LA DIETA DEL POTASIO
Sergio Reyes Puerta

Cuando, siendo todavía un chaval, el maestro le dijo que el hombre descendía del mono, decidió que, a partir de entonces, su dieta se basaría, principalmente, en el consumo de plátanos. Ayudó a adoptar dicha determinación el hecho de que el plátano fuese, junto a la sandía, y como en cualquier niño que se precie de serlo, su fruta favorita.
Al principio su madre no le dio importancia, y trató de satisfacer los deseos de su hijo, comprando ingentes cantidades del fruto demandado, siempre que coincidiese con la época de su cosecha y, en consecuencia, hubiera disponibilidad. Aunque esto último, gracias al milagro humano de la importación, acabó por ocurrir casi siempre.
Así, el pequeño comía cada día más plátanos que el anterior y pronto comenzaron los comentarios jocosos —aunque bienintencionados— sobre su nueva costumbre. De lo que se come se cría, Aureliano, y otras cosas por el estilo solían decirle compañeros, amigos y allegados.
Pero las que no dejaban de ser estúpidas chanzas sobre su ingesta masiva de plátanos, pronto, al retirar de su dieta otros alimentos, se tornaron en sermones, sobre todo de sus mayores:
—No puedes alimentarte tan sólo de plátanos, cariño. Tienes que comer otras cosas o te morirás.
Finalmente, dada la cabezonería del hijo, sus padres dejaron de comprar el amarillo fruto de la platanera, lo que sublevó enormemente al ya jovencito Aureliano. Este, decidido a mantenerse fiel a sus propias consignas, investigó por Internet —¡Ah! ¡Qué banal se ha vuelto la tarea investigadora hoy en día!—, y tras averiguar que la cuna del plátano estaba en las Islas Canarias, resolvió trasladarse allí cuanto antes.
Al día siguiente, fingiendo que se marchaba una vez más a la escuela, se fugó —no sin antes robar un manojo de plátanos en el mercado, de donde pudo escabullirse fácilmente con su botín, gracias a sus ágiles piernas de preadolescente—. De mercado en mercado se dedicó a afanar plátanos para subsistir durante el trayecto que, en una o dos semanas de andaduras y escondrijos de lo más variados, le condujo a una bohemia ciudad portuaria. Pronto consiguió embarcarse —como polizonte— en un navío que se dirigía a las Canarias. Otro puñado de plátanos, birlado poco antes a un confiado tendero, sería, bien racionado, su sustento en aquel incierto aunque exitoso viaje.
Entretanto, sus padres lo buscaron. Pero la búsqueda resultó infructuosa, por lo que, una vez en Canarias, el pequeño Aureliano se pudo dar gusto, durante muchos años, comiendo —invariablemente— plátanos que robaba directamente de los árboles. Se hizo muy famoso en la zona por su comportamiento, pero todos aceptaron su extraña cleptomanía. Es más, los vecinos lo adoptaron como si de una mascota se tratara y lo apodaron, primero, el niño mono. Con el tiempo pasaron a llamarlo el hombre mono, hasta que le sobrevino la muerte por sobredosis de potasio —que, como cualquier otra cosa que le metamos al cuerpo en exceso, tampoco es bueno—.
La gente del lugar lloró durante días la pérdida y lo enterraron, como él había dejado escrito ante notario, en una enorme plantación de plataneras y dentro de un ataúd con forma de plátano, para alimentar —según aseguraba en sus últimas voluntades, inspirado, sin duda, por el ciclo de la vida del Rey León que tantas veces le pusieran sus padres en DVD, antes de su huída— futuras cosechas.
En fin, quién sabe si, ahora, algún átomo del potasio que hayamos ingerido en el postre del otro día no procedía, tal vez, del cuerpo de Aureliano…
RAMOS DE DOMINGO
Sergio Reyes Puerta
A los libros (escrito un Domingo de Ramos)
Ramos de hojas que se juntan en hermosos libros. Ramos de letras que apuntan palabras de equilibrio. Ramos de domingo despuntan al alba sin alivio y sin querer nos catapultan a los sueños del delirio.