Portada » PINCELADAS EN MAYO

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El mes de mayo

mosaico de teselas

semeja el campo.

 

          Solo existía la nada. Tinieblas y oscuridad. Y un Ser reinando en la negra inmensidad de aquella nada absoluta.

          De pronto, un bello mundo surgió. Un universo luminoso rodeado de belleza, de vida, de color y de armonía.

           Se creó el Sol, la Luna y los astros. Un hermoso firmamento tachonado de luciérnagas brillando en un mágico cosmos sideral.

          Y, junto a ese universo, surgió también la Tierra. Las aguas que la rodeaban se separaron formándose los continentes, los valles, montes, pueblos, ciudades y ríos.

          Numerosas plantas adornaron ese mundo recién creado. Bellas flores, altos árboles, bosques, selvas, sabanas… un inmenso vergel, un oasis florido para el recreo del hombre a quien fue destinado este hermoso paraíso para su disfrute: la Naturaleza.

          Al principio, los humanos cuidaron de aquel edén. Cultivaron sus campos. Amaban a los animales y respetaban todo cuanto tenían a su alrededor, puesto que todo les pertenecía. Incluso, llevados de su amor a la madre Naturaleza y al cosmos, adoraron al Sol, que les daba vida y calor, y lo reverenciaban como a un tótem sagrado. Algunas montañas, a las cuales consideraban sagradas, por lo general, volcanes, eran objeto de culto y cuando éstos escupían lava y fuego, sus adoradores estaban plenamente  convencidos de que el dios que habitaba en sus entrañas se había enfurecido y esa era la forma de manifestar su enojo. Y entonces, para aplacar su ira, le ofrecían sacrificios. Puede decirse que la Naturaleza entera era un panteísmo.

          Sí, la vida transcurría plácida pero, con el tiempo, el hombre dejó de amar aquel entorno que se le había dado para su disfrute y recreo y comenzó a maltratar sin piedad nuestro planeta, hábitat generoso, que poco a poco fue deteriorándose. Quemaban sus bosques. Contaminaban la atmósfera con gases tóxicos y las aguas de mares y ríos con vertidos infectos. Cazaban y maltrataban por capricho y diversión a inocentes animales. Y, no satisfechos, lanzaron terribles bombas que arrasaron ciudades enteras matando a sus indefensos habitantes.

          Hechos vandálicos que poco a poco han ido destruyendo este viejo y sufrido planeta. Y así, hasta nuestros días.

          Los relatos siguientes están dedicados a las plantas. Quizá, algún día el hombre recapacite, se conciencie y cuide a nuestra madre Naturaleza para que la Tierra vuelva a ser el paraíso que lo fue al principio de la creación.

          No perdamos esa única esperanza que aún nos queda.

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LA FLOR

           Era una alegre mañana de mayo, apenas amanecida, alumbrando aquel jardín, hermoso reino vegetal donde los pájaros trinaban volando en libertad, las libélulas agitaban sus alas mecidas por el aire y cientos, miles de flores, adornaban con sus bellos colores cuidados parterres a lo largo de los linderos. Fuentes cantarinas alegraban el ambiente lanzando su sinfonía inacabada compuesta por diminutas gotas semejantes a cuentas de cristal. Mariposas de múltiples colores, flores aéreas de un día, revoloteaban pintando el aire con sus irisadas alas. Las ardillas juguetonas saltaban de árbol en árbol haciendo graciosas piruetas mientras palomas buchonas, refugiadas en lo alto de las palmeras, coreaban al unísono su monocorde zureo.

          Y en aquel lugar, pleno de belleza y armonía, nació la Flor. Los rayos de un tibio Sol acariciaron sus pétalos, aún cerrados, y éstos, al ver la luz del día, con timidez se abrieron lentamente a la vida que la madre Naturaleza acababa de ofrendarle. Y, poco a poco, una hermosa corola, airosamente desplegada, lució resaltando entre las demás flores en medio del vergel. Un corpiño de sépalos verdosos ajustaba su talle de libélula y el botón dorado de su polen era la atracción de todos los insectos que libaban golosos la miel ambarina que de él destilaba.

