Siempre llegamos tarde

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–Estoy harto de chocar contra un muro, –decía Juan a sus cincuenta y pocos– de enfrentarme en la vida a cosas para las que no estoy preparado. ¿Por qué siempre llegamos tarde a todo? o quizás sea que llegamos demasiado temprano, el caso es que no llegamos preparados a nada. Para cuando ya hemos entendido algo sobre la pubertad esta ya ha pasado, para cuando sabemos algo sobre el amor y las relaciones, algunos ya las perdimos, para cuando sabemos algo sobre ser padres ya se nos pasó el tiempo de hacerlo bien, para cuando empezamos a entender algo de la vida esta se nos va.

–Sé a qué te refieres –le decía su padre, ya con ochenta y muchos– Y por alguna extraña razón nunca nos sirve la experiencia de otra persona, como si un misterioso impulso nos obligara a vivir las experiencias de primera mano, sin perspectivas que adulteren la percepción, pero luego nos lamentamos de los fracasos. Es como si para disfrutar de la vida a plenitud necesitásemos vivir primero una de ensayo.

            –Esto me ha hecho caer en la tristeza muy a menudo en la vida y por más vueltas que le dé, sigo sin llegar a nada claro. Aquí hay un error de diseño. Deberíamos haber nacido preparados para no sufrir la frustración y la impotencia de no haber sabido hacerlo mejor.

            –¿Entonces crees que es mejor tener una educación desde la infancia para llegar preparados a la vida en vez de aprender de las experiencias y saber lidiar con el fracaso?

            –Eso sería lo ideal, que ya desde las escuelas nos formasen para todo eso. Los padres, sí te enseñan cosas, pero no son tan valiosas como vosotros pensáis para la vida moderna.

–Si te apetece escuchar a un viejo te contaré una historia. Conocí a dos hermanos que eran muy diferentes, ambos habían nacido en una familia modesta, no eran los más sabios, pero tenían su propia experiencia en la vida y eso les daba la autoridad para enseñar a sus hijos sobre esta. Desde pequeños Antón el mayor había sido un chico tímido y muy asustadizo, no se fiaba de nadie, tenía miedo a que lo engañasen y ni siquiera se fiaba de sí mismo. Mientras que su hermano pequeño Carlos le gustaba escuchar lo que sus padres le contaban sobre sus vidas y su historia, era un chico muy seguro de sí mismo y dispuesto a vivir la vida. Al hacerse mayores marcharon de su hogar en busca de un futuro. Pasaron los años y paradójica y aparentemente a Antón le había ido muy bien al menos según la sociedad occidental, pues llegó a ser un hombre de negocios próspero, mientras que Carlos había aprendido un oficio, pero ni mucho menos se había hecho rico. Sin embargo, cuando se juntaron en una celebración con la familia después de algunos años, Antón parecía el pobre y Carlos el rico.

–¿Y eso por qué?

–Antón había tenido suerte en los negocios, pero había dejado de lado vivir cualquier experiencia en la vida, seguía teniendo miedo, seguía creyendo que lo que sus padres trataron de enseñarle no iba con él. Pensaba como tú, qué iban a saber unos viejos del mundo actual. Sobre todo, seguía teniendo una muy baja autoestima que le impedía creer que sus propias decisiones fuesen correctas, de modo que evitó tener amigos, tener familia, viajar, en definitiva, vivir, de modo que en su rostro se veía una tristeza que le hacía verse como un pobre infeliz. Carlos sin embargo aprovechó las enseñanzas de sus padres y otros que compartieron sus conocimientos del mundo, confió mucho en su instinto para saber qué estaba bien y qué estaba mal. Por encima de todo decidió vivir sin miedo, decidió sentir las experiencias en su piel como la mejor manera de aprender sobre la vida. Es cierto que Carlos en algunos momentos se sintió perdido, como tú ahora, pero precisamente eso es lo que nos hace ser humanos, la incomparable sensación de afrontar la experiencia, de traspasar lo desconocido, eso nos hace sentir vivos, vencer al miedo y sentir después de la tormenta nuestra propia valía. No es malo sentirse perdido, es humano. Compartir las experiencias de padres a hijos es el mejor invento y el justo para que la preparación para la vida no limite la percepción tan extraordinaria de la experiencia. La experiencia en sí misma es una forma de educación si cabe más intensa.

–Creo que esa historia me suena, me parece mucha casualidad que tu hermano se llame Antón y tú Carlos.

–Así es. Con los años aprendí que no se trata de educación o experiencia, más bien es el equilibrio perfecto entre la preparación, la experiencia y el instinto.

–¿El instinto?

–Eso dije. En alguna de las experiencias humanas a pesar de no estar preparados parece que actuemos como movidos por un instinto, sobre todo el de supervivencia, ¿será este instinto una especie de preparación innata? Otra cosa es que hagamos caso o no a ese instinto a la hora de guiarnos en la vida. Nadie nos enseñó o al menos a la mayoría a ser padres, sin embargo, el instinto nos dice qué debemos hacer en algunos momentos. Existe una carencia en la mayoría de las personas que viene dada por la sociedad moderna y es la falta de autoestima, eso nos lleva a pensar que nunca estaremos preparados, de modo que hacemos caso omiso a nuestros instintos. Podría ser entonces una triada; la preparación reciente que tiene que ver con la educación dentro del núcleo familiar, el instinto como educación recogida durante miles de años en nuestros genes y, por último, la propia experiencia como la más poderosa forma de aprender y sentir el gran hecho que pasamos por alto, estamos vivos. Muchos pasáis por la vida sin ser conscientes de que estáis vivos. No sabéis traducir a vuestro tiempo las enseñanzas de vuestros padres, el sistema os ha vuelto tan vulnerables que no contáis con una autoestima fuerte y termináis por tenerle miedo a cualquier experiencia que os mueva de vuestro círculo de confort.

–¡Vaya! parece que no te has dejado nada en el tintero.

–Espero que esto te ayude a apreciar la experiencia de tus padres, a confiar en ti mismo, en tu instinto para vivir y perder el miedo a sentir tus experiencias de la vida.

–Gracias papá.

Manuel Salcedo

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