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¿QUIÉNES SOMOS, DE DÓNDE VENIMOS, CONÓCETE?

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portrait of a young woman in a chair with a green background. the girl is sitting in a white chair.

¿Quiénes somos? Es la pregunta que se han hecho tantos filósofos, una y otra vez, a lo largo de la Historia de la humanidad. La persona, para creer en sí misma, ha necesitado saber quién era. Según Platón es posible conocerse (Recordemos la inscripción de Delfos: “conócete a ti mismo”). Existe un mundo sensible sometido al cuerpo y un mundo inteligible, el de las ideas. Somos únicos, dirá Aristóteles, y tenemos libertad y control sobre nuestro destino siendo capaces de vencer y sobrevivir a nuestras dificultades. Somos mente, espíritu y corazón como una unidad, cuestión  también vinculada a la identidad y al autoconocimiento. Conocemos lo que podemos ver, oír y tocar. Gracias a la razón conseguimos ir más allá y, a partir de ahí, podemos aspirar a un conocimiento intelectual.  Saber ‘quiénes somos’ constituye un proceso introspectivo que lleva al conocimiento de nuestra identidad. Y podríamos continuar hasta tratar de llegar a lo más trascendente.

La respuesta a esta pregunta, que muchos adolescentes, incluso adultos, se formulan está relacionada con el establecimiento de una identidad, que no puede entenderse sin la interacción con los demás. De ahí, la importancia que en Psicología Dinámica y Psicoanálisis hemos dado siempre a la calidad de las primeras relaciones entre madre e hijo como punto de partida de la evolución del bebé: la madre podrá ser un buen espejo para el bebé, más aún, si está bien identificada como mujer, ha tenido una buena relación con su madre y, a la vez, acepta su papel como madre, dirá Marie Langer.

Pero entre las funciones más importantes y fundamentales de la madre está la de saber convertir las impresiones sensoriales y las emociones primitivas que el bebé -y más tarde el niño- le proyecta y que “no puede digerir”. Ella lo ayuda para que pueda transformarlas en “pensamientos” o pseudopensamientos. Es un reflejo de su capacidad intuitiva y observadora para devolver, integradas al bebé o al niño, las emociones primitivas, que ellos no han podido digerir ni integrar “por sí solos”. Ésta es la manera que tiene la madre de tranquilizar la ansiedad de su hijo y que éste pueda recuperar la “normalidad emocional” perdida (hablándole, interpretando sus miedos o abrazándolo).

Al contener su ansiedad, la madre hace posible que el bebé o el niño puedan superar las experiencias negativas y predominen las sensaciones positivas. Es la forma de conseguir que el sentido de realidad se imponga a las ansiedades que los pequeños han podido vivir en su fantasía. Gracias al vínculo, establecido entre ambos desde el principio de la vida, la madre ayuda a crecer a su hijo dándole fuerza y ​​seguridad. Los padres, especialmente cuando forman una pareja de padres unida, podrán transmitir al niño la fuerza necesaria para confiar en sí mismo, base de la correspondiente autoestima.

Hacia los 7, 8 años, los niños empiezan a tener cierta noción de lo que son, noción que se va incrementando hacia los 12, 13 años, edad en la que ya predomina el conocimiento abstracto. En torno a estas edades, los preadolescentes ya saben qué características heredadas tienen y a qué antepasados ​​se asemejan, también en el carácter.

Erik Erikson (1902-1994) define cuatro etapas de la infancia y tres de la edad adulta, unidas por una etapa de transición, la adolescencia, etapa sobre la que más se ha escrito. Se puede afirmar que la meta más importante a obtener en la adolescencia es el desarrollo o la construcción de una identidad. Todo adolescente necesita saber quién es, ya que quiere sentirse respetado y amado, como todo ser humano, y por eso necesita responder a la pregunta de “quién soy”.  El prepúber (11-13 años o primera adolescencia) se identifica al tratar de imitar el modelo de los padres y/o adultos de su entorno, pero el adolescente (14-16,17 o adolescencia media) necesita desarrollar la misma identidad, sentirse y ser él mismo.