          El rocío, arrobado ante su hermosura, retrasó su partida hacia las nubes para adornar galante con perlas de agua la seda irisada de sus pétalos. Era como una mariposa de colores que con múltiples alas deseara volar. Y pronto, se convirtió en la reina de aquel parque, en la preferida de todos los pájaros que alegres revoloteaban a su alrededor para dedicarle sus más bellos trinos, mientras las mariposas se posaban suavemente sobre su corola como si quisieran besar cada una de sus hojas.

          Rosas matizadas, delicados jazmines, alas de leves pensamientos, perfumados claveles y níveas margaritas, admiraban la belleza de aquella Flor, querida y mimada por todos los habitantes de aquel idílico jardín. Y ante esas muestras de cariño, ella se sentía la más dichosa de todas sus criaturas.

          Y así fue pasando el tiempo hasta que, acabado su ciclo, la primavera se marchó para florecer a otras tierras dando paso al verano que, cálido, ya se iba acercando. Y en el parque, idílico paraíso, siguió trascurriendo la vida placentera y feliz. Pero todo se acaba y, poco a poco, los días dejaron de ser tan luminosos pues el Sol, cansado ya de enviar sus rayos durante el largo estío, se marchaba más temprano cada atardecer dejando el parque en penumbras y entristecidos a todos sus habitantes.

          Y llegó el otoño y con él, un fuerte viento, huésped indeseado de aquel lugar y precursor de las futuras lluvias. Aquel viento, Eolo, fue arrasando sin piedad cuanto encontraba a su paso, destrozando la hermosa vegetación que el hada Primavera había hecho crecer en él. El suelo se cubrió de una extensa alfombra formada por hojas amarillas y resecas que al pisarlas crujían lastimosamente como si fuesen quejidos de sus almas. Los cuidados parterres ya no adornaban como antes los linderos, que ahora estaban lacios y casi vacíos. Hasta los pájaros dejaron de entonar sus trinos y tristes emigraron hacia tierras más cálidas dejando el vergel en silencio. Tampoco revoloteaban las mil mariposas y libélulas por los aires. Incluso los poderosos árboles se quedaron sin hojas, avergonzados de su desnudez. Ellos que, como padres amorosos, habían cobijado a tantas criaturas, ahora se habían quedado solitarios al no poderlas proteger pues sus ramas estaban resecas. Todo se había convertido en un paraje triste y melancólico.

          La Flor, apenas sin fuerzas, aún seguía sosteniéndose en su tallo y la corola, aunque mustia, mantenía los colores que antaño la hicieran tan hermosa. ¡Eolo aún no había descubierto su existencia!

          Pero un atardecer, fatalmente, la vislumbró a lo lejos y con un soplo traicionero la arrancó de golpe del tallo en que naciera. Era como una mariposa sin rumbo con alas destrozadas que, apenas ya sin vida, por el suelo rodó.

          Al llegar el crepúsculo, un alma solitaria que paseaba por el parque, un poeta soñador que recitaba sus versos a la luz de la Luna, encontró a la Flor, casi exangüe, en medio del camino y amoroso se inclinó a recogerla mientras con cariño le iba susurrando entre sus pétalos sus más tiernas rimas.

          Y escuchando los versos del poeta, que acompañó los últimos instantes de su vida, sobre su pecho, dulcemente… expiró la Flor.

 

 

LA FLOR

 

Sobre la Flor,

el rocío galante

deja una perla.

Nació una mañana de mayo

acariciada por los rayos de un tibio Sol.

Sus pétalos, aún cerrados, al ver la luz del día,

con timidez se abrieron lentamente

a la vida que la madre Natura le donó.

Y la hermosa corola, airosamente desplegada,

lució resaltando entre las demás flores

en medio del jardín.

Un corpiño de sépalos verdosos

ajustaba su talle de libélula,

y el botón dorado de su polen

era la atracción de todos los insectos

que libaban golosos la ambarina miel.

Arrobado, retrasó el rocío su partida

para adornar galante con perlas de agua

la seda irisada de sus hojas.

Era como una mariposa de colores

que con múltiples alas deseara volar.

Pero un viento traidor,

huésped indeseado del jardín,

de la flor perdidamente enamorado,

la quiso posesivo tan sólo para él

arrancándola del tallo en que naciera.

Capricho pasajero de un Eolo seductor.

Mariposa sin rumbo con alas destrozadas

que, apenas ya sin vida, por el suelo rodó.

