LA SENDA HACIA TU NAVIDAD
Juan Gustavo Benítez Molina
Málaga
Una oscuridad total lo envuelve todo. Mi respiración es entrecortada. Es una noche sin luna, o al menos eso creo. No se filtra ni una mota de luz a través de la ventana de mi habitación. Tal vez no haya luna, pero de lo que sí estoy seguro es que estrellas sí que las debe haber, las estrellas que guíen a los reyes magos en su camino hacia las casas de todos los niños del mundo. Sí, hoy es 5 de enero, la noche de los mil y un sueños de todos nosotros, los más pequeños, los no tanto y los más mayores y sabios. Y aquí me encuentro yo, sumido en mis pensamientos, acurrucado en mi cama con miedo a moverme e incluso a respirar. Deben de haber transcurrido ya varias horas desde que me despidiera de mis padres y de mis hermanos justo antes de irme a dormir. Sin embargo, el reloj de la mesilla está demasiado lejos para verlo. No quiero moverme. Un ruido sordo, de gran intensidad, seguido de un repiqueteo más o menos irregular, me ha catapultado de nuevo y sin previo aviso a la realidad. Sea lo que fuera con lo que estuviera soñando hace tan sólo unos segundos se ha hecho añicos sin más, como si de un delicado jarrón de porcelana se tratara. La casa permanece ahora en el más absoluto silencio. Nada que ver con el estruendo y la algarabía formados horas atrás, cuando todos permanecían sentados a la mesa degustando la deliciosa cena que la abuela había preparado.
En este preciso instante llega a mis oídos un breve siseo, un ligero roce. Mi mente no da crédito a lo que ven mis ojos. El pomo de la puerta de la habitación parece estar girando. Un pánico irresistible invade todo mi ser. De repente siento náuseas. Un sudor frío recorre mi frente. Es entonces cuando la estancia comienza a recibir un suave aliento de luz, la cual es filtrada a través de la abertura que va dejando la puerta entre ésta y el marco de la misma. No puedo creer lo que ven mis ojos: la sombra de alguien se interpone de pronto en la trayectoria de la luz. Con una voz apenas audible me invita a seguirle. Parece querer mostrarme algo. En cualquier otra situación mi reacción hubiera sido de quedarme petrificado y no moverme un ápice, esperando despertarme en cualquier momento, o bien ponerme a gritar como un poseso pidiendo auxilio a mis padres. Nada más lejos de la realidad… Una fuerza que no consigo comprender me impulsa a levantarme de la cama. No lo puedo creer, pero mi cuerpo no da muestras de acatar las órdenes de mi cerebro. Sin más, me hallo de pie en pleno pasillo. No comprendo nada. La sombra parece haberse desvanecido en la nada. No reconozco el corredor en el que me encuentro. Desde luego no es la casa en la que vivo. Las paredes son de piedra, de un tono grisáceo, muy oscuro. Debe de haber varias capas de polvo y suciedad incrustadas en sus grietas desde hace largo tiempo. Todo permanecería en penumbra si no fuera por una serie de antorchas encendidas ubicadas cada tres o cuatro metros de lo que parece ser una antigua galería de un castillo. Ésta parece estrecharse más y más conforme voy avanzando por ella. No tengo ni idea de dónde estoy. No recuerdo nada parecido. Tras dar unos cuantos pasos sin rumbo fijo, comienzo a percibir un fuerte ruido. Parecen voces, risas… El repiqueteo de cubiertos me hace recordar la cena de anoche. Sigo caminando en dirección de donde parece proceder el foco de mi atención. Una abertura de casi dos metros de altura interrumpe la mugrienta pared del castillo. Tiene forma de arco. Las voces y las carcajadas de una multitud se agolpan en mis oídos. Estoy muy cerca de ver aquello que me impulsa a seguir caminando. Es entonces cuando penetro en una enorme sala repleta de luces y de color. Una veintena de personas, de todas las edades, desde niños de apenas cinco años hasta personas mayores que bien podrían ser sus abuelos, se agolpan en derredor de una larga mesa repleta de suculentos y apetitosos manjares y de adornos navideños. Un hombre y una mujer, junto con tres o cuatro jóvenes, ubicados en una esquina de la mesa, comienzan a cantar villancicos, al tiempo que guían el ritmo de la música con unos improvisados instrumentos musicales. Me percato de que los allí presentes me son totalmente desconocidos. Parecen estar pasándoselo en grande. Se les ve muy felices.
