Portada » El engaño
Asturias 2005 021 C

Llegaron a casa casi a la vez, se saludaron con el mismo sentimiento que lo harían si llevaran meses separados, cuando apenas hacía cuatro horas que se habían despedido.

Esa tarde sería un hito en su vida de jubilados, pues era la primera vez que no salían juntos. Después de una vida en la que el trabajo les había mantenido en forzosa separación, con el retiro, tanto ella como él, quisieron recuperar el tiempo perdido.

Mientras duró la juventud, supieron compensar con arrojo e imaginación  el secuestro del trabajo. El tiempo había pasado. Habían vivido la era de la pasión sin penurias, aunque con estrés, tratando de arañar tiempo a las exigencias laborales y sociales. Superada esta época, asignatura aprobada, que aunque gustaban recordarla, sabían que no volverían a estudiarla. No era eso lo que les mantenía unidos.

Lo que los mantiene unidos, llamémosle amor amistoso, amistad enamorada o como más os plazca, era el resultado de haber puesto sus sentimientos a cocer en esa olla que es la vida, dejándolos a fuego lento, en una reducción casi alquímica de los numerosos elementos que la integran, hasta perder todo aquello superfluo, trivial y frívolo. Solo quedó lo esencial de la relación, con su inmensa riqueza, y ahora habitaban en esa esencia: en la perfección de la convivencia.

Sin juzgar si fue una vida buena o mala, era la que ellos habían forjado a su gusto sin reparar en lo que de ella pudieran pensar quienes los rodeaban. Nadie les envidiaba porque era difícil para sus mentalidades, abotargadas por el consumo y el adoctrinamiento de los medios de comunicación, encontrar alicientes en aquella existencia serena, apacible del auto-encuentro.

Era el resultado de toda una vida de mirarse en el otro y, por si esto fuera poco, era una existencia que se producía sin alharacas, apartada de ese concepto de felicidad con fondo de violines a  la que nos arrastra la dictadura televisiva, era tan espartana como ellos habían pretendido, sin concesiones a lo que perseguían quienes les rodeaban. Esa forma de vida fue mustiando las relaciones que mantenían con algunas amistades, porque estas al mirarse en ellos se veían reprochadas. 

Pero para pasmo de sus conocidos, este tipo de vida, en el que ya cabalgaban casi tres lustros, había arruinado los pesimistas vaticinios que sobre su futuro hicieron bastantes de ellos. Seguían unidos y sin que en el horizonte de su unión se apreciaran grietas.

Pero aquella tarde sus miradas se rehuían, tropezaban sus disculpas y no acertaban a iniciar conversación que no empezara por un «Perdona…». La culpabilidad empañaba el ambiente, sin que ninguno comprendiera el apocamiento del otro. El propio, eran incapaces de percibirlo.

Antes de que salieran a aquello que tenían que hacer, el desasosiego se había instalado entre ambos y, sin que ninguno le preguntara al otro a dónde o que motivaba su salida, ambos habían tratado de justificarla con esos embustes tan farragosos que solo utilizan quienes no están acostumbrados a mentir. Si percibieron o no la falsedad de las excusas ofrecidas es algo que quedará en el apartado de los misterios insondables, pues ninguno dio muestra de sentirse sorprendido por ellas.

Estaban tan pendientes de su propia justificación que no repararon en las incongruencias de la del otro, que sin profundizar mucho en ella, la daban por pertinente. Solo tenían oídos para la propia, cuyos ecos se prolongaron en sus entendederas como un mal sueño.

Salieron purgando, por anticipado, la «falta» que iban a cometer. Si más prudencia que mantener la mirada al resguardo de la del otro.

Hicieron lo que habían salido a hacer y volvieron a casa, no solo con la culpabilidad con la que habían partido, sino acompañada del lamento de haberlo hecho, ella con los ojos enrojecidos por el llanto, el de un humor de mil demonios, los dos abatidos.

—Estamos bastante mustios —dijo ella.

Se sentaron en aquel lugar desde el que permitían que el televisor los viera sin entorpecimientos y, en silencio, cosa extraña en ellos, se arrebujaron más que de costumbre, como si tuvieran algo por lo que hacerse perdonar.

No quisieron comentar su salida, ambos temían que su embuste fuera descubierto, no acostumbraban a mentir.

