EL DINOSAURIO
Javier Serra
Acabo de cerrar un volumen de microrrelatos de Augusto Monterroso y me quedo un rato hundido en el sofá, mirando al techo como si entre las incipientes grietas de la pintura pudiera hallar respuestas a las preguntas que aquellos plantean. ¿Cómo puede comprimirse un mundo entero en tan pocas palabras? Existe una misteriosa alquimia en esos cuentos diminutos: la poda quirúrgica del lenguaje, la precisión del remate, el rascar con un dedo el punto preciso de la superficie de las cosas para que nos permitan entrever su profundidad y, sobre todo, la forma en que se abren a mil interpretaciones sin que el autor necesite más que lo que es posible decir en el lapso de un suspiro.
Enciendo la tele después de un tiempo sumido en mis meditaciones con la esperanza de dejarlas atrás para volver a la implacable aunque en cierta modo reconfortante realidad. Mala idea. Porque, apenas concluída la sintonía del telediario, aparecen titulares sobre mordidas, prostitutas con discos duros escondidos en el refajo, políticos corruptos e infames y nombres de empresas asociadas a los mismos que suenan como ecos en montañas no tan lejanas. El cuento de nunca acabar (ese no lo escribió Monterroso). Así que mi gozo en un pozo: en ese preciso instante el más conocido microrrelato del escritor hondureño emerge en mi cerebro más que como un logro literario, como una profecía de Nostradamus:
«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»
Solo que en esta ocasión no me imagino un reptil prehistórico de fauces descomunales y rugido jurásico sino un tipo zafio, caradura, trajeado como un sepulcro blanqueado y escaso de luces que sin embargo, seguramente debido al célebre efecto Dunning-Kruger, se cree más listo que los demás, incluso por encima de ellos. Su infausta presencia, su resurgir constante como ave Fénix, me retrotrae a esos despachos acristalados donde se reparten dividendos en sobres cerrados con saliva de babosos y se sellan contratos ocultos que, décadas después, acaban en salas de justicia. También percibo el olor a empresa de postín, un aroma a lejía y perfume que no logra ocultar del todo el de podredumbre, corruptora como el demonio que tentó a Cristo en el desierto, salvando las inconmensurables distancias. Este tipo de dinosaurios no se esfuman con un simple acto de voluntad; renacen en cada fajo de billetes en negro y en cada apretón de manos tras los biombos de un salón de masajes. Cambian de partido, de corbata y de discurso, pero comparten el mismo ADN degenerado. Además, al contrario de lo que podría pensarse, no se hallan en peligro de extinción, sino en peligro de expansión.
Vuelvo a recostarme y me dejo hipnotizar por el reflejo de la tele en la ventana. Pienso que, si Monterroso estuviera aquí, quizá escribiría un nuevo relato mínimo en el que nos dejaría con la incómoda sensación de que algo pesado y viscoso sigue
ahí, impertérrito y agazapado, esperando su siguiente oportunidad de dar un buen mordisco. O una “mordida”, como ahora se ha puesto de moda.
Y entonces me asalta una inquietud más profunda que la que me provoca cualquier tertulia de plató, porque cuando se vacía la confianza en quienes prometen “limpieza” y “regeneración”, el hueco que dejan tras ellos se llena con gritos, no con debate, y con propuestas insensatas, inviables o irrespetuosas con los Derechos Humanos que tanta sangre, sudor y lágrimas nos costó conseguir. El extremismo irreflexivo entra por la puerta que el cinismo dejó abierta. Y ese sí que es un dinosaurio malévolo y hambriento.