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La Iglesia Católica impuso 180 días al año sin comer carne, pero después sí admitió comer “carne fría”, esto es, pescado. De ahí procede la costumbre del consumo de bacalao en Cuaresma y, en especial, los viernes.

         Para un artículo que comienza su andadura alimenticia como vianda de buenos católicos, en días de abstinencia sexual, resulta difícil entender que en diferentes lenguas europeas, el vocablo bacalao pueda tener connotaciones de tipo sexual. Así, “salt fish” (pescado salado, en inglés) significa, en argot, el sexo femenino. En el argot francés, “morue” quiere decir prostituta. Quizás se deba a que una higiene femenina “descuidada” suele tener como consecuencia unas características olfativas que recuerdan al susodicho pescado salado…

         El bacalao, de nombre científico gadus morhua, es un pez muy voraz. En otros tiempos, podía llegar a pesar hasta 30 kilos, aunque en la actualidad los ejemplares oscilan entre tres y cinco kilos. Ha sido considerado, por su abundancia y volumen de capturas, el rey de los pescados. Pesca que estuvo monopolizada por los vascos (españoles y franceses), los astures, los bretones y los gascones. Miles de pescadores en la historia han soportado campañas de hasta 8 meses, jugándose la vida muy a menudo.

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         Conocido como el “cerdo del mar”, el bacalao es un pescado casi sin grasa (solo el 0,3%), pero tiene más de un 18% de proteínas, que se elevan al 80% tras el proceso de secado. Con una cabeza sabrosa (lengua y cocochas) y las famosas tripas (vejiga natatoria) como partes menos conocidas de tan popular producto.

         Los pescadores de Terranova fríen las gónadas de las hembras (las huevas de siempre). Los islandeses y los japoneses se beben el esperma de los machos. Y la de pesadillas que han padecido no pocos niños europeos con el célebre complemento dietético aceite de hígado de bacalao.

         Pasemos ahora repaso a algunas anécdotas sobre este célebre gádido.

         Una leyenda del siglo X refiere que los vascos, persiguiendo a las ballenas que se alejaban, encontraron los bancos de bacalao en el Atlántico norte. En el año 1497, Juan Gaboto descubre las costas de la América Septentrional y su extraordinaria riqueza de bacalao. El año 1545 fue el año en el que Matías de Echevete, hijo, se autoproclama como “el primer español que fue a pescar a Terranova en un barco francés”. A éste, le siguieron 28 viajes más, hasta 1599, para pasar así a fundar la pesca de los vascos.

         Se sabe que en los derechos de los vascos a la pesca del bacalao, los Reyes de España concedieron privilegios a los pescadores de Guipúzcoa en los años 1557, 1587 y 1639.

         Resulta curioso saber que la Enciclopedia de Diderot, en el año 1757, llega a establecer que “los descubridores de los bancos de bacalao fueron los pescadores vascos que perseguía ballenas, cien años antes del viaje de Colón”.

         En ese siglo XVIII, la pesca supone tantos beneficios que la imagen del bacalao aparece en las primeras monedas y sellos de lo que serían los Estados Unidos. El tráfico comercial tenía tal entidad, que no era raro que en los puertos los pescadores utilizaran las tiesas salazones como moneda de cambio.

         Pero quizás la anécdota más curiosa (en el caso de ser rigurosamente cierta) sea aquella que dice que en el año 1836, el tendero Gurtubay, de Bilbao, encargó 100 o 129 bacalaos de primera calidad. Pero el proveedor lee ¡¡10.000.129!! En esas, estalla la guerra carlista y Gurtubay no puede devolver el exceso. Así que, en el Bilbao sitiado, el bacalao es el único alimento disponible. Final de la historia: Gurtubay se hace rico y los bilbaínos “bacalao-adictos”.

         Y es que, aún siendo el bacalao alimento de tierra adentro y célebres muchas preparaciones de portugueses y franceses, las recetas que a todo español le vienen a la cabeza son al PIL PIL, a la VIZCAÍNA y al AJOARRIERO. Y como receta más moderna (1975) la de los pimientos del piquillo rellenos de brandada de bacalao, de Ramón Roteta.

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