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NABIL EN LAS NAVAS 2/4

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(Viene de: …Pero por cada cristiano que caía, otros muchos avanzaban, implacables, empujando a las tropas musulmanas hacia atrás).

La estrategia de al‑Nasir, inicialmente sólida, se desplomaba ante el fuerte embate. Los cristianos, guiados por Sancho VII de Navarra, lograron entonces asestarle un golpe decisivo a los seguidores del Corán. En un movimiento audaz, sus tropas treparon por un paso oculto en las montañas, atacando desde un ángulo inesperado y rompiendo la resistencia de la guardia personal del Califa almohade. Los negros guerreros, encadenados entre sí e incapaces de maniobrar con libertad, fueron masacrados, y el campamento de al‑Nasir quedó expuesto. La supuesta inexpugnabilidad quedó en envidencia, insuflando de ánimo a los seguidores de Cristo. El grito de «¡Santiago!» resonaba por todo el campo de batalla, un eco que marcaba la desesperación de los muslimes. Mientras las tropas cristianas avanzaban, los mahometanos, que antes parecían invencibles, comenzaban a retirarse en desorden.

Nabil miró alrededor mientras sentía cómo el caos y el pánico se extendían por las filas musulmanas. Las líneas de defensa se desmoronaban, los estandartes caían al suelo y, ante sus ojos, aquel dieciséis de julio, la retirada se convertía en ley fundamental de la supervivencia. Ellos, que al principio doblaban en número a los cristianos, habían perdido la más importante de las batallas: la de la moral y la estrategia. A pesar de todo, Nabil intentó mantenerse firme y así se mantuvo hasta que una flecha pasó rozando su rostro, cortándole la mejilla. El dolor era intenso, pero lo ignoró. Se dio cuenta de que tenía que sobreponerse a los acontecimientos y sobrevivir. Debía escapar, por tanto, cuanto antes, como hacía el propio Califa, que huía despavorido para salvar su propia vida.

En medio de aquella vorágine de carreras, golpes y muerte, cuando todo parecía perdido, Nabil tuvo un breve momento de respiro tras unos enormes matorrales en los que se detuvo a descansar. Allí se arrodilló junto a un cadáver para tomar aliento y su mente regresó  brevemente a un momento más tranquilo. Las imágenes se arremolinaron en su cabeza como un torrente incontrolable.

*          *          *

Había llegado a Mursiya siendo apenas un joven, tras ser capturado en una incursión en tierras cristianas. Su origen era, por tanto, cristiano, pero su antigua fe y nombre pronto empezarían a parecerles lejanos. Fue vendido enseguida como esclavo a Abu l-Qasim ibn Razin al-Saquri, un noble de Segura que, recientemente, se había establecido en Murcia con su familia. Nabil recordó las largas jornadas de trabajo bajo el sol implacable, el dolor de las cadenas en sus muñecas y el silencio al que se vio obligado por años. No fue un hombre libre en aquellos tiempos, tan solo un objeto, una posesión.

Pero su vida empezó a cambiar según iba aprendiendo el idioma de sus amos y escuchaba las enseñanzas del Islam. Abu l-Qasim, al percibir su destacada inteligencia, le permitió estudiar, y Nabil se aferró al conocimiento como su única esperanza. Fue durante esos días cuando conoció a Layla, la hija de su señor. Al principio, Layla solo era una figura lejana, una sombra a la que, a veces, observaba con disimulo desde los pasillos. Pero con el tiempo, sus miradas se encontraron, y lo que comenzó como una admiración silenciosa se convirtió, poco a poco, en algo más profundo.

Layla bint Razin era la joya de la familia, una joven de belleza radiante, pómulos altos y ojos almendrados de un verde oscuro. Pero lo que más cautivaba a Nabil era su bondad. Compartieron palabras a escondidas, y en esas conversaciones fue naciendo, a fuego lento, un amor prohibido. Ambos eran conscientes de que su relación era imposible: él, un esclavo; ella, la hija de su señor, que trataba de convencerlo para que diera un paso adelante.

(Continuará)

Sergio Reyes Puerta

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