tanto abandonada a su Santa Ana. La llevaba, sí, en su corazón como cuando era niño, pero ya hacía algún tiempo que, embebido en su trabajo, no la visitaba ni oraba ante su altar.

Y una tarde, cansado ya de esculpir, dio fin al la tarea y se dispuso a regresar a su hogar. Mas de pronto, le vino al pensamiento el recuerdo de su querida Santa Ana, tanto tiempo alejado de ella, y cambiando el rumbo de sus pasos, se dirigió hacia la iglesia donde la imagen sin duda aguardaba la visita de aquel ser que tan llena de vida la creó.

Era una tarde lluviosa de otoño y la iglesia se hallaba solitaria y en penumbras.

Lentamente, el escultor se dirigió hacia el Altar Mayor, donde se veneraba la Santa, apesadumbrado por haber estado tanto tiempo sin ir a visitarla.

Y acercando sus pasos hacia la imagen, la halló tal como la había creado. Hermosa, majestuosa, serena… pero en su rostro creyó notar como un halo de tristeza, quizá por haberla dejado tanto tiempo olvidada.

Arrepentido, cual hijo pródigo, levantó los ojos hacia ella y, sin saber por qué, rompió a hablarle en voz alta como si Santa Ana pudiera escucharlo, aunque él sabía que, aun siendo una imagen especial, tan solo era eso: una hermosa imagen creada por él.

Y con acento de pesar, suplicó:

-Señora Santa Ana, aquí estoy ante tu altar. Perdóname por haberte tenido olvidada tanto tiempo.

Y de sus ojos brotaban ardientes lágrimas de hijo arrepentido, mientras su ruego se iba elevando hasta el altar de la Santa.

Y Santa Ana, cobrando vida de repente, como una madre amorosa se dirigió al escultor que con tanto amor la había creado, y sonriéndole le dijo dulcemente:

-Hijo mío, hace tiempo que te esperaba.

¿Leyenda? ¿Realidad? Dejo al amable lector que crea o no crea esta historia ocurrida hace ya mucho tiempo.

Carmen Carrasco Ramos, Delegada Nacional Granada Costa

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