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ROSALIA DE CASTRO (1837–1885): Una fe herida

 

Mi vida es un erial,

flor que toco se deshoja;

que en mi camino  fatal

alguien va sembrando el  mal

para que yo  lo recoja  (Gustavo A. Bécquer: Rima LX.  Servilibro Ediciones). Este poema, aunque breve, es de un absoluto pesimismo, sentimiento que impregna algunas otras rimas del inmortal poeta sevillano (1836 -1870); yo tuve la suerte de interpretarlo por “Malagueña de la Trini”  en “La voz de los poetas  andaluces” (Málaga, 1979). Pues bien, esta famosa quintilla de Bécquer se puede aplicar, sin la menor duda, a María Rosalía Rita de Castro porque sufrió en su carne y en su espíritu una tribulación  sin nombre, que numerosos críticos han interpretado como un  total pesimismo, de tipo existencialista, a lo Martín Heidegger (1889 – 1976).

      Costa Clavel, en un librito de divulgación, llega a decir que Rosalía escribiría el poema final de “En las orillas del Sar” (1885) (“Tan sólo dudas y terrores siento, / divino Cristo si de tí me aparto…) para disimular, como si se tratara en ella de una “sustancial precursora  del  San  Manuel unamuniano”; para no dejar una memoria impía, mintiendo una fe que no tiene, adopta, según él, un  gesto ético,  “a los pies de la  cruz sublime  símbolo”, cfr. “Rosalía de Castro”, pág. 162 (Barcelona, 1967).

  El dolor, la angustia, la inquietud… es algo  inherente e inmanente en el ser humano:

“EL CAMINO DE LA “VÍA” / REGÁNDOLO VOY CON MI  LLANTO. / SON TAN GRANDES MIS QUEBRANTOS / QUE TENGO LA  FE “PERDÍA” / Y EL MUNDO ME CAUSA ESPANTO”, nos dejó dicho, a través de la rondeña  Paca Aguilera, Trinidad Navarro Carrillo “La Trini”, pilar del cante  por  Malagueñas.

      Hasta en el mismo nacer de Rosalía estuvo presente la duda y el sufrimiento:

nació el 24 de febrero de 1837 en Santiago de Compostela, y en su acta de bautismo figuró como hija de padres desconocidos, aunque su madre fue una mujer de la nobleza, María Teresa de la Cruz Castro y Abadía y su padre, un sacerdote  (José Martínez Viojo ); gracias a su madrina, María Francisca Martínez, al servicio de su madre, no llegó a pisar el orfanato. Las crónicas cuentan que su vida matrimonial fue un continuo padecer, cuyos estigmas agudizaron la vida de la ínclita gallega Rosalía de Castro, considerada entre los grandes poetas de la literatura española del siglo XIX, quien, junto con Eduardo Pondal y Curros Enríquez, representa una de las figuras emblemáticas del “Rexurdimento gallego”. Sus “Cantares Gallegos” están  considerados como la primera gran obra de la literatura  gallega contemporánea. Además, es tenida junto con  Bécquer   la precursora de la poesía española moderna.

No debo, pues, apartarme de la orientación de estas reflexiones filosófico-teológicas. Y así, V. García Martín escribe: “Si casi siempre este espíritu se acalla, duerme   y resigna en el seno de las creencias religiosas, en otros instantes se yergue y tiene pasajes de una angustia que precisamente justifican la necesidad de la fe”. Su propio  esposo Manuel  Murguía, periodista y escritor, nos representa a Rosalía orando siempre a Dios en sus dolores de alma y cuerpo, y adaptándose heroicamente, como  puede, al calvario suyo  real. No se puede negar, es cierto, que sobre su vida y su obra se cierne la negra sombra, a que dedico un poema prototipo de su alma, al que Juan de Montes dotó de una música certera y genial, como leemos en “La Literatura española ante el ateismo”, pág.732 (Madrid, 1971). ¿Qué es esa “negra sombra”, qué es el misterioso enigma – luz y tinieblas – de Rosalía de  Castro?. Oscuro y terrible  problema que ya san Agustín (354 -430) se planteaba: “Me preguntaba entonces: ¿Quién me ha creado? ¿No ha sido en verdad Dios, que no sólo es bueno, sino la  misma  bondad? ¿Quién ha sembrado en mí esta semilla de infelicidad, si yo soy íntegramente obra de mi dulce Señor? Y aun si fuera yo una criatura del Diablo, ¿de dónde viene el Diablo?, cfr. “Confesiones”, VII, 3 (Madrid, 1964).

   José Luis Varela -cfr. “Rosalía y sus límites”, pág. 63.”Revista de Literatura”, 1966- estima que “la sombra idenificable con la desgracia, en sentido lato, disponía de  un poder exterminador de las tres fuentes de la vida sobrenatural – fe, esperanza y caridad – y que la situación de Rosalía, tantas veces tenebrosa, lograba en el poema “Negra  sombra” un paradigma excelso de inseguridad y desarraigo”. La huérfana Rosalía proyecta sobre su vida espiritual lo que su origen  le entrega: sombra  que asombra”.

Leyendo, es cierto, poemas tan desolados como “A disgracia” hallaríamos la interpretación de: “la sombra, la desgracia, es un poder que ahoga a la fe y al amor, dice Rosalía; una sombra que envuelve en noche eterna la luz de la fe, del amor y de la esperanza. Pero Rosalía, sintiéndose envuelta, identificada hasta cierto punto con esa negra sombra, clama una y otra vez para verse libre: “Cómo endurece o corazón… Señor… ¡Barre esa sombra!. Rosalía se convierte en un alma rota, confusa, dubitativa  totalmente herida y agitada por los vientos de todos los dolores. Hija, como se ha dicho, de padre desconocido, con gran crisis en su primera juventud por ello  mismo, mentalmente precoz y hasta cierto punto ilusionada en la lectura de aquel ideal  de Libertad revolucionaria, casi exiliada por diez años lejos de su añorada Galicia, perdiendo a su madre al volver – a cuya  memoria dedica sus primeros  poemas, dolorosos, tenebrosos – perdiendo también a varios de sus hijos y enfermando en fin ella  misma de cáncer, cuando todo ese trágico final descrito en su último libro –  “En las orillas del Sar” (1885) – Rosalía, llevada hasta el límite mismo, y como suspendida sobre el abismo en que todo le falta, resiste todavía, para no perder, como ella  dice, “de su ser un sólo átomo”, permanece en la búsqueda del bien perdido a ratos, en un incesante rebrotar de la vida que parecía extinguida. Pero Rosalía no era el Job de la Biblia: “Dominus dedit, Dominus rapuit”.

    El conjunto de sus textos nos ofrecen al fondo una fe combatida, sacudida, muerta acaso un instante, que renace sin cesar, sobrevive, batalla, busca el triunfo final. Vida demasiado doliente y ensangrentada para que pudiera gustar por mucho tiempo el amor vivo y la paz en la tierra. El dolor fue más fuerte: un dolor que le hacía sentirse martir, idest, testigo: en pie y, a la vez, crucificada. Que Dios no nos  manda, decía san Agustín, “amar las penas, sino sufrirlas”. Para mí, Rosalía es el poeta que mejor representa a la Galicia cristiana.

 

Alfredo  Arrebola,

Doctor  en  Filosofía  y Letras

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