LA SOBRASADA
Entraron en el portal del hogar prestado iluminado por una bombilla pelada, que apenas alcanzaba para aclarar la visión de los dos primeros escalones, en donde un gato les dio un susto de muerte al sentir cómo invadían la paz de su rincón. Un olor a coles hervidas flotaba en el aire, y en el rellano del primero se enlazaban las noticias de Radio Nacional con un tango de Gardel. En el segundo, una Tatín con lápices de colores y una Gelinda llorando desesperada por un incisivo que rasgaba la tierna encía de la pequeña, paliaron en parte, aquel horrible día en el que acababa de enterrar a un buen amigo; al abuelo de sus hijas.
Sobre la mesa, igual que el ombligo del mundo, un plato de embutido y un porrón de vino de garrafón, ocupaban el centro de un mantel, a cuadros azules y verdes, que junto a Medio pan de hogaza y una humeante sopera, componían la cena de esa noche en el hogar prestado.
Se sentaron, sin Sara, a una mesa triste con un enorme hueco difícil de llenar, porque Sara volvería de su mundo de recuerdos, al siguiente día o al otro a ocupar su lugar, pero su amigo ya no volvería más.
Y la nena lloraba y lloraba. Ni el dedo de su madre masajeando las encías, ni el frío hielo picado y envuelto, en un pedazo de gasa, ni la gota de licor sobre la maltrecha carne, recomendada por esa tía Teresa, pequeña y enjuta, de moño estirado y gafas de concha gruesa y redondas, surtían efecto.
Casi agradecieron el berrinche de Gelinda que apartaba con firmeza el biberón de Pelargón que la Escopetilla le daba. Y lloraba y pataleaba desconcertando a todos, haciendo que la tristeza fuera menos tristeza, por el afán de calmar su dolor ante el apremio de ese diente de leche que quería salir.
Con el primer diente de leche de la pequeña y el final de las vacaciones, llegó el momento de partir hacia el destino nuevo. En Valencia dejaban a parte de la familia y al viejo Camaró, dormitando en el jardín de piedra hasta el día del Juicio. Con ellos se llevaban a una Sara cansada y algo doblada, no por el peso de los años que no eran tantos, sino por el peso de ese camino en solitario que le tocaba emprender. Una Escopetilla enlutada, y un par de nenas era todo lo que había inventariado el corazón.
Y así se fue sin huevo de pato, no porque allí faltaran patos, sino porque no era costumbre como lo era, en esa tierra africana cuyo recuerdo le mordía el corazón, a emprender el camino de una nueva vida en un puesto que ya no deseaba. Recordó aquello de que: A quien prueba Guinea se le mete el veneno de volver. Y pensó que era tan cierto como que había Dios. Pero ese Dios se empeñó en enviarlo a Almería, una pequeña ciudad a orillas del Mediterráneo en donde el sol nunca parecía tener prisa por irse a dormir. Y allí, en la calle Chile, número siete, de un barrio de casas bajas a la que llamaban Ciudad jardín, tal vez porque a ninguna le faltaba su trocito de tierra para llenarla de flores, invirtieron en una casita pequeña de paredes blancas y jardín coqueto, que les costó sesenta mil pesetas. Un desembolso que no todo el mundo, en los tiempos de posguerra que corría se podía permitir, pero que para ellos no era un problema por esos años de campaña en aquellas tierras.
Con la compra de la casa, la ilusión volvió a formar parte de la familia. Ahora se encontraban en un hogar totalmente suyo, junto a Sara, las niñas y Vicenta, la chacha, una joven desgarbada y tan sosa que Ojos de Gato pensó, que Dios se olvidó de darle esa pizca de sal con la que debería ganarse al corto mundo que la rodeaba. Y así pasaban los días. Él con su trabajo en el cuartel y ella aturullando a la buena de Vicenta, a la que le faltaba sangre para acelerar la faena. Desesperada la una y exasperada la otra, acostumbrada como estaba a tantos de servicio, el entendimiento entre ambas no acababa de llegar. Solo Sara, con esa serenidad que la caracterizaba, sabía cómo manejar a la muchacha sin atolondrarla más.
Era de noche en la Casa Cuartel, como en todas las casas de ese lado del mundo. En la mesa familiar solo estaban, la chiquilla sentada en una trona de madera, que Anacleta, la mujer del cabo Gómez le prestó, tras el uso continuado de los siete hijos conque Dios y el semental de su marido le premiaron, y una sobrasada gorda y lustrosa en el centro del mantel mirándose en silencio, la una porque no sabía hablar, y la otra porque era un simple embutido de piel brillante que decía cómeme, pero nada más. Estiraba y estiraba sus brazos de nena hasta que desesperada rompió a llorar con un llanto amargo que nadie entendía.
Cada uno a su manera intentaba calmarla, pero no había manera. Ni papilla, ni sonajero, ni osito de peluche…La niña seguía en su empeño de martirizar los tímpanos de toda la familia, hasta que a su padre se le ocurrió que, tal vez colgándole la sobrasada, acabara con el llanto.
— ¡Pero cómo le vas a colgar la sobrasada al cuello!
— ¡Que no zeñó! Que ce pué ahogá…— dice Vicenta abriendo unos ojos como platos, y a punto de derramar la sopera.
Pero él, agarrando la sobrasada por el cordel, se la ata alrededor del cuello por encima del babero. Y Gelinda le dedica la mejor de sus sonrisas palmoteando de felicidad ¡Por fin! alguien había comprendido su necesidad de tener esa hermosa sobrasada, de piel roja y brillante como una bola de navidad, colgada de su cuello. ¡Por fin! Alguien la comprendía y ese alguien solo podía ser su padre.
Gudea de Lagash