A lo largo de los estadios del ciclo vital, Erikson aborda diferentes aspectos: cada individuo presenta su propio período evolutivo, que dependerá tanto de factores biológicos, como psicológicos y sociales. En primer lugar, tenemos aspectos genéticos,  factores biológicos, que nos hacen similares a padres, abuelos u otros familiares; heredamos factores psicológicos, que se van desarrollando y nos recuerdan formas pausadas, impulsivas o equilibradas, similares a las de familiares cercanos.

Como decíamos antes, la calidad de las primeras relaciones madre-hijo son el punto de partida del período evolutivo personal. Ninguna persona evoluciona y se construye de forma aislada; primero, recibirá el soporte de modelos parentales. Posteriormente, lo hará de  modelos comunitarios –influencia de la escuela y la sociedad-. Y por encima de estos modelos y  características recibidos, está el hecho de cómo el adolescente o el adulto va construyendo su mundo interior, su personalidad, va asimilando lo que recibe y se va adaptando a la realidad que percibe.

Pero tampoco olvidemos que crecer implica tener autoestima y confianza en las posibilidades personales para llegar a los objetivos que toda persona se plantea o debería plantearse hasta llegar a obtenerlos. La autoestima juega un papel fundamental en la evolución individual respecto al concepto de sí mismo y a la relación que mantiene con los demás. Según la definición de Casado, la autoestima es la capacidad de una persona para valorarse, quererse y aceptarse a sí misma. También se podría decir que es nuestro amor propio. El desarrollo de la autoestima se da en la infancia intermedia (9-11 años), cuando el chico compara su “yo real” con un “yo ideal” y  las personas de su entorno.       

Al hablar de autoestima volvemos a observar el estilo de las primeras relaciones madre-padre-hijo, dado que la evolución del niño dependerá del cariño y apoyo que vaya recibiendo al aprender a andar, a hablar, también en su forma de asimilar y adaptarse a la realidad y a comunicarse con los demás. Es durante las primeras etapas (dos tres años) donde la respuesta de los padres puede darle seguridad en lo que hace y potenciar la evolución de sus procesos de pensamiento.

Hay hechos que pueden marcar negativamente la evolución desde la infancia: una actitud exigente, despreciativa de los padres puede alterar o interferir en la evolución del niño. Las palabras tienen su peso en la educación y el crecimiento desde las primeras etapas, sea como estímulo o como interferencia. La persona se va formando, poco a poco, a lo largo de cada fase del desarrollo y durante toda su vida obteniendo, como resultado del bagaje emocional experimentado, un sentimiento de bienestar o de impotencia.                                                                     

La autoestima constituye un acicate significativo para alcanzar los objetivos propuestos a pesar de las dudas que puedan ir surgiendo a lo largo del camino. Se espera que si el niño evoluciona favorablemente, la inteligencia, la afectividad, la motricidad y el lenguaje, y paulatinamente la socialización, progresen de forma equilibrada. Su punto de partida y de referencia en las primeras etapas es la acción y la relación que el niño establece con sus objetos. De este modo, al repetir cada acción iniciada (por ejemplo, al observar la caída al suelo de un objeto y calcular la distancia desde donde ha caído hasta el suelo), observaríamos el inicio de la inteligencia –inteligencia práctica- y de los sucesivos procesos de aprendizaje.

Mantener una buena autoestima permite que la persona sea más feliz y tenga más confianza en sí misma. Esto implica una influencia positiva sobre el entorno. Así vemos cómo la autoestima se mantiene al expresar nuestra opinión en los acontecimientos que vamos viviendo, al superar el miedo a las críticas, que suponemos pueden ser desfavorables, o al superar los pensamientos negativos. La persona con baja autoestima evita las experiencias nuevas, rechaza asumir nuevas responsabilidades y se vuelve menos sociable.

No hay duda del peso que adquieren la herencia, el ambiente familiar, social, incluso el ambiente histórico en el desarrollo progresivo del niño hasta alcanzar la vida adulta. Sin embargo, y por encima de todo, consideramos el papel de la personalidad en la evolución del niño y adolescente, ya que, según sea el grado de confianza obtenido, hace que la persona se sienta más capaz de superar los diferentes embates de la vida y pueda resolver las dificultades que se vayan presentando a lo largo del camino, un camino que transitará con mayor facilidad si el adolescente, el joven y más adelante el adulto sabe quién es y tiene suficiente confianza para valorarse, quererse y aceptarse a sí mismo.

Maria Vives Gomila, Profesora Emérita de la Universidad de Barcelona y escritora

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