DIOS EN NUESTRAS VIDAS – I (2)
Difíciles momentos los que estamos viviendo, la fe, la política, la ciencia y la moral se resquebrajan y convulsionan. El desconcierto prevalece cada vez más en el futuro del hombre y hora parece ser, de reforzar nuestras convicciones en bien del entendimiento, la paz, y la racionalidad de la humanidad, pero especialmente en defensa de lo que desde siempre fundamentamos la cordialidad, la empatía y el amor, para que vuelvan a prevalecer sobre todas las cosas ficticias, intranscendentes y nefastas, a las que hoy rendimos culto.
Aunque parece que casi siempre se empeña el hombre en conducir su propio destino, inmerso como está, en un condicionante social que de algún modo le lleva a creer que lo que somos o representamos es lo único que cuenta, y lo que estará ya por siempre presente en nuestra vida; en nuestro desarrollo intelectual, en nuestra realización personal como seres humanos, o como integrantes o integradores de un estado social determinado.
En nuestras vidas se suceden los acontecimientos casi de forma cronológica, como si todo correspondiera a un esquema preconcebido. Es una apariencia fútil, porque en nuestro interior laten nuestras inquietudes, nuestros deseos de perfección, la incuestionable pregunta del destino y el móvil de nuestra existencia.
Desde el fondo de nuestro corazón arranca nuestra fortaleza, nuestra fe, y en él, se cobijan y hallan lugar lo más exquisito de nuestros sentimientos. De ahí, que juzga mal el hombre que enjuicia a otro en razón de la cultura que ha adquirido, de su estamento social, de su talento, o de su simplicidad. Porque son insondables los designios de Dios para con el hombre, con su destino y su amor. El de Dios: ¡Su amor! Se prodiga lejos de los parámetros de la conciencia o de la capacidad de juzgar y de entender del hombre.
Se dice: Que sólo el hombre se conoce a sí mismo y sabe lo que bulle en su alma. Y que Dios lo conoce más que el mismo. Y esta es la eterna verdad.
La historia de los santos, de los místicos, de los hombres de Dios, sorprende y maravilla siempre por su simplicidad. Una simplicidad revestida de heroísmo, siempre de renuncia completa, y en la mayoría de los casos, de un celo por las almas incomparable.
Pero más sorprende todavía, la manera tan sutil de cómo los designios de Dios van marcando nuestro deambular por esta vida, de un modo tan sencillo y natural como manifiesto.
Entender el amor de Dios y a Dios mismo, es quizá en principio, entender unas palabras, o sólo una frase, que sin saber el por qué, queda machacona y reiterativa en nuestro subconsciente. Unas frases que como piedra angular encajan en nuestra forma de ser, en nuestras dudas, en nuestras esperanzas, en nuestros deseos. Detectar ese algo indescriptible que todo ser humano lleva y guarda para sí, en lo íntimo de su corazón; palabras sin respuestas, esperanzas sin fundamentos, deseos sin proyectos, sueños sin posibilidades, pero Dios, que te espera paciente en el camino, se hace un día luz y verdad, te llama amigo, se desvanecen todas tus dudas, ¡y quedas enamorado!