Al crepúsculo, un alma solitaria,

 soñador que rimaba sus versos a la luna,

se inclinó amoroso a recogerla.

Y escuchando las tiernas palabras del poeta

que acompañó los últimos instantes de su vida,

sobre su pecho, dulcemente… expiró la flor.

 

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LA PLANTA

          Amaneció un día radiante de mayo tempranero que invitaba a salir del ostracismo invernal, más espiritual que físico, y llenarte del prana bienhechor de los rayos de un Sol mañanero cansado de andar tanto tiempo escondido entre nubes.               Contagiada del ambiente, me dispuse a dar un largo paseo por la hermosa avenida cercana a mi casa, un prolongado jardín caminando esperanzado hacia el mar en busca de sus mediterráneas aguas.

          El cielo comenzaba a entoldarse con un verde incipiente, celaje de hojitas recién nacidas, y humildes florecillas silvestres dibujaban en la tierra un mapa vegetal de variadas tonalidades. Parejas de afanosos pájaros preparaban sus nidos, cálidos hogares para sus polluelos, mientras iban componiendo una inacabada sinfonía de trinos que animaban el ambiente y acallaban un tanto los estridentes claxons de los coches, urbana sinfonía.

          La Naturaleza despertaba de su letargo invernal y Flora inundaba de alegría cuanto su pie iba pisando y teñía de rojo los corazones que aún creen en ella y conservan alguna ilusión. Yo me sentía feliz. Adoro todo lo que nace y la primavera es vida.

          De pronto, me detuve frente al escaparate de una pequeña floristería, aledaña al paseo, atraída por la belleza de una planta de brillantes hojas turgentes, de un verde vivísimo, que llamó poderosamente mi atención. No es extraño. Soy una gran amante de la Naturaleza, siempre madre, aunque nosotros los humanos a veces no sepamos apreciar el maravilloso mundo en que vivimos.

          Volviendo a la planta objeto de mi curiosidad, aparte de hermosa, poseía un algo especial, algo emanaba de su ser que me tenía como hipnotizada sin dejar de mirarla ni poder apartarme del cristal que me separaba de ella. Así que, decidida, resolví entrar en la floristería y adquirirla.

          Al cogerla entre mis manos noté cómo fluía de sus hojas un aire cálido que me envolvió en una atmósfera irreal y relajante. Fue una sensación extraña, nunca sentida, que duró tan sólo unos momentos. Repuesta de mi ¿alucinación?, con la planta abrazada y protegiéndola para que ninguna hoja se le quebrara por el camino, regresé a mi casa contenta con mi adquisición vegetal.

          Tengo una pequeña terraza donde conviven en armonía buganvillas de varios colores, plumbagos, hibiscos, un lindo jazmín… Y entre esa naturaleza vegetal en miniatura coloqué a mi recién adquirida planta que, al recibir los rayos del Sol y mis cuidados, fue creciendo cada día hasta llegar a convertirse en la reina de todas las demás.

-“Algún día –pensaba-, de entre sus hojas nacerá una hermosa flor que alegrará mi espíritu y mis ojos al mirarla, siendo un nuevo ornato en mi pequeño vergel”.

          Por supuesto, desde el primer instante, la planta pasó a ser mi preferida. Tenía, como dije, algo especial. De ella emanaba un halo misterioso que me retenía a su lado contemplándola largamente. Incluso, en mi admiración, llegué, obnubilada, a hablarle cada vez que salía a la terraza y me acercaba a ella. Era un monólogo de admiración. Una letanía de alabanzas a su belleza. Y un buen día, sin apenas darme cuenta, me hallé contándole cosas mías y de mi vida, plena de vivencias, ilusiones, fracasos, ideales, subidas de vértigo y caídas estrepitosas, a lo largo de mi existencia. Era como una terapia. Tenía frente a mí una amiga, inmóvil, callada, que escuchaba con atención cuanto mi alma cansada le iba contando. Y me hacía la ilusión de que oía mis palabras y sentía como yo, mis penas, alegrías, o la rutina que acompaña de continuo nuestra vida. Había hallado, en la soledad de mis últimos años, la perfecta confidente.

