Portada » Resiliencia

La todavía lejana imagen del tren temblaba en el horizonte, se derretía con el entorno y se elevaba como el vapor. El potente silbido de la bocina todavía lejos, parecía salir del fondo del mar. La luz de su faro titilaba como cualquier estrella de invierno. Ella en el andén oía su propio corazón bombear, más fuerte que el ruido de aquellas ruedas metálicas contra las vías, pero al llegar a la última curva y por fin entrar en la estación, el ruido de aquel mastodonte de hierro se hizo tremendo, hasta que éste terminó por ahogar todo otro ruido.

La bestia escupió una nube de vapor y se detuvo con un rechine parecido a un lamento, como si las vías se quejaran. Toda la quietud de instantes antes, ahora era bullicio. Caras buscando caras. Inquietud, expectación, las emociones se mezclaban en el aire con el vapor. Aquellos hombres que se fueron jóvenes, ya no lo parecían tanto. Su forma de caminar había cambiado, algunos hacían extraños movimientos y las miradas estaban vacías. La guerra puede cambiarlo todo. Uniformes abrazados por los suyos a cada metro, también rostros desfigurados al ver pasar los minutos y no aparecer su hijo o su esposo. Llantos y risas mezclados como en un brebaje de achicoria aguada.

Sus lágrimas ya habían empezado a asomar, su hijo no aparecía. En aquel andén gris, las personas abrazadas formaban pequeños abalorios de humanidad, después de romperse el collar de la cordura. Nadie ni nada más se movía. El dolor en su tripa empezó a marearla y las imágenes de su hijo muerto en la zanja de un frío paraje muy lejos de allí, empezaron a aparecer ante sus ojos. Los suyos la sujetaban a punto de caer al suelo. Y entonces apareció el joven desde el último vagón, esforzándose por andar más rápido, pero aquella extraña cojera se lo impedía. Llegó justo a abrazar a su madre que ya estaba de rodillas en el suelo. Lo olió profundamente, como una loba huele a su cachorro asegurándose de que es él. Su rostro estaba demacrado, pero seguía oliéndole a manzanas como cuando era pequeño. Trataban de buscar sus heridas físicas, pero no las había. Nadie en el frente, sabía el porqué de aquellas deficiencias al andar y extrañas anomalías físicas sin explicación.

Sin embargo, no veían el momento de marchar ocupados en abrazarlo, pero al mismo tiempo querían huir de aquel lugar. Al llegar a casa su madre lo acomodó lo mejor que pudo y cuando por fin pudo mirarlo bien a los ojos, se dio cuenta de que ya nada volvería ser lo mismo. Que, aunque ya parecía a salvo, todavía le quedaba otra guerra que vivir dentro de él.

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

Después de la primera Guerra Mundial empezó a escucharse el término Neurosis de guerra, que más tarde quisieron sepultar por miedo a las indemnizaciones e incluso por la imagen de debilidad de un ejército. Esto pasó en casi todas las naciones. Pero el que lo quisieran ocultar no hacía que desapareciese.

Los soldados acusaban daños físicos, donde aparentemente no los había. Anomalías cardíacas, de motricidad, cegueras, cojeras sin haberse roto ni un hueso, ni haber recibido ni una bala, convulsiones sin tener epilepsia, síntomas físicos inexplicables. Sin embargo, esto no era nada nuevo, ya en las guerras napoleónicas a estos efectos se les llamaba “un viento de bala”, los soldados actuaban como si se les hubiese disparado sin haber sido el caso. En la guerra civil norteamericana se le llamó “corazón de soldado” debido a las enfermedades cardiacas derivadas y más recientemente se le denominó “Síndrome de la Guerra del Golfo”.

La Universidad Johns Hopkins descubrió que la estructura cerebral de soldados que se habían expuesto a bombardeos mostraba lesiones en el lóbulo frontal, área responsable de la toma de decisiones, memoria y razonamiento. Esto mostraría que no solo se trataba de un efecto psicológico. Aun así, durante la primera guerra mundial algunos de estos hombres fueron llevados a juicio y ejecutados por cobardía.

Las familias pensaban que ya tenían a sus hijos o esposos en casa a salvo, pero ya nunca estarían a salvo.

Aquella madre estuvo con él casi cada instante porque algo le decía que no duraría mucho. Se despertó muchas noches a tranquilizar sus pesadillas y ahuyentar sus miedos, pero estos se adherían a él como el chapapote a una pequeña ave. Tres meses más tarde cuando parecía que todo iba bien, la hermana menor entró en su habitación y su cuerpo inerte colgaba de una viga.

No fue el único caso, en toda guerra siguen muriendo personas hasta después de haber acabado.

Es cierto que el mundo ha ido cambiando, de modo que ahora se vive mejor que en otras épocas, al menos en algunos aspectos. Pero como especie, siempre se nos dio mal aprender de nuestros errores, aunque finalmente lo hacemos, tardamos bastante en conseguirlo, cometiendo el mismo error mas de una vez.

Algo así esta ocurriendo con la pandemia a la que nos enfrentamos. No es ni mucho menos la primera vez que nos enfrentamos a estos errores. En la memoria histórica hay prueba de esto. Hubo otras pandemias y otros confinamientos.

De modo que, puesto que se trata de un defecto como especie, ¿Qué podemos hacer como individuos? Quizá pensemos que no podemos hacer nada y por eso quizá muchos no respeten las normas para evitar la propagación de algo que mata. Que le quitemos importancia, como se hizo con la neurosis de guerra en el pasado, solo conseguirá como consiguió en aquella época, sufrimiento y muerte. Recuerda que un grano de arena en el basto mar no puede hacer nada, pero si se une a otros granos de arena, pueden formar una playa que frene las olas del mar. Gracias a Dios nuestra especie también cuenta con la capacidad de superación, con cualidades como la resiliencia, capacidad de superar hechos traumáticos y rehacerse, con esa esperanza conseguiremos superar todo obstáculo a nuestra supervivencia.

Quiero aprovechar la oportunidad que me ofrece el proyecto Nacional de cultura Granada Costa al escribir en algún cálido lugar de este periódico, para recordar a nuestro gran amigo Rogelio Garrido Montañana. El 2020 se llevó muchas cosas buenas y él era una de ellas. Sigue recitando a Adolfo Bécquer allí donde estés.

 

Manuel Salcedo

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

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