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¿POR QUÉ CONFORMARSE CON MENOS?

Desde que Lola y Manuel se casaron, hacía de esto ya cuatro años, se habían limitado a gastar algo menos de lo imprescindible para su supervivencia, habían prescindido de escapadas, de sesiones de cine, de bares, no se habían hecho regalos en sus aniversarios y onomásticas, conservaron el viejo y voluminoso televisor, seguían con la misma ropa de cuando eran solteros, eludían a sus amigos porque un encuentro con ellos solía ser motivo de pequeños gastos que a ellos les parecían enormes derroches; los fines de semana los pasaban encerrados en casa sin responder al teléfono para no tener que avergonzarse de rechazar las propuestas de sus amigos, cosa que también hacían en los meses de vacaciones, en los que hacer un viaje, aunque fuera a la cercana playa, resultaba utópico.

Todas aquellas privaciones eran imprescindibles para lograr que su economía no los apartaran de su deseo, de su propósito, de su gran objetivo: su primer coche.

En varias ocasiones llegaron a pensar en tirar la toalla, en olvidar su anhelo, especialmente en las dos ocasiones en que, creyendo tener ahorrado lo suficiente para comprar el turismo ambicionado, no había podido ser porque  este había subido de precio, lo que conllevaba, aparte del correspondiente desengaño, tener que seguir arañando en sus magros ingresos, que seguir escatimando aún en los productos más ineludibles de su, ya espartana, existencia para alcanzar el nuevo listón que el neo liberalismo ponía a sus sueños.

Pero su ideal persistía, aquel vehículo bien valía todos aquellos sacrificios, aunque solo se tratara del modelo básico, eso sí, de una prestigiosa marca.

Cuando, casi mil quinientos días después del inicio de su mezquina supervivencia, creyeron disponer de la totalidad del precio exigido,  llamaron al concesionario y el solícito comercial que los había estado atendiendo desde hacía cuatro años, después de hacer unas consultas a sus existencias que les hicieron eternas,  les confirmó precio y disponibilidad del modelo y color que deseaban, suspiraron aliviados y se sintieron inmensamente felices.

Concertaron una visita, la última esperaban, para la tarde siguiente adelantándole al amable vendedor su intención de cerrar definitivamente el trato. Por fin, materializarían su ilusión: dispondrían de un turismo de aquella distinguida marca. Había sido la realización de ese deseo lo que les había mantenido unidos durante aquel implacable periodo, cuatro años que les habían parecido diez.

Ahora Lola y Manuel no solo no tendrían que madrugar tanto, ni serían los esclavos de los caprichosos retrasos del metro o de los autobuses y de sus trasbordos, es que además viajarían confortablemente a bordo de una marca emblemática que por donde pasaba levantaba la expectación de quienes lo veían. Se podrían levantar una hora más tarde, desayunar con calma, luego  Manuel acercaría a Lola a su trabajo y desde allí se iría al suyo en un periquete, llegando más holgado que con el metro y lo haría en su propio automóvil, si propio porque lo pagarían al contado. ¡Y menudo coche! Habían estado ahorrando con tanto denuedo para eso, para pagarlo a tocateja y que nadie pudiera quitarles el coche aunque las cosas les vinieran mal dadas.

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Treinta minutos antes de la hora concertada aparecieron por el concesionario. Habían renunciado a completar una hora extra. Sus rostros brillaban de gozo, se trataba de una complacencia cabal, sin peros, adecuadamente adquirida, sin dudas ni vacilaciones, con la firmeza de quien ignora otras opciones.

El vendedor, parapetado tras una encantadora sonrisa no les había perdido de vista mientras recorrían el muestrario del concesionario y se recreaban en admirar, no el modelo que iban a comprar, sino los de más alta gama, que devoraban con la vista, mientras entre ellos se señalaban los detalles que los diferenciaban del que habían escogido y sonreían con resignación, pero enseguida la sonrisa recobraba la viveza al recordar que muy pronto poseerían un automóvil tan legendario como aquellos, uno de los que tantas veces había remirado en los catálogos que se habían llevado de allí tras cada decepción por no disponer de suficientes ahorros para alcanzar el precio.

El vendedor se hizo notar recostado sobre un ejemplar del modelo que ellos buscaban, solo que era negro en lugar de blanco y además el modelo más potente de la gama con todos los extras. Ellos querían el básico, no podían optar a otra cosa. Además aquel no era nuevo, debía tener al menos un año, a juzgar por su matrícula.

El empleado los recibió envolviéndolos con su amplia sonrisa y su aterciopelada dicción, besó la mano de Lola, la llamaba constantemente señora y a Manuel le anteponía siempre el don. En primer lugar les informó que había habido un error y que el modelo que buscaban tardaría al menos un par de meses en entrar y, con los tiempos que corrían, no le extrañaría que viniera con la nueva tarifa. Se quedaron mudos, abatidos, su ilusión ya no resistía nuevos aplazamientos. Fue este el momento que aprovechó el comercial para exhibir su arrolladora oratoria hablándoles del coche en que se apoyaba: se trataba de un magnifico kilómetro cero, que de haber sido nuevo multiplicaría por tres el precio del que ellos querían, pero se trataba del referente de la marca, un vehículo de lujo a la altura de unos señores como ellos y apenas usado, solo seis mil y pico kilómetros, y lo que era más importante: a ellos les resultaría solo por el doble de lo que querían gastar, pero el coche instalaba un motor turbo de tres litros y una serie interminable de comodidades y adelantos de los que el otro carecía.

— ¿Por qué conformarse con menos?

Consiguió que Manuel se sentara a los mandos, que dieran una vuelta con él, de la que volvieron completamente embriagados por las maravillas que les ofrecía aquel vehículo.

— ¿Por qué conformarse con menos?

— Pero solo disponemos de lo que cuesta el modelo básico… —Trató de argüir Lola con el hilo de voz que le permitía la experiencia.

— ¡¿Para qué estoy yo aquí?! —clamó el comercial—. Ahora mismo hablo con la financiera, les conceden un crédito esta misma tarde y se van a casa montados en su nuevo coche, como ya está matriculado…

No supieron descabalgar de la ilusión que el comercial les había vendido, no acertaron a decir que no. Y mientras el vendedor no dejaba de hablarles de lo bien que se sentirían a bordo de aquel lujo rodante, ellos firmaban un universo de papeles, cuya comprensión hubiera necesitado más tiempo que el que llevaban ahorrando; a esto hubo que añadir su compromiso formal de aportar al día siguiente una montaña de documentos.

Pero salieron del concesionario extasiados al volante de su maravilloso automóvil.

«¿Por qué conformarse con menos?», pensaban ambos.

De eso hacía seis meses, medio año en el que sus vidas habían sufrido algunas alteraciones: a Lola la habían despedido y se discutía si tenía derecho a indemnización y paro; la empresa de Manuel había realizado un drástico reajuste de plantilla, reduciéndole la jornada a la mitad y, lo que era peor, su salario había seguido idéntica disminución.

La precariedad de sus ingresos los había puesto ante una difícil disyuntiva y habían optado por la economía de supervivencia, a la que no quiso solidarizarse la financiera del vehículo.

Pero no debían ser pesimistas porque, aunque tuvieran mucho sueño, el metro que llevaría a Manuel al trabajo y a Lola a la oficina del SEPE, hoy llegaba puntual.

¿Por qué conformarse con menos?

Alberto Giménez Prieto

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