Portada » Mes de Mayo
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La alcoba es grande, como toda la casa que ocupa dos calles, y el calor que desprende la calefacción no es suficiente, a pesar de que andan metidos de lleno en la primavera, así que Inés se abotona hasta el último botón de la bata de lana mientras escucha las campanadas del reloj de Santa María dar las ocho. Su marido no está, aunque sabe que ha dormido junto a ella por el desorden, y la confusión del rancio olor del alcohol y su colonia inglesa, atrapados en la almohada; cuando lo hace sola a penas descoloca las sábanas. La luz, que entra a raudales al descorrer las pesadas cortinas de brocado, golpea contra las patas de la enorme cama desparramándose luego aquí y allá, y aunque están a mediados de mayo el sol no calienta lo que debiera, o tal vez es que se está haciendo mayor y los huesos ya no aguantan como antes los rigores del invierno. Lo piensa mirándose al espejo diciéndose que perdió la figura cuando parió a su hija:

« ¿Por qué sigues mintiéndote a ti misma? Sabes bien que el problema no fue Victoria. Sencillamente dejaste de interesarle en cuanto te dejó preñada… ─ se acaricia el vientre y se vuelve de perfil frente al espejo. Ni sombra de lo que fue. Solo ve a una mujer de cuarenta y dos años que ahoga sus frustraciones con las pastas de almendra─ y mira que le costó, fue todo un golpe a su orgullo de macho ibérico».

Y era cierto, esa voz en su interior no dejaba de recordarle lo infeliz que era en su matrimonio. Su padre le dijo:

«No te cases con él, no te hará feliz», pero no quiso escuchar. Desde el momento en que se lo presentaron, se enamoró como la protagonista de una novela rosa. Su estilo mundano y su forma de mirar la cautivaron:

«Autoritario y taimado, mujeriego: mala mezcla para ti ». No quiso escucharlo. Hasta el día anterior a la boda siguió insistiendo:

«Dímelo una sola vez y la anulamos por la vía rápida.»…

En ocasiones tentada estuvo de decirle que sí, pero nunca daba ese paso porque él ya se preocupó en dejarle bien claro que si no era suya, nunca sería de nadie. Su vida era una pura mentira. En el fondo siempre le temió.

De pie sobre la descalzadora, su mano tantea la parte superior del pesado armario de caoba, con el corazón acelerado. Hay polvo. Lirio y Joaquina, tienen prohibido limpiarlo, les va el trabajo si desobedecen, así que lo hace ella de tarde en tarde. Se asegura de que la pistola de su marido continua en el mismo sitio donde la guarda por costumbre. Lo hace cada mañana y cada mañana se pregunta por qué:

« No te engañes Inés, sabes muy bien que todo lo arregla sacando la pistola. Recuerda aquella noche del Pasapoga en Madrid durante el viaje de novios; eras joven y no pasabas inadvertida para los hombres con aquel vestido negro y el collar de perlas que te regaló, a modo de perdón, tras el último ataque de celos antes de la boda. Siempre era lo mismo, quería lucirte, que fueras el blanco de todas las miradas, y luego pasaba lo que pasaba: apuntaba al techo y se organizaba la de Dios»… Algunas veces no está y no sabe que es peor… Sus dedos tropiezan con algo, es una bolsa de tela que abre sin pensar. Se queda helada al ver el ancho cinturón de cuero, de hebilla cuadrada, con el emblema que no mereció, y que tantas veces le dejó marcado sin señales a la vista, claro está.

Sabía muy bien cómo hacerlo. Ni el embarazo respetó sus malditos celos. Sentada en la cama, con una mano aferrada al cuero, y la otra rozando la hebilla, las lágrimas resbalan por sus mejillas. Un dejo de amargura en el corazón, un sollozo entrecortado en la garganta y la voz de su padre:

«Fue un pistolero más, arropado por un uniforme que nunca debió llevar. No te cases con él».

Se asegura de dejarlo todo en su sitio y sale al pasillo. Si no se apresura la niña estará ya camino del colegio. Hace tiempo, que la chiquilla dejó de entrar en la habitación: no tuvo que decirle nada a Lirio era algo tan explícito, que no necesitaron palabras. Las dos sabían que verlo durmiendo la borrachera, tras una noche de juerga, no era la imagen idónea. Lo más probable es que acabara siendo una adulta acomplejada e insegura, y no estaba dispuesta porque soñaba con que algún día fuera dueña de su vida. Las habladurías le traían sin cuidado. Continuaría con la pantomima de esa Inés ingenua a la que al parecer solo le importaban las pastas de almendra y su actividad de adoctrinamiento con Acción católica.

