La mañana se despertó ventosa, lo suficiente como para sacudir las ramas, del centenario roble, de mi desahuciado jardín como si fueran escobas barriendo el polvo y arena, que a la postre, el mismo viento repartía de un lugar para otro. No le preste atención, hoy me levante de buen humor como diría mi colega, me levanté de la cama con el pie derecho. Pasé el día más o menos bien, aunque el céfiro empeñado en no dejar títere en pie no cejaba en su empeño. Salí a la calle y caminé unos cuantos pasos, pero una ráfaga casi consigue dar con mis huesos en el duro suelo. Entré de nuevo, en la casa, y me pase todo el día entretenido viendo como el viento jugaba con todas las cosas que a su paso encontraba.
Fue en llegando la noche cuando más el poniente arreciaba. Hice una cena fugaz, sopa de ajo y una taza de posos de café, que ya perdiera el color de tanto ir al fogón, mi cartera está menguada, mejor dicho, finiquitada. Me metí luego en la cama, esperando iluso, poder dormir de un tirón, hasta mañana.
Con las sombras de la noche se agudizo mi oído, aunque también pudiera ser, que, Eolo dispusiera que yo pasara la noche en blanco y más ímpetu a su movimiento diera. El caso es que comencé a oír como si el ventarrón, en mi cuarto se colaba, haciendo el mismo ruido que al abrirse o cerrarse la puerta, pesada y mal engrasada, de un castillo de Transilvania. Me di varias vueltas en el lecho, pensé en cosas bonitas, hasta conté corderos, pero cuando llevaba a quince o veinte contados, el aullido amenazador del lobo, hacia que los corderos salieran en desbandada, corriendo, como endemoniados. Me pasé casi cuatro horas, abriendo y cerrando los ojos, tapando mi cabeza con la almohada, me cambié cien veces de postura en la cama, mi cabeza daba vueltas cada vez más alterada, aunque en casa con la estufa apagada, hacia un frio de escarcha, yo sudaba y tiritaba, será que me subió la fiebre. A punto de enloquecer me levanté de la cama, me fui a la alcoba de enfrente con la esperanza de que mi mente, desquiciada, se calmara. Cerré las puertas de los dos cuartos y me metí en el catre, que paz aquí no se oye nada. Cerré los ojos, volví a contar ovejas que pacían en el prado, una, dos, tres, cuatro… mi cuerpo se relaja, que placer, caigo en un duermevela, pero los, insensatos, animales deciden montar una fiesta para celebrar que el lobo ya no viene a molestarles No sé qué es peor, si los ruidos siniestros o un rebaño de ovejas obsequiándome con un concierto.