No me da tiempo a pensar en nada más, cuando de repente me encuentro de nuevo en el angosto corredor de antes. El silencio se hace dueño de nuevo de mis oídos. No entiendo nada. ¿Quiénes se suponían que eran esas personas y por qué estaban allí? Avanzo unos metros más, tropezando a mi paso con una especie de piedra. Me agacho para ver qué es aquello que casi me hace caer de bruces al suelo. Un fuerte dolor se filtra a lo largo de mi pierna. El foco, la parte del pie con la que he golpeado un duro y extraño objeto. Pero allí no hay nada. Es al incorporarme de nuevo cuando me percato de que me encuentro justo ante una puerta que conduce a un enorme jardín. Por el color de los árboles y arbustos cualquiera diría que estamos en otoño, en vez de en invierno. Las ramas muestran su orfandad. Ni una mísera hoja puebla sus finas extremidades. De repente un ruido ensordecedor hace que me lleve ambas manos a los oídos. No me había dado cuenta antes pero, a escasos metros de la fachada, una auténtica vía de tren permanece inmutable al paso del tiempo. El ruido proviene de un tren que se acerca a toda velocidad hacia donde me encuentro. El chirriar de los frenos le hace detenerse justo enfrente de la oscura mansión en la que me hallo. El tren parece muy antiguo, está muy deteriorado. Sin previo aviso la puerta de uno de los vagones se abre de par en par. No consigo vislumbrar el interior. Una luz blanca y cegadora proveniente de sus entrañas me lo impide. ¿Qué hago? ¿Me arriesgo y subo? ¿Acepto la invitación que parece estar brindándome el misterioso tren? No me da tiempo a decidirme cuando la puerta del vagón se cierra a cal y canto. Parece como si “aquello” que gobernara aquel tren se lo hubiera pensado mejor y se arrepintiera del ofrecimiento. A mi mente acude un pensamiento: tal vez no sea digno de ese viaje…
Aquí finaliza la escena y nuevamente permanezco inmóvil en el lúgubre pasillo de este extraño e inhóspito lugar. Multitud de imágenes se agolpan en mi cerebro. Mucha información, demasiadas preguntas sin respuesta hacen que en mi mente se produzca tal bloqueo que ya nada me parece inverosímil… Desde otra abertura abierta en el muro, a unos metros más allá de donde estoy, el llanto de un niño despierta mi interés. Es un llanto triste, aunque no con cierto grado de amargura. Me precipito sin más en el interior de la estancia de donde proviene los sollozos y la imagen ante la que me encuentro no me deja indiferente: un niño, arrodillado a los pies de un gigantesco árbol de navidad, llora desesperado porque uno de los juguetes que le han traído los reyes magos se ha roto por la mitad. Tiene una veintena de juguetes más a su alrededor, pero para él sólo hay uno, el que está roto y hecho pedazos. Su familia intenta consolarlo, aunque toda estratagema resulta infructuosa. El niño llora y llora sin parar. La pena, antes presente en sus gimoteos de niño mimado, da paso a una rabia incontenible.
No me da tiempo a pensar en nada más cuando nuevamente me hallo en el ya conocido corredor. No entiendo nada… ¿Qué significa todo aquello? Pero mis piernas no me proporcionan descanso y ya me encuentro caminando a paso ligero hacia lo que por fin parece ser el final del pasillo. Una puerta, de dimensiones más reducidas a las anteriores, se abre de par en par en el extremo del mismo. En esta ocasión parecen ser risas y sonidos típicos de carantoñas, frescas y alegres, las que llegan a mi mente. No sin antes pensármelo un segundo me precipito en el interior de la siguiente estancia. Una luz cálida emerge de todos los rincones de la sala. Un hermoso árbol de navidad cobija bajo su fronda a una familia tremendamente feliz. Unos padres, jóvenes y llenos de ternura y vitalidad, sonríen y disfrutan viendo cómo sus tres pequeños se lo pasan en grande jugando con un osito de peluche no muy grande, pero suave y agradable al tacto. Es el único juguete que les han podido comprar sus padres, sin embargo, muy al contrario de lo que tal vez cabría esperar, son tremendamente felices y se sienten las personas más dichosas del mundo. Sin duda alguna, han sido tocados con el dedo de la felicidad, del amor, del bienestar, de la salud y de la prosperidad. Y eso es lo más importante…
Todo está oscuro de nuevo. Siento una ligera presión en el brazo. Son mis padres y mis hermanos, despertándome del profundo sueño en el que he estado sumido toda la noche. Tras salir de debajo de las mantas, los madrugadores rayos de sol me ciegan por unos instantes. Ya han debido de llegar los reyes magos. Pero, ¿qué regalos serán los que habrán dejado bajo el árbol de navidad? Pregúntate cuál es el regalo que tú ansías para ser feliz… Si ya lo tienes, y no deseas nada más de lo que ya posees, seguramente a ti también te hayan tocado con el dedo de la felicidad.