EL BIEN COMÚN Y LOS GOBERNANTES
María Vives Gomila
Profesora emérita de Psicología de la Universidad de Barcelona
Siempre ha habido personas que han abierto caminos en cualquier época y circunstancia, ayudan y han ayudado a pensar, a crear pensamiento. Han tenido la habilidad de abrir nuevos senderos desde cualquier ámbito, sea social, político, económico, educativo o espiritual. Son individuos que no sólo han tenido la capacidad de no dejarse influir por el poder o el beneficio personal, sino que se han ocupado del bienestar de las personas y sus necesidades. Tenemos ejemplos de pensadores y profesionales de diferentes áreas, de algunos políticos, y de tantas otras personas, anónimas o conocidas, que tienen en cuenta el bien del otro. Son personas que han dejado huella por haber intentado cambiar una parcela de un ámbito determinado, sea de la familia o de cualquier otra institución.
También observamos el comportamiento de personas, que, con su actitud, niegan cualquier cambio o mejora, que sería conveniente para la salud, la educación, la convivencia o que se resisten a decantarse por el bien común y a valorar la aportación de cada persona, tanto en el ámbito individual como relacional.
Esta tendencia recuerda la actitud inmovilista, contraria al progreso o al cambio, que muestran algunos dirigentes de un mismo entorno sociocultural o laboral y que adoptan esta postura con la excusa de que “si siempre se ha hecho así», para qué cambiar si hasta ahora nos ha ido tan bien. En el fondo, más que el miedo a modificar cualquier estructura conocida, predomina la incapacidad de admitir que los cambios son posibles, convenientes, incluso necesarios.
El deseo de poder puede reducir al hombre a una sombra de lo que podría llegar a ser, cuando en vez de mejorar su entorno hace lo contrario de lo que el sentido común y la lógica indicarían. En este proceso arrastran a otros a hacer lo mismo, contribuyen a eliminar obstáculos o influyen para que cambien de lugar las personas que interfieren en sus planes.
Lo más llamativo es que para obtener lo que desean, estas personas juegan con los demás como si estuvieran compitiendo en una continua partida de ajedrez, de la que siempre tienen que salir victoriosos. De esta manera, van eliminando a quienes les molestan. La persona en cuestión se justifica afirmando que lo hace por un bien común, sin tener en cuenta las repercusiones de sus actos, tanto en el ámbito personal como social. Es entonces cuando la persona, que suele ser inteligente, se ha acostumbrado a dirigir la vida de los demás sin ningún complejo induciendo a algunos a ser dependientes de sus expectativas y a aceptar cualquier encargo por el afán de beneficiarse. Conocemos numerosos ejemplos de este tipo de actuación.
Estas carencias tienen unas raíces específicas: mirarse únicamente a sí mismo. El otro existe como objeto, pero no como sujeto, solamente está el sí mismo, sus planes y el deseo de dominar y figurar al precio que sea.
También, algunos se alían con la misma expectativa de conseguir más poder, aunque haya otros, que sufran las consecuencias de estos actos, inicialmente narcisistas.
El político vocacional, cuyo objetivo es el bienestar de la ciudadanía, tendrá seguidores, que obedecerán por convencimiento, cuya adhesión proviene de su benefactora forma de ejercer el poder. Lejos de esta actitud, también podemos observar el ansia de poder, por prestigio o por placer de determinados políticos, cuando tienden a manejar el ambiente, del que buscan exclusivamente su beneficio.
Según Weber, historiador y sociólogo, que vivió entre dos siglos, la persona que se dedica a la política aspira al poder como medio para obtener sus fines, sean idealistas, egoístas o para deleitarse en su prestigio. Weber considera que el político debe poseer tres cualidades, todas ellas necesarias para llevar a cabo adecuadamente su ejercicio: debe ser responsable, debe tener objetivos, los cuales deberá planificar y conseguir, como parte de su compromiso con el ciudadano y debe tener mesura, además de mantener al equilibrio entre dichas cualidades.
La responsabilidad debe llevar al político a pensar y a poner los medios necesarios para alcanzar los objetivos específicos, susceptibles de mejorar el bienestar de la población a la que sirve. La entrega apasionada no lo convierte en político si no está al servicio de una causa justa, que pueda beneficiar al ciudadano.
La tercera cualidad, además de llevar al político hacia unos objetivos realizables, junto a la responsabilidad de llevarlos a buen término, sostiene Weber, es la mesura, la moderación, la sensatez. Hay que saber tomar distancia. Esto quiere decir tener serenidad ante los acontecimientos, serenidad amparada por la ética en todas las acciones que se inicien. Cualquier actitud que interfiera en su cometido puede arruinar su principal objetivo. Así, la falta de metas y de responsabilidades podrían arrinconar o desbaratar los auténticos objetivos de un político y de todo dirigente, es decir, el beneficio del ciudadano, pudiendo fracasar en su ejercicio, debido a la vanidad o al ansia desmedida de poder. Serenidad, que conviene mantener ante los acontecimientos, amparada por el equilibrio de las tres cualidades mencionadas por Weber y acompañada por la ética en el trasfondo de todas sus acciones.
Todo esto es lo que deberíamos observar en una persona responsable, que gobierna cualquier entidad, sea de orden educativa, social, política o religiosa: poder realizar con garantía una adecuada acción de gobierno. Cosa nada fácil para llegar a ser un eficaz dirigente.