           Cada mañana, al despertar, esperanzada por encontrar la ansiada flor, iba a darle los buenos días y desearle una hermosa jornada de Sol. Ya formaba parte de mí, de mi entorno. Necesitaba de su existencia en la mía, hacerle una y mil confidencias creyendo, ilusa, que me comprendería y quizá alguna vez se obrase el milagro de que su alma vegetal, compenetrada con la mía, rompiese a hablar una mañana. Fantasías de mi mente soñadora que tiende a dar vida a cuantos objetos hay a mi alrededor.

          Y así, entre íntimos coloquios con mi planta, fue transcurriendo mayo y la feliz estación de primavera que, llegada a su fin, dio paso a los largos días de un tórrido verano que poco a poco iba dejando reseca a la Naturaleza. Cada mañana daba de beber a mi sedienta planta ¡agua de vida!, pero al ser tan sensible, pese a mis continuos cuidados y animosas palabras de aliento, empezaba a sentir el exceso de calor de un Sol implacable sobre sus tiernas hojas. Yo también había perdido la esperanza de ver un día la hermosa y deseada flor nacida de su ser. Sus hojas apenas tenían ya fuerzas  y, ajada su lozanía, caían lánguidamente rozando el suelo que generoso sostenía su desmayo.

          A medida que avanzaba el estío, mi querida planta iba perdiendo todo el vigor y su vida se apagaba lentamente sin yo poder hacer nada por quien tantos ratos alegró mi espíritu al contemplarla y fue mudo testigo de mis monólogos, pareciéndome incluso que escuchaba y comprendía mi sentir.

          Y una mañana en que salía a la terraza, esperanzada por ver a mi planta reverdecida de nuevo, encontré sus hojas desparramadas y sin vida. La planta había fenecido. Pero, en medio de sus hojas yertas, dejó como ofrenda póstuma de su gratitud hacia mí, ¡una maravillosa flor!

          Esa mítica flor que cada día al despertar esperaba ver brotar de entre sus hojas y que hoy, ya marchita, entre las páginas de un viejo libro vuelvo a contemplar.

          

HELIANTHOS

 

Felicidad

contemplando en silencio

la hermosa flor.

Flor de bello nombre, flor corona

que giras con el Sol al despertar cada mañana.

Él es la fuente ardiente de tu vida.

La luz y el calor que necesita

tu efímera existencia de un estío.

El impulso que da a tu ser el movimiento

para seguir tras él enamorada

su camino triunfal atravesando el cielo.

Sólo tú entre todas posees esa gracia,

heliotrópica danza,

que a otras flores Natura no otorgó.

Tu enorme corazón y tus hojas como rayos

te hacen semejante a un Sol en miniatura,

hermoso girasol que en su locura, obsesionado,

inmortalizó en sus cuadros el pintor.

Adorada como a un dios solar por tu hermosura

en figura de oro fuiste perpetuada

en épocas de remota antigüedad.

Y en flor como tú se transformó,

para seguir a su amado Apolo por el cielo,

Clytie, hija caprichosa del dios Océano.

De pájaros y mariposas preferida,

 que alegres revolotean a tu alrededor

atraídos por la gracia y armonía

de tus pétalos moviéndose en el aire.

Mítica flor, sé feliz mientras dure

el corto verano de tu vida.

Veleidoso, se marchará en busca de otras flores.

Y al llegar el cruel invierno para ti,

aterida de frío sin los rayos del Sol,

sobre un lecho de nieve y olvidada

dejarás, helianthos, de existir.

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EL ÁRBOL VIEJO 

        Tarde otoñal. Un cielo gris plomizo, cubierto de siniestros nubarrones, amenaza descargar sus iras en forma de aguacero sobre los escasos paseantes que, desafiando el tiempo, nos atrevemos a salir a la calle buscando un poco de la naturaleza  que ya nos va quedando, asfixiada por los gigantes de cemento de la ciudad. Mis pasos, nostálgicos después de tantos años de ausencia, se dirigen al pequeño río donde tantas veces, en las floridas tardes de mayo, jugaba de pequeña y donde en su entorno bucólico transcurrió mi infancia feliz. Laberinto de cañaverales crecían en sus orillas. Algún sauce llorón que, al vernos jugar traviesos y alegres escondiéndonos entre sus lánguidas ramas, olvidaba sus penas y reía también con nosotros. Majestuosos olmos, que nuestra imaginación convertía en gigantes encantados, se oían ulular al viento. En primavera, cientos de renacuajos  nadaban entre sus aguas y hacían las delicias de los niños con sus nerviosos y rápidos movimientos de incipientes nadadores. Y cientos, miles, de florecillas silvestres que cubrían las orillas como un festón florido. Todo ello, bajo la sinfonía inacabada del trinar de alegres pájaros o el canto de confiadas cigarras.

