De presión
En el universo del deporte, donde quienes compiten en los campos de juego se erigen ante multitudes ansiosas de proezas en forma de héroes y heroínas, la presión es una constante, como ese sediento mosquito que no te deja en paz en una tarde como la de este interminable verano que a buen seguro se está prolongando incluso hasta cuando usted lee estas líneas. Los atletas, a modo de gladiadores contemporáneos, son lanzados al coliseo de la competencia donde la mirada inquisitiva del público y las expectativas voraces de sus seguidores se ciernen sobre ellos a veces como un estímulo adrenalítico, y otras veces como amenazadores nubarrones negros. Hoy mi mirada llena de finura y sagacidad se centra en la figura de Simone Biles, la acróbata que ha realizado en este octubre una nueva proeza en el mundo de la gimnasia artística (un salto al que ya llaman “Biles II y que según los especialistas “ha cambiado la gimnasia”, que no la magnesia), pero cuya capacidad fue puesta en duda hace unos años por su decisión de abandonar la competición para cuidar de su salud mental.
Con el bagaje de diez medallas de oro en mundiales de gimnasia en diferentes aparatos y dos medallas de oro olímpicas logradas en los Juegos de Río en 2016 a pesar de su juventud, en enero de 2018 declara haber sido víctima de abusos sexuales (junto a decenas más de gimnastas) por el ex médico de su selección. Tras el escándalo, en los Juegos Olímpicos de 2020, Simone Biles acudía cargada de una gigantesca mochila de expectativas, lista para deslumbrar al mundo. O más bien, el mundo listo para poner sus focos en ella como modelo de perfección. Sin embargo, en una decisión sin precedentes en una deportista de su nivel, decidió retirarse de algunas pruebas para priorizar su bienestar emocional. El mundo quedó dividido en dos facciones: aquellos que alzaron sus copas en un brindis por su valentía al hablar de su salud mental, y aquellos que enarcaron las cejas cuestionando su fortaleza y resiliencia (¡qué ganas tenía de colar este concepto en alguno de mis artículos!)
La presión, ¡oh, la presión!, ese compañero inseparable de los atletas de élite. Novak Djokovic, indiscutible número uno del mundo de la raqueta (con permiso de Alcaraz) y la imitación de otros tenistas (para eso no precisa permiso de nadie), se parodió a sí mismo al declarar que “la presión es un privilegio”, insinuando que los deportistas de alto nivel deben cargar con ese peso como si fuera una gran medalla de plomo. Este comentario, aunque no dirigido directamente a Biles, revela la perspectiva generalizada en el mundo del deporte de que los atletas deben ser superhéroes inmunes a los estragos de la presión, sin importar sus circunstancias personales. Me pregunto: ¿qué habría sido del tenista serbio si hubiera tenido que enfrentar las circunstancias excepcionales que rodearon a Biles? ¿Cómo habría lidiado con semejante losa? Aquí el concepto de “presión” se queda muy corto.
Sin embargo, esa perspectiva (apostaría que mantenida mayoritariamente por fanáticos del sillón-bol) ignora un hecho fundamental: la salud mental es tan frágil como el vuelo de una delicada mariposa en mitad de un vendaval. Los deportistas, a pesar de sus proezas físicas, son humanos, seres de emociones y vulnerabilidades. Casi como yo. La decisión de Simone Biles de apartarse del centro de atención no debe ser considerada como un signo de debilidad, sino ciertamente como un acto de valentía. En un momento crucial eligió poner su bienestar emocional a largo plazo por encima del éxito deportivo puntual. Eligió ser persona antes que un ídolo de masas presta a ser reemplazada más temprano que tarde por el público siempre ávido de nuevas sensaciones, aunque ello le
conllevara críticas, reproches y vituperios. Hay que quererse primero a uno mismo antes que pretender amar a los demás, dicen. Así lo hizo Biles, y años después vemos los resultados. Sin duda, un ejemplo a seguir. Para que cunda y nos reporte a todos enormes beneficios, solo hace falta que lo sigan muchas más personas en el mundo: todos aquellos líderes inhumanos que provocan masacres y guerras en cualquier rincón del planeta (al terminar estas líneas acaba de reiniciarse por enésima vez y con escenas cada vez más inhumanas el conflicto entre Israel y Hamás), algunos ricos megalómanos y CEOs de empresas cuyo objetivo es acumular cantidades ingentes de dinero sin tener en cuenta ni la destrucción del planeta ni la pobreza que se incrementa a pasos agigantados, y tal vez muchos de nosotros que contemplamos con estupor semejante espectáculo y, paralizados por la incredulidad o el miedo, no somos capaces siquiera de levantar la voz para intentar detenerlo. ¡Qué bien nos iría a todos tomarnos un paréntesis para recomponer nuestra salud mental!
Javier Serra