TODOS LOS SANTOS Y NOCHE DE DIFUNTOS

Comparte:

Quedaron atrás los alegres días del estío, bañados por un esplendente sol, los baños en las cálidas playas, las noches bulliciosas junto al mar o en animada charla sentados en las terrazas, llenando el ambiente de vida y color, desinhibición, joie de vivre, y sintiéndonos un poco cigarras, sin pensar que esos días felices pasarán y que al llegar el otoño, se ha de volver de nuevo a la realidad cotidiana y decirle adiós al efímero verano.

          ¿Y a qué viene este preámbulo? Pues, sencillamente, a que ya nos vemos inmersos en un nuevo otoño, con su dorado sol, sus incipientes lluvias, la aparición de Eolo, dios del viento, y por ende, la celebración de esta festividad de Todos los Santos y de los fieles difuntos.

          Son días de visitar los cementerios y llevarle flores a nuestros seres queridos que ya gozan de la Gloria eterna. Días en que, antiguamente en muchos pueblos y aldeas, se reunían todos junto al fuego de la chimenea contando relatos de terror y viejas leyendas ancestrales que hacían temblar de miedo a aquellas gentes sencillas y crédulas de tiempos pasados.

          La Iglesia celebra solemnemente el Día de Todos los Santos el 1 de noviembre y conmemora el día de los fieles difuntos, que ya gozan de la presencia de Dios, el día 2. Nos consta que en Oriente ya se celebraba esta festividad desde el año 359, pero fue el Papa Gregorio IV, quien finalmente la instituyó el 1 de noviembre y así ha quedado hasta nuestros días.

          Con respecto a la noche de difuntos, en cada lugar de nuestra geografía se celebra de un modo diferente. Pero, ante la imposibilidad de hacer un recorrido por cada uno de los pueblos o ciudades en que se sigue esta tradición, por su fama y popularidad mencionaré que en Soria, ciudad donde vivió Bécquer y situó su famosa leyenda El monte de las Ánimas, considerado por muchos como el mejor relato corto y de terror de la literatura española, se le rinde un homenaje a este poeta romántico leyendo su célebre leyenda la noche de difuntos a orillas del río Duero, acompañado este acto por una fantasmal procesión de esqueletos de caballeros templarios, monjes, candiles, antorchas y fuego. Todo ello crea un ambiente tétrico, lúgubre y misterioso.

          Yo he tenido la suerte de leer también a Bécquer junto a las márgenes del río Duero y os aseguro que fue un momento inolvidable. Lástima que lo hiciese a plena luz del sol y no en la noche mágica de los difuntos como hubiese sido mi deseo.

         Me he tomado la libertad de incluir este relato fantástico mío que, a decir de algunos amigos que lo han leído, tiene un cierto aire becqueriano. Por supuesto, me hacen un favor. Lo tengo publicado en uno de mis libros que forman la trilogía de relatos fantásticos editados por Granada Costa.

          A ver si os gusta y os da un poco de miedo.

LA JOVEN MISTERIOSA

 

          Apenas llevaba unos días en aquel pequeño pueblo de ambiente melancólico y nebulosos paisajes. Había terminado brillantemente las oposiciones y con su flamante título de profesor en el bolsillo, consiguió una plaza en aquel rincón perdido entre montañas. En su cabeza bullían mil y una ideas innovadoras para volcarlas en sus futuros alumnos, lejos de una enseñanza rutinaria y anticuada.

          A sus veintipocos años, dedicados al estudio, su vida se había deslizado cómoda, sin grandes contratiempos ni problemas, apoyado siempre por su familia. Por unos padres que se desvivieron para hacer de él, como suele decirse, un hombre de provecho. Y lo habían conseguido. Era un muchacho ejemplar, ante un halagüeño presente y grandes dosis de esperanza en el futuro y confianza en sí mismo para con su trabajo colaborar en hacer un mundo mejor. Lo que se dice, un idealista.

          Aquel pueblo no le desagradó. Perdido casi en el tiempo, tenía un encanto especial. Sus casas, de techos inclinados y cubiertos de tejas rojas, le daban un estilo pintoresco, casi como de cuento. Una vieja iglesia de piedra, situada en medio de la plaza, era como el tótem sagrado al que acudían todos los habitantes obedientes al oír el toque familiar de la campana. Un cantarino riachuelo de aguas cristalinas corría alegremente por entre unos olmos de hojas plateadas, gigantes del paisaje, mientras cientos de renacuajos, nerviosos y de rápidos movimientos, nadaban entre sus aguas y miles de margaritas festoneaban sus riberas. Su placita, corazón del pueblo y centro de reunión de los vecinos, estaba rodeada de soportales de piedra y en medio de la misma había una pequeña fuente con un amorcillo por cuya boca salía un alegre chorro de agua fresca que caía en el estanque donde unos peces de colores eran la atracción de la chiquillería.

