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Aquella cabecita.

Aquella Cabecita inquieta, gestada en momentos de ilusión inmotivada y efímera, subsistió amarrada a la creencia materna del reencuentro que nunca llegó. Su madre no la dio a luz, la parió en un mundo sombrío, de refugiados, asfixiante, con una guerra sin declarar, pero presente. Pero, como a cualquier niño, en su interior bullían miles de sueños que bordados en blanco, pugnaban por asomarse a sus preciosos miradores de color verde utopía. Su alegría por haber nacido se hacía sentir a través de los sonidos que derramaba por aquella mueca dentada enmarcada en una carnosa ilusión roja, sin que su inocencia, aún por estrenar, le permitiera vati­cinar el negro futuro que la aguardaba.

Aunque nunca llegó a comprender la razón, vino al mundo en el lugar equivocado, en una estrecha franja de árida tierra aprisionada entre el mar y el mal, acunada entre rejas, disparos y concertinas. Pero los sueños no entienden de esas nimiedades y crecieron, hoy aquí, mañana allá, si aún seguía viva, pero siempre como enredaderas abrazados al alambre de espino y al hormigón que la oprimía. Odiando a aquellos seres vestidos de kaki, sin saber el porqué, como tampoco sabía porque amaba a su madre.

Esta la había amamantado entre olor a cordita y carne chamuscada y sus primeros balbuceos surgieron entre maldiciones y promesas de venganza que proliferaban como un ensalmo estéril. Su primer diente se abrió paso mientras buscaban un nuevo aposento para reemplazar el que las excavadoras habían arrasado. Era la macabra coreografía que se repetía cada pocas semanas.

Maduró más que creció, allí era eso o la muerte y lo poco que había crecido lo hizo sin las exigencias a que nos tienen acostumbrados los niños del primer mundo. Allí el tiempo para el juego solo llegaba cuando las necesidades estaban cubiertas, algo insólito. En aquel lugar los caprichos infantiles pasaban por el deseo, inconfesado, de conocer el mundo oculto tras la realidad de gris hormigón más alta que sus miradas y del que solo sabían por los pocos jirones de la televisión vecina, que escapaban al control de sus mayores.

Se alimentaba con lo que su madre podía traer, a veces con el hambre de mamá, aunque había días que esta volvía con las manos vacías y de muy mal humor. En cuanto Cabecita pudo andar llevó sus trompicones por el .asentamiento y como resultaba graciosa, siempre conseguía algo que masticar, eso sí, sin cuestionar demasiado su estado, sin ambicionar nada más o mejor… o al menos sin decirlo.

Sus alimentos eran los que les sobraban a la arrogancia de los poderosos que, envasados en llamativos reclamos que proclamaran la identidad del donante, se los arrojaban para silenciar sus conciencias. Ella no pedía más. Aunque si pudieran escucharse sus íntimos deseos estos se pronunciarían por poseer todo lo que les mostraba la televisión de su carcelero. Al fin y al cabo no podía renunciar a los sueños, el patrimonio común de los niños.

Aunque solo fueran sueños, estaban lastrados por un fatalismo secular que les impedían atravesar las verjas de su encierro.

Así iba creciendo, sin un lugar al que volver. La mayor parte del tiempo apartada de los otros niños, por ser hija del pecado. A pesar de eso, le hubiera gustado seguir así, pero la codicia de su carcelero por amortizar los terrenos en que vivían encarcelados, acabó por abrir el penal, aunque no fue para liberarles, sino para facilitar el paso a los carros de combate que, sin nadie que se lo impidiera, entraron a masacrar a sus habitantes.

Muchos de sus vecinos cayeron bajo la belicosidad del opresor, que elevaba a la categoría de terrorista a cada uno de los caídos, tratando de justificar con este objetivismo moral lo que hasta a ellos les era injustificable.

A pesar del griterío popular que levantó esta acción, pocos se atrevieron a llamarlo por su nombre, Al menos se escucharon pocas voces en este sentido, creo que ninguna, de quienes ostentaban la autoridad suficiente para detener la masacre.

