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H A C E S D E L U Z ESCEPTICISMO: Una aporía intelectual

        La suerte de toda la Metafísica  occidental ha estado  vinculada al discutido “argumento  ontológico de la existencia de Dios”, que en  el “Proslogium” de san Anselmo (1033 – 1.109) alcanza su expresión  clásica. Los versículos 6 y 7 del salmo 83, del rey-profeta David, dicen: “ Dichoso el hombre que en tí tiene su amparo; y que ha dispuesto  en  su corazón en este valle  de lágrimas, los grados para subir hasta el  lugar  santo que destinó  Dios  para sí”, ya que la felicidad no es otra cosa sino la “fruición” del Sumo Bien, que está por  encima de nosotros; nadie puede ser  feliz si no se eleva sobre sí  mismo, no con  una elevación  material, sino espiritual y -¡cómo no!-  afectiva.

    Una  pausada y reflexiva lectura de la agitada vida  de  Gabriel  Marcel (1889 – 1973),  filósofo existencialista  cristiano, me ha llevado a emplear muchas horas para componer esta  breve reflexión sobre el Escepticismo, una de las más  terribles actitudes filosóficas frente al problema  religioso. Dudar no es malo, pero nunca puede ser  “principio de operación”. En la misma actitud ética del ser humano, se aplica  que “in dubiis, abstentio” (en la duda, abstenerse). El desinterés por la verdad, que domina las épocas de falta de tensión  teórica, suelen unirse  en  ellas a  la desconfianza de la verdad, o sea,  el “escepticismo”. El hombre no se fía; surgen  las  generaciones recelosas y  suspicaces, que  dudan de que  la verdad se  deje alcanzar  por  el  hombre. Así sucedió  en  el  mundo  antiguo, y el proceso de descenso  de la teoría – una vez  muerto Aristóteles  (siglo IV a.C.) – es contemporáneo de la formación de las escuelas escépticas. Este escepticismo – afirma Julián  Marías  en “Historia de la Filosofía”, pág. 94 (Madrid, 1961) – suele  encontrar una  de  sus  raíces en la pluralidad de opiniones: al tener  conciencia de que se han  creído  muy  diversas cosas acerca de cada  cuestión, se pierde la confianza en  que  ninguna  de las respuestas sea  verdadera o que una nueva más  lo sea. Hay que distinguir, sin  embargo – benévolos  lectores de GRANADA COSTA – entre  el  escepticismo  como tesis filosófica y como actitud  vital. En el primer caso es una tesis contradictoria, pues  afirma la imposibilidad de conocer la verdad, y esta afirmación pretende ser ella misma verdadera. Por tanto, el  escepticismo como tesis se  refuta a sí  propio, en su formulación. Otra cosa es la “abstención” de todo juicio (Apojé), el escepticismo  vital, que no afirma ni niega. Este escepticismo aparece una y otra vez  en  la historia, aunque – a la verdad –  también  es problemático que la vida  humana pueda mantenerse  flotante en esa abstención sin  arraigar en convicciones. Esta es la razón del título “Escepticismo, una aporía intelectual”. No sé – objetivamente hablando – cuál de estas actitudes  es  más  peligrosa en el orden social, moral y  religioso de todo ser humano, ya que está demostrado, con argumentos filosóficos y teológicos, que el hombre es capaz  de llegar, con  la sola luz de la “razón natural”, a la idea clara y evidente de la existencia  de Dios: San Agustín, san Anselmo, Santo Tomás  de Aquino, Alejandro de Hales, Duns Escoto, Nicolás  de  Cusa y, de manera especial, el “Padre de la Filosofía Moderna”,  R. Descartes (1596 – 1650), tal como podemos comprobar  en sus  famosas “Meditaciones metafísicas”, publicadas en  el año 1641. Este gran hombre del mundo se ha revelado siempre a los ojos de todos como el primer hombre de la modernidad. Aprovecho la ocasión para decir que Descartes debe realmente mucho a la escolástica. Es un hijo de la escolástica, que hizo del método cuestión  de principio y base sustentadora de su  filosofía.. Pero Descartes es, asimismo, y ante todo, un metafísico. Aún más: el espíritu metafísico de Descartes se orienta  en  la misma dirección que el de Aristóteles. La ciencia de las causas primeras y  de los  primeros  principios era  también para  Aristóteles  la metafísica o filosofía primera. Por eso he acudido yo a tantos filósofos y teólogos para  afirmar, sin la menor  duda, que el escepticismo es sumamente peligroso y no  tiene fundamentos metafísicos. Para los escépticos no hay más  que  intuición  sensible  de la  experiencia. La evidencia no es más que un referente  del “aquí y  ahora” (hic et nunc) y no existe un  conocimiento  permanente de las  cosas. Y aún sigue afirmando que la verdad objetiva no existe y si existe no podemos conocerla, y si la  conociéramos no podríamos  expresarla. Para el escepticismo, el estado de opinión es  el estado propio  del  hombre, incapaz de alcanzar  el  conocimiento  objetivo  de la  Verdad. La verdad, con minúscula, es algo provisional sometida a las condiciones  subjetivas de la experiencia y a las condiciones  sociales de  la cultura  y  del poder. Puro relativismo. Siento profundamente no tener espacio, en este breve artículo, para rebatir las contradicciones de este viejo sistema filosófico.

   Descarte, es cierto, hizo uso de la duda como sistema y como método: “… No he intentado escribir  nada que no pueda demostrar diligentemente”, nos dice en la Sinopsis de las seis meditaciones. La 2ª y 3ª Meditaciones, que versan sobre la naturaleza del  alma y sobre la existencia de Dios, nos introducen plenamente en el procedimiento cartesiano. De la duda pasa Descartes a la certeza, mejor dicho a la primera certeza, que no es otra que la del “cogito” en referencia  al “sum”. A  partir de la 3ª el tema de Dios es requerido insistentemente por Descartes. Y aún más: creo que,  a pesar de su “racionalismo”, Descartes no desdeña en absoluto en este punto las  enseñanzas  de la escolástica. Es un hecho plenamente característicco del cartesianismo la aceptación de la llamada prueba ontológica de la existencia de Dios, como ya lo hiciera san Anselmo de Canterbury. Y tal es  así  que en la 3ª y 5ª Meditaciones el existir  divino   viene probado por la idea  que se tiene de su esencia perfectísima. Y Descartes – cfr. “Prólogo”, de José Antonio Miguez,, pag. 20 (Aguilar, 1961) – acaba por concluir que “existe un  ente sumo y primero” luego de haberse dado  cuenta de que la existencia es una perfección.

  Leídas las “Meditaciones metafísicas”, puedo afirmar que la idea de Dios  es, para el filósofo francés, una idea verdadera, imagen de una naturaleza verdadera e inmutable. No es siquiera algo puramente dependiente  del pensamiento, algo que alcance el carácter  de ficción  mental. Dios  existe –  en  el razonamiento ontológico – porque sólo a  El y a su esencia puedo  atribuirle la existencia.  Hay, pues, un ansia de Dios  en el cartesianismo; en ningún lugar más patente que en las propias  Meditaciones  metafísicas. Es un Dios, ciertamente, que no ayuda ni seguramente ilumina al hombre, un Dios, en una palabra, que no se acerca al hombre con aquella sublime “charitas” que es amor  en el lenguaje y en el  sentimiento de los grandes santos del cristianismo (op. cit. pág.21). “Si Dios no existiera, sólo la violencia lograría que los hombres se portaran “como  Dios  manda”, dice la voz popular.

Enero, 2016.

Alfredo  Arrebola, Doctor  en Filosofía  y  Letras

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