          En uno de los picos más elevados de la sierra se conservaban las viejas ruinas de un castillo medieval, orgullo de los habitantes de aquel pueblo, pero al que parecían tener un cierto miedo o superstición ya que jamás subían hasta él. Sus desdentadas almenas y la derruida torre eran vestigios de unos tiempos remotos de esplendor en los que lances caballerescos, justas y torneos eran celebrados por valientes caballeros en honor de sus damas. Algún día subiría, sin hacer caso de las viejas historias que se contaban para hacerle desistir de su empeño. Las gentes de los pueblos siempre son muy dadas a tejer fantásticas romanzas del pasado.

          Llevaba allí apenas unos días y empezaba a sentirse a gusto en aquel lugar. La  gente era amable aunque poco dada a hablar de cosas pasadas. Daba la impresión de que ocultaban algo, algún suceso acaecido, que no deseaban mencionar.

          Una tarde de maravilloso otoño en que al acabar las clases le apetecía dar un paseo por las afueras del pueblo, dirigió sus pasos en dirección al castillo y admirando desde lejos sus majestuosas ruinas recortadas en el cielo, que parecían incitarle a visitarlo, decidido, se encaminó por la empinada cuesta que lo llevaría hasta lo alto, aprovechando los últimos rayos de un sol que ya se acercaba a su ocaso en su lento caminar.

          Era ágil y fuerte y no le costó mucho alcanzar la cima del monte y descubrir, al llegar, los restos de lo que debió ser en otro tiempo un bello castillo. Aún conservaba algunos lienzos de muralla y la torre se erguía esbelta y llena de dignidad. Decidió subir a la misma por unos derruidos escalones que aún quedaban labrados en la piedra cuando, al acabar de subir el último escalón del torreón, se quedó sorprendido al descubrir asomada a las almenas una joven bellísima contemplando el paisaje que desde lo alto de la torre se divisaba. Ella no se dio cuenta de su presencia y al acercarse se volvió con una mirada ausente y cierto aire de misterio. Al verla de cerca le pareció aún más hermosa con un vestido blanco que le llegaba hasta los pies, esbelta, de cabellos rubios y grandes ojos aunque algo inexpresivos. Se presentó cortésmente y al tenderle la mano para estrechar la suya, ella no hizo ningún ademán para corresponderle. Pensó que aquella joven debía de ser tímida o que su inesperada presencia la había sobresaltado.

          Trató de entablar una conversación con ella explicándole quien era. Que había sido destinado al pueblo hacía poco tiempo. Lo agradablemente sorprendido que estaba de haberla encontrado en la torre del castillo. El impacto que le había causado su belleza y ese aire misterioso que emanaba de ella… La joven le escuchaba sin decir nada, como ausente. Se diría que su mente estaba en otro lugar, lejos de allí.

          El muchacho siguió sacando mil y un temas de conversación que pudieran interesarle, pero todo en vano. Aquella hermosa mujer no se inmutaba ni le respondía a nada de lo que el joven, ya desanimado ante su actitud, le comentaba. Pero, ¡era tan hermosa! Empezaba a notar que en su corazón algo estaba naciendo. Un sentimiento amoroso, incipiente pero firme. Atrevido, le propuso seguir viéndola en sucesivas ocasiones cuando, inesperadamente, al pronunciar esas últimas palabras, la joven se dio media vuelta y se alejó de allí bajando los escalones de la torre a toda velocidad.

          Se quedó como paralizado y sin saber qué hacer, incapaz de reaccionar ante la súbita desaparición de aquella mujer de la que, sin explicarse cómo, se había enamorado perdidamente.

          Cuando fue capaz de pensar, salió a todo correr bajando de la torre, casi ciego,  tratando de alcanzar a la joven misteriosa… pero ésta había desaparecido. De ella no quedaba ni rastro. Fue inútil la búsqueda por entre las ruinas y pasadizos del castillo. Su enamorada se había perdido en el crepúsculo de la tarde.

