PANAMÁ Y SU GRAN SELVA DEL DARIÉN
Tal como lo refiero en mi libro de “Memorias Viajeras” en dos ocasiones me desplacé a Panamá. Fue en el año 2007 cuando embarqué en Colombia desde Cartagena de Indias y crucé por primera vez su majestuoso Canal en vísperas de ser ampliado; y en el 2011 lo hice por vía aérea desde la capital peruana. Nada nuevo pude encontrar referente a los frutos tropicales, que no hubiera visto ya, en los campos y bosques del Centro y Sur de América e incluso en diferentes países asiáticos a donde los habían llevado los españoles y portugueses después del Descubrimiento.
Llegado a Panamá, mi curiosidad en la búsqueda de nuevas especies exóticas, me llevó a penetrar en la peligrosa selva del Darién, pero tuve la suerte de equivocarme con el guía que me acompañaba quién me introdujo por un lugar prohibido y después de recorrer unas horas, los gendarmes nos echaron para atrás y tuvimos que retomar una senda, que en tan grandísima selva tenían marcada las autoridades para desplazarse desde Panamá hasta la salida hacia el norte y encontrarse con la Carretera Panamericana, asunto al que renuncié y consideré “una suerte” la equivocación del guía, porque tuve al menos la ocasión de hacerme una idea de lo que contenía en su interior aquella salvaje selva Darién, una de las más grandes de América, que se extiende desde el norte de Panamá y el este de Colombia.
Atravesar aquel conglomerado de plantas desconocidas, entre las que podía verse algún mango con frutos gigantes; algún aguacate del que colgaban frutos de más de tres kilos; y unos frutos de papayas de más de veinte kilos cada una y que, al parecer, unos y otros eran los frutos que las tribus salvajes consumían por aquellos parajes prohibidos y ocupados por salteadores armados que desvalijaban a los despistados que, equivocados como nosotros, se metieran por aquellos andurriales barrios peligrosísimos.
A pesar de los peligros que contiene también la ruta marcada como viable, el tránsito de migrantes que se la juegan camino de los Estados Unidos es impresionante, de tal manera que se ha creado un comercio de ayuda en dicha ruta, compuesta por los escasos vecinos de las barriadas y pueblecitos cercanos a los ríos y no lejos de las aguas del mar Caribe, que la mayoría de esos habitantes han abandonado la precaria agricultura para dedicarse a otros menesteres de supervivencia, vendiendo agua, comida, (yuca, malanga o ñame); y hasta medicinas, y diversos productos raros para los numerosos caminantes que carecen de todo ello y hasta de dinero para comprarlo.
En el inmenso paisaje de bosques de la densa fauna exótica, hay otros peligros de los que te advierten aquellos que lo han vivido y arrepentidos de haberlo transitado, te hablan de bandoleros que te asaltan y roban lo poco que llevas; el cuidado de los numerosos animales salvajes que habrás de encontrarte; la posibilidad de perderte sin ayuda y todo lo contrario puede pasarte: que te esquilmen hasta la última ropa que lleves puesta. Los ríos pueden ayudarte en alguna ocasión, pero a la vez, debido a sus fuertes corrientes pueden ser fatales para la supervivencia y son muchos los que fallecen en sus aguas.
Cualquier mal paso de los numerosísimos migrantes que llenan la ruta Darién, puede ocasionar pérdidas y despistes de los usuarios y muchos aparecen muertos por el hambre o carencia de agua, sin ropa ni dato alguno de su personalidad, y generalmente son gentes provenientes de todos los países del mundo, lo que ocasiona otro problema, toda vez que los gendarmes y aún los propios vendedores de los pequeños pueblos, son incapaces de entenderse con la mayoría de los transeúntes con tan diferentes idiomas. En el camino, hay un núcleo urbano muy conocido llamado Bajo Chiquito que es el lugar donde coinciden los supervivientes de la peligrosa travesía, La estadística señala, que más de 1.500 personas llegan cada día a dicha pequeña aldea fluvial, y una mayoría lo hacen en destartaladas piraguas de madera, en un estado anímico agotados de tanto andar, muertos de hambre y sed buscando alguien que pueda socorrerlos. Y lo más triste de todo, que son numerosos los migrantes que van acompañados de dos o tres hijos pequeños, a los que no pueden facilitarles ni alimento alguno, ni agua y prácticamente sin poder dormir, porque las noches son muy peligrosas para hacer acampadas, ya que pueden servir de pasto para los animales salvajes que trabajan de noche.
Los venezolanos son los principales migrantes que vienen a Darién huyendo del chavismo; le siguen en número los ecuatorianos y sobre todo gente de Haití que buscan desesperados un mundo mejor en EE. UU. Los asiáticos se cuentan por miles, así como los africanos.
Las autoridades panameñas, vienen haciendo lo que pueden para proteger a la cantidad de niños que los padres embarcan en esta aventura procedentes de todos los países. Ello permite a los viajeros subir a un autobús mediante el pago de 40€, y dicho autobús al que tiene la suerte de poder pagar el billete, se evita ir andando hasta la frontera de Costa Rica.
La mayor superficie del Darién son bosques vírgenes repletos de árboles, maleza, aves, monos y animales de todas clases, hasta insectos venenosos… Pero las zonas de paso autorizadas que están repletas de gente día y noche, suele ser de numerosos inmigrantes convocados y manejados por los que llaman coyotes, que no dejan de ser salteadores que se alquilan para ayudar a los viandantes con niños, y esos lugares de paso están repletos de basuras de tanta gente como circula y deja tirados los desperdicios. La mayoría son venezolanos que acuden en manada y se reúnen para defenderse poniéndose en manos de los coyotes que bien conocen la zona, manejan los tortuosos ríos y procuran las viejas barcazas antes de ser retiradas para el fuego.
El reto de tanto valiente que se juega la vida en tan terrible travesía es poder llegar al poblado de Bajo Chiquito y tomar contacto con las autoridades fronterizas, tras haber pasado varios días sin comer y para notificar su llegada de aquel infierno que jamás repetirían.
Julián Díaz Robledo