Aquella noche, todo era excéntrico, parecían más interesados en lo que ponían en la tele, que en mirarse, lo que no evitaba que se observaran de soslayo, siempre con el temor de que sus oblicuas miradas se encontraran. 

Por eso, cuando a ella se le escaparon unas inoportunas lágrimas él, solícito, le preguntó:

—¿Te duele algo querida?

—No cariño, no te preocupes, debe ser que algo se me ha metido en el ojo y está molestándome toda la tarde. Voy a ponerme colirio y vuelvo.

Fue al baño, dejando a su paso un vestigio de desasosiego casi sólido. Pero en lugar de ponerse las gotas, desembalsó un rio de llanto que pugnaba por salir. Se refrescó los ojos, recompuso el rostro lo mejor que pudo y, cuando cesaron los hipidos, llevó al salón una sonrisa forzada y huidiza. La normalidad  se había quebrado en mil trozos esa tarde, aunque no estuviera dispuesta a admitirlo.

Él se había quedado ante la arrogante e ignorada mirada del televisor, convidado de piedra al que en escasas ocasiones se le prestaba atención, revolviendo sus pensamientos, que tenía puestos en el futuro, un futuro que, a muy corto plazo, vaticinaba muy triste. También había llorado, pero lo hizo para dentro, como le habían enseñado que lloran los hombres, ahora, estando solo,  lo sustituía descargando puñetazos al cojín.

Los dos andaban apenados por algo que esa tarde habían averiguado sobre el otro, algo inesperado, algo que les destrozaba los planes de vida en común.

Ella no volvió al salón tan rápida como esperaba, pero sí que fue fugaz, solo para darle las buenas noches e irse a refugiar su desengaño entre aquellas sábanas que habían contemplado tanta felicidad compartida.

—Me voy a la cama. No sé qué me pasa hoy, pero me caigo de sueño. Buenas noches cariño, no te acuestes muy tarde, que tienes que descansar.

Se fue como un cometa, dejando tras de sí una estela de pesar, un rastro de desamparo visible hasta para los poco observadores.

A pesar de su reciente afirmación, el desconsuelo que arrastraba no le dejó dormir. Lo peor de todo era que ese algo que la atormentaba, por primera vez en su vida, no podía compartirlo con él, hacerlo sería descubrir el engaño.

Él se quedó apesadumbrado en el salón, esa tarde había querido aclarar sus dudas y ahora hubiera preferido seguir dudando, ahora todo eran certezas, certezas negras, agoreras, inaceptables, pero tendría que asumirlas.

Cuando creyó haberse serenado lo suficiente se fue a la cama, no quería que ella notara su congoja. Se acostó con mucho tiento, para no despertarla, aunque pronto supo que estaba tan despierta como él. Nada se dijeron. La abrazó con sumo cuidado, con ternura, como si estuviera dormida y no quisiera despertarla. Y así, enlazados, hechos un ovillo, estuvieron hasta que la próstata lo arrancó del lecho.

Cuando él volvió, ella se había levantado.

El rostro de ella amanecía grisáceo, ceniciento, apagado y la prolongada vigilia había dado unos brochazos de tristeza parda a sus párpados, que hablaban de decrepitud terminal. Él la vio, pero no quiso mirarse en el espejo, no le hacía falta, sentía la decadencia de su cuerpo.

«Qué duro va a ser para ella el poco tiempo que le queda. Que mal debe de estar pasándolo, no sabe que pronto finalizara. No sé porque me comprometí con su médico a no decirle nada. No creo que le hiciera ningún mal saber que tiene la muerte a la vuelta de la esquina», pensó él.

Ella al ver la cara de padecimiento de él pensó lo callado que tenía el dolor que debía estar sufriendo y la tristeza con la que la miraba.

«Debe de estar padeciendo lo indecible, yo le diría que no desesperase, que pronto finalizará todo… ¡Dios que sola me voy a quedar!, pero su médico me dijo que era mejor no decirle nada», pensaba ella. 

La única salida por separado que habían hecho en años había sido para ir a hablar con el medico del otro, para que les dijeran lo que no habían querido decirle a sus pacientes, lo poco que les quedaba de padecer juntos.

Alberto Giménez Prieto

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