En la cocina su hija ríe con las gansadas de Joaquina, que se mueve en el fregadero a la par de una ranchera. Sobre el pecho una cinta celeste con una medalla de latón de La Purísima, por algo es el Mes de María. Lirio le dice que espabile al tiempo que baja el volumen de la radio. Ahora al mejicano se le escucha lejano, allende los mares, que lo está.

Un beso y un abrazo a la niña de sus ojos que le dedica una sonrisa, mientras le cuenta alborozada que Luna, la perdiguera de Amando el dueño de la droguería, ha tenido cachorros. Quiere uno, tentada está de dar el visto bueno pero no quiere perros en el piso, otra cosa es en La Patacona, la casa de sus ancestros. Acaricia las trenzas de la chiquilla; esas trenzas delgadas, de pelo castaño y fino, herencia de las mujeres de la familia, y se asegura de que no ha perdido el escapulario de la Virgen del Carmen que lleva bajo la camiseta interior. La abraza de nuevo y le cuenta por enésima vez, desde que empezó la catequesis, que el último día de ese mes de mayo, recibirá al buen Dios en su corazón; ese Dios con el que no acaba de encontrar la paz.

—Ya tienes a Peladilla – aunque sabe que es como si no la tuviera porque solo la ve en vacaciones.

—No es igual. Solo puedo jugar con ella cuando subimos a La Font Roja ─ razona, metiendo un brazo por la chaqueta de paño que Lirio le pone impaciente, señal inequívoca de que los rigores del invierno pasaron ya.

Las dos vuelan escaleras abajo. En sus labios las palabras se atropellan y en su interior el incómodo presentimiento de que en el pequeño mundo de Victoria, Lirio ocupa el primer puesto…

Es una escalera amplia, de pasamanos de madera lustrada y escalinata de mármol pulido, que da gloria verla. La milagrera de esa gloria vuelve a ser Marieta, rechoncha y bajita, siempre de negro excepto el delantal que es gris, a la que le trae al fresco las hojas del calendario, porque para ella solo existe: tiempo de toquilla y medias; tiempo de toquilla en el arcón y pantorrillas al aire.

Lleva de la mano a la pequeña que no para de hablar, en parte por la excitación de los preparativos para su primera comunión, y porque anda soñando con la primavera en La Font Roja con la casa del campo y sus juegos con Nenín.

Se paran en El Túnel y el olor que sale de la confitería deja los sueños para otro momento. Pega la nariz al cristal, pero Lirio tira de ella hacia el interior. Están de suerte, solo hay una mujer delante a la que atiende la panadera, porque también hacen pan: un par de empanadillas de carne, un candeal y unas pastas de almendra, por las que siente pasión la señora, es lo que deja encargado. Pide una ensaimada y una chocolatina, que paga y guarda en la maleta de la pequeña: a la vuelta recogerá el mandado.

Sumida en sus preocupaciones, no ha visto a un ciclista, que ha estado a un pelo de atropellarlas. La culpa es solo suya por no centrarse en lo que tiene que centrarse, el parloteo de la niña se le hace lejano, hace tiempo que los nervios no la dejan en paz. Podría acallar la conciencia buscando al culpable en el recuerdo de un padre alcohólico y violento, y en cierto modo era así, pero ese infierno no la redimía del sentimiento de alivio cuando la muerte pasó a recogerlo:

«Tras un profundo suspiro las lágrimas se le saltaron, y todos creyeron que era de pena».

En la Plaza de la Bandeja, acelera el paso; es ahí donde bulle la vida con el ir y venir de las mujeres con niños de la mano y la cesta de la compra, unas más llenas que otras, bajo el brazo. Los obreros camino de su trabajo con las gorras caladas hasta las orejas, y el cuello de la chaqueta levantado en un empeño inútil de engañar al frio. Sin afeitar y con el ceño fruncido por la preocupación, los labios sujetan una colilla tan consumida como sus estómagos. Salpicando la plaza los vendedores de iguales gritan los números de la suerte con nombres ocurrentes:

— El ochenta y ocho ¡las mamelles de Quica! El quince

¡La niña bonita!…

Las nueve campanadas del reloj de la iglesia de Santa María suenan justo cuando la pequeña entra por la puerta del colegio, y ella cruza la plaçeta del Fossar y se pierde en el interior de la iglesia:

«solo una vela».

La enciende siempre en el altar menos iluminado; así equilibra algo la balanza, entre los que tienen y los que no. En el fondo le da igual uno que otro porque no cree en ninguno, solo es una cuestión de principios…

Gudea de Lagash

I CERTAMEN DE ARTÍCULOS Y POESÍA PERIÓDICO DIGITAL GRANADA COSTA

Cada tres meses se entregarán dos premios: uno concedido en la vertiente de textos y otro para los poemas

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