Su madre, un día que había salido a mendigar algo que comer, no había vuelto y por mucho que Cabecita la había llamado ya no volvería a verla, ni nadie le daría razón de ella. Nunca llegaría a saber que un misil la había descuartizado, aunque la versión oficial fue que dicho misil había acabado con la vida de un alto mando terrorista. Fue en periodo de alto el fuego, pero nadie escuchó las voces de quienes lo negaban.

Al carcelero no le salía a cuenta emplear un misil que costaba más de un millón de dólares para matar solo a una mujer y, para abaratar esa limpieza, impidió la llegada de alimentos y medicamentos. A partir de entonces, Cabecita, con solo cinco años, lo tendría aún más difícil para encontrar algo que llevarse a la boca.

El hambre y el dolor acabaron por dejar sin los sueños que aquella bella testa mantenía en secreto. Sus ilusiones rehusadas, aunque secretas, se desprendían una a una, a lomos de cada lágrima, que tintada de verde utopía, elegía alejarse de ella. Aunque aún era muy niña, pensó que sus lágrimas le aventajaban en libertad, pues podían abandonar el lugar donde no querían estar, cosa que a ella le impedían. Pero no estaban los tiempos para llorar, pues ni de agua disponía.

A ella no le importaba como se quisiera llamar a lo que les estaban haciendo, solo quería aplacar su hambre, aunque tuviera que recoger las migajas del suelo, pero ahora, a sus pies, no había más que escombros y restos de metralla. Escuchaba que a aquello lo llamaban genocidio, pero ella le daba igual, porque no sabía que significaba, solo sabía que, fuera lo que fuera, mataba a la gente que conocía y hacía sufrir a los que no mataba.

El miedo había ido secando poco a poco su mirada, el verde utopía se había enlodado, había huido, dejando su lugar al kaki camuflaje, ese color del que, sin saber muy bien el porqué, siempre trataba de escapar, a pesar de haber crecido entre él. Su madre lo rehuía, a ella le repelía. Hacía tiempo que lo temía aún sin relacionarlo con aquellas explosiones que le habían hecho perder el oído.

Aquellos ojos, cuando ya no les quedaba nada que llorar, resecos y sin sueños que reflejar, se fueron resquebrajando y en lugar de lágrimas, vertieron trocitos de odio, aunque tampoco podía concretar hacia quién y por qué. Había perdido todo al perder a su madre, sentía que debía odiar, aunque todavía no le habían enseñado como se hacía aquello, odiaba a quienes le habían arrebatado su norte, su guía: su madre. El odio a sus carceleros era la letanía más repetida. Iba camino de engrosar aquel rosario de cabezas huecas y listas para el adoctrinamiento. En su deambular se perfilaban dos futuros. Negros ambos: morir o morir matando.

La «generosidad» del carcelero la libró de tener que optar. Dos soldados, probando su puntería contra una botella de plástico con una cuarta de agua, que Cabecita trataba de alcanzar. Tras destrozar el plástico siguieron disparando a  aquella niña que no reaccionaba a sus gritos de alto. Cuando vieron el cadáver de la niña, una granada dispersó el cuerpo del delito.

Justificaron los soldados haber empleado la munición para repeler un ataque terrorista. Ningún mando lo dudó.

Tampoco nadie echó en falta a Cabecita, ya no quedaba quien la extrañara.

Sigue habiendo quienes miran hacia otro lado y se enojan cuando llaman al carcelero por su nombre: Asesino y de apellido Genocida.

Alberto Giménez Prieto

4 thoughts on “Aquella Cabecita

  1. Que realidad tan bien descrita. Lo de Gaza es la vergüenza del mundo, la sinrazón de un loco y la inacción de aquellos que pueden terminar con tanto crimen, con tanto dolor, pero que el maldito poder del dinero no se lo aconseja. Gracias, Alberto por remover conciencias con un relato tan entrañable.

    1. Es un hecho en el que todos somos culpables, unos por acción y otros por omisión. Estamos demasiado integrados en la sociedad de confort y ya ni se nos ocurre pensar en los movimientos sociales como los de los años 60 y 70. Nos han acomodado e idiotizado.

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