          Apesadumbrado, cejó en su empeño de buscarla y decidió a regresar al pueblo hecho un mar de confusiones pues aquella mujer, aunque tan sólo la había visto una vez,  le había calado hondo. Al entrar en la plaza se encontró, sentada en uno de los bancos, a una anciana de rostro enjuto que lo miraba como comprendiendo su estado de ánimo. Los viejos son sabios y adivinan el pensamiento de los jóvenes enamorados.

          -Buenas noches, anciana -saludó con cortesía al acercarse a ella.

          –Buenas las tengas, muchacho. Has subido al castillo, ¿verdad? Lo adivino por el semblante triste que traes, cuando la vida a tu edad tendría que sonreírte.

          Aquella anciana parecía comprender lo que le estaba ocurriendo y, como por otra parte, no tenía a nadie con quien compartir su pesadumbre, decidió abrirle su corazón. Necesitaba hablar con alguien, comunicarle lo que le había sucedido.

          –Sí, buena mujer, he subido al castillo en donde me he encontrado a la joven más bella que jamás he visto en mi vida. Rubia, llena de misterio…

          -¡Palmyra! -exclamó la anciana como una sentencia.

          -¿Sabes su nombre? Háblame de ella, anciana. Necesito volver a verla. Creo que ya la he amado desde el primer momento en que la he visto y se ha convertido en la mujer que siempre soñé y que hasta hoy no había encontrado. ¡Ayúdame, anciana!

          –Hijo mío -le respondió la mujer mirándolo con compasión-, esa joven hermosa de la que te has enamorado perdidamente, no existe. 

          ¿Qué alucinantes palabras estaba escuchando? Él la había visto con sus propios ojos, la había tenido tan cerca que con solo alargar la mano hubiera podido tocarla. ¡No existe! Era imposible. Aquella anciana estaba divagando, no encontraba otra explicación lógica para sus palabras.

          Como si hubiese leído sus pensamientos, la anciana aclaró: –No he perdido la razón, joven, como quizá sospechas. Escucha esta historia:

 

          Palmyra era una hermosa muchacha que vivía en este pueblo. La vida le sonreía pues poseía juventud, belleza y amor, ya que un apuesto joven llenaba su vida de ilusión y felicidad. Él fue el elegido de su corazón entre los dos pretendientes que aspiraban a su amor al mismo tiempo. El otro rival, sintiéndose al principio desairado, había jurado vengarse pero, pasado un tiempo, debió recapacitar, las aguas volvieron a su cauce y los enamorados pudieron pasear dichosos su amor ante las miradas de admiración y cariño de todos los habitantes del pueblo. Eran la viva representación de la felicidad.

          Y llegó por fin el día dichoso en que la boda había de celebrarse. La iglesia fue adornada con cientos de flores. La campana tañía llenando con sus sones el aire de notas alegres. Todo el pueblo se había vestido con sus mejores galas para acompañar a tan feliz pareja… pero, inexplicablemente, el novio aún no había aparecido.

          Palmyra, bellísima, con su vestido blanco de novia, aguardaba con ilusión al pie del altar la llegada de su amado, cuando un grito de horror, lanzado por todas las gargantas, resonó en el silencio de la iglesia.

          Andando a duras penas, casi arrastrándose, con el pecho sangrando por la terrible herida que le había causado aquel pretendiente despechado en su venganza, apareció su amado, en un postrer esfuerzo sobrehumano, con las manos tendidas hacia ella.

          Palmyra, horrorizada, corrió en su ayuda tratando de sostenerlo mientras el muchacho, herido de muerte, caía desplomado entre sus brazos.

          -Anciana, esto que me cuentas es horrible. Pero, ¿qué fue de Palmyra?

          -La muchacha, como loca, casi perdida la razón, huyó despavorida hacia el castillo, sin que nadie lograse alcanzarla, y al llegar a la torre se lanzó al vacío desde las almenas. Hoy, precisamente, se cumple el aniversario de aquella tragedia que llenó de tristeza a este pueblo. Por eso la has visto tú en la torre desde donde se arrojó. En cada aniversario aparece a la misma hora en lo alto de esa torre y dicen que algunos la han visto allí con su vestido blanco flotando al aire como un sudario.

          Han pasado muchos años. Aquel joven profesor que un día llegara lleno de ilusiones a ese pueblo perdido entre montañas, hoy es un anciano de cabellos blancos -en realidad, sus cabellos se volvieron blancos la misma noche que escuchó aquella historia de Palmyra-, con la mirada triste perdida en el infinito y un nombre en sus labios que no cesa de repetir: PALMYRA.

 

Vuestra amiga Carmen Carrasco

Deja un comentario