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LA ÚLTIMA ESPERANZA 2/4

Cuando bajé la mirada me encontré unos pequeños dedos mocosos que se aferraban a los míos, mucho más grandes y gruesos. Seguí con la vista aquellos deditos, luego la mano y el brazo, hasta encontrarme con el rostro de una pequeña niña, de apenas cinco años, que me observaba con sus enormes ojos marrones empapados en lágrimas. Seguramente, dada la curiosidad que mostraba, se preguntaría por qué los míos eran azules.

―Señor ―me dijo de forma graciosa―, ayúdenoz…

Apreté los labios y volví a mirar al resto. Cada vez más rostros tornaban sus gestos de la desconfianza al ruego. Estaba claro que aquellas gentes sentían que dependían de mí. Que yo era su última esperanza. Y los deditos de aquella niña seguían aferrados con fuerza a los míos. Si estuviera en mi tierra pensaría que era una buena aprendiz de meiga, la condenada chiquilla, pues me estaba partiendo el corazón.

No llegué a decir nada. De repente, en medio de aquel silencio, se escucharon pasos y la muchedumbre se fue abriendo para dejar pasar a un tipo que, por el parecido, debía de ser un hijo del señor del castillo. En sus manos llevaba varias cuerdas que alargó hacia mí. La decisión estaba definitivamente tomada, me gustase o no, y me tocaba descolgarme por aquella ventana hasta la muralla. Eso como primer paso.

Manos y piernas me temblaban cuando me asomé al exterior. El fresco aire que por allí corría no ayudaba a calmar mis temblores, que no sabía si achacar más al frío o a la situación.

―No te lo pienses más ―escuché a mi espalda―. Ya estás en la ventana y pueden verte en cualquier momento. Cuanto más rápido actúes, más posibilidades tendrás de lograrlo.

Reconocí la voz del señor del castillo y supe que el hombre tenía razón. Así que me descolgué sin mayor demora, escurriéndome por el muro de aquella torre. De reojo miraba alrededor y, aunque era de madrugada, las antorchas que los muslimes habían encendido ya dejaban adivinar siluetas y actitudes por toda la fortaleza.

Cuando puse los pies sobre el adarve me pude percatar de que algunos enemigos ya me habían visto, pues sus gritos aumentaron de tono y varios de ellos parecían señalar hacia mi posición. Aquello me paralizó por unos instantes, hasta que vi que por el mismo paseo de ronda en el que yo me encontraba, venían hacia mí varios hombres.

Por suerte, las cuerdas estaban bien preparadas y yo dominaba aquel arte, por lo que enseguida me pude deslizar por el lienzo exterior de la muralla hasta pisar tierra firme. Escuché el silbido de algunas flechas pasando cerca de mí, pero no me detuve a protegerme ni a verlas venir. En lugar de eso, corrí como si el diablo quisiera arrancarme el alma. Corrí ladera abajo, tropecé en varias ocasiones y con esos tropiezos no solo corrí sino que también rodé entre rocas, arbustos y algunos árboles, hasta alcanzar el llano. Una flecha me rozó la mejilla en ese momento, pero pasó de largo dejando grabado en mi oído el zumbido mortal de su vuelo. Un zumbido que jamás dejaría de escuchar durante el resto de mi vida.

A oscuras ―aunque ayudado por el resplandor de algunas flechas incendiadas que me lanzaron y que cayeron aquí y allá actuando como luminarias que me facilitaban la visión― corrí por la llanura, sin perder de vista el cielo estrellado que me habría de servir para orientarme y que no era demasiado diferente al de mi querida Galicia. Sabía que tenía que ir primero hacia el este, adentrándome en territorio islámico, para conseguir un caballo con el que moverme con más rapidez, pero escuchaba los gritos y hasta los pasos de los que me perseguían. Y aún, de vez en cuando, escuchaba el impacto de alguna flecha en el suelo o en el tronco de algún árbol cerca de mí.

―¡Benditos sean Dios y la Virgen si me permiten salir vivo de aquí!

No tardé en encontrar la aldea donde habría de robar una montura para realizar el trayecto ordenado. Para entonces ya apenas escuchaba voces muy lejanas y suspiraba agradeciendo que no hubieran tenido la terrible idea de perseguirme a caballo hasta aquí, pues me hubieran dado alcance con facilidad. Pero si hacía lo que me había pedido, aún debería dirigirme hacia el sur. Eso me impediría alejarme, al menos durante un buen rato, de la fortaleza de Sanfiro, por lo que volvería a ponerme a tiro de mis perseguidores. La otra opción era huir hacia el norte…

Sergio Reyes Puerta

I CERTAMEN DE ARTÍCULOS Y POESÍA PERIÓDICO DIGITAL GRANADA COSTA

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