         Y en medio del camino, un airoso arbolito, amigo preferido de mis juegos infantiles, que con los años se convirtió en un hermoso árbol de copa armoniosa, fuerte y recio tronco, al cual solía abrazarme sintiendo que su alma vegetal me transmitía todo el amor que las plantas guardan en su interior. A su lado transcurrió mi infancia, mi adolescencia. Y al llegar mi juventud, una clara mañana de mayo, bajo su sombra amiga, me enamoré. En su tronco quedaron grabados nuestros nombres, como una promesa de amor entre aquel ser amado, primer amor y yo, teniendo por testigo nuestro árbol que, al mover alborozado sus hojas al viento, parecía ser tan feliz como nosotros y compartir nuestra dicha.

           El tiempo, dictador implacable, fue transcurriendo y la vida me llevó de un sitio a otro lejos de aquel lugar donde fui tan feliz.

           En mi vagar a través de los años visité numerosos países, casi todos exóticos, que siempre han ejercido sobre mí gran atracción. Conocí variedad de culturas. Admiré maravillosas obras de arte, bellos monumentos. Traté gentes de diferentes razas y credos…  Y de todos los lugares donde estuve conservo perennes recuerdos y me traje un extenso bagaje de experiencias, especialmente humanas, ya que el trato con mis semejantes de otras latitudes me enseñó que los seres humanos tienen los mismos sentimientos en cualquier lugar del mundo.

          Y un día, al regresar ya en mi etapa otoñal, después de tan largo periplo a través de los años, repasando nostálgica mi vida, retorné a la época lejana de mi infancia y al pequeño río donde ella transcurrió. ¿Qué sería de aquel árbol, querido compañero de tiempos tan pretéritos?

          De repente, sentí la necesidad de volver allí de nuevo y, como impulsada por dos fuerzas que tiraban de mí, el recuerdo y el deseo, encaminé mis pasos en una tarde otoñal, cielo gris y plomizo…, buscando el riachuelo y aquel mítico árbol de mi vida, tan lejos de aquel mayo de mi infancia y juventud.

          Al ir acercándome sentí que mi corazón emocionado latía fuertemente como si en el pecho tuviera un reloj que diese marcha atrás al tiempo. Y allí estaban. ¡Mi pequeño río! ¡Los álamos ululando al viento! ¡El laberíntico cañaveral! ¡Los sauces llorando sus eternas penas! Todo seguía igual en aquel rincón de la naturaleza… menos mi árbol.

           En su lugar, un agrietado y seco muñón apenas sobresalía de la tierra, triste recuerdo de lo que un día fue bella criatura de la naturaleza, testigo de nuestra felicidad y de aquel perdido amor de juventud.

           Alguien, un paseante curioso, al verme contemplar ensimismada aquel resto de lo que antaño fue hermoso adorno vegetal, comentó indiferente: Lo cortaron por viejo… Ya estaba muy enfermo…

           Con el ánimo triste, desanduve mis pasos dejando atrás aquel rincón perdido en el tiempo, convencida de que el viejo árbol murió de tristeza al no tener ya a nadie a su alrededor que acompañara sus horas solitarias ni oír aquellas risas infantiles, que tanta vida y savia nueva le infundieran, ni parejas de enamorados que grabaran sus nombres en su tronco.

           Y un día, perdido el deseo de vivir, sus viejas ramas colgaron exánimes y su cansado corazón dejó para siempre de latir

 

TALA

Viejo árbol,

tu alma de madera

el hacha siente.

 

Han venido a talar el viejo árbol

que fue de mi niñez amigo,

confidente y refugio en soledades.

Junto al pequeño río lo plantaron,

 apenas yo acababa de nacer,

y a su sombra viví mi juventud,

y a su sombra yo me enamoré.

Es verdad que ya está viejo y seco

y que de su esplendor no queda nada.

Sus hojas, un día de esmeralda,

en ópalos amarillos se tornaron,

y desmayadas fueron cayendo

rodando sin vida por el suelo.

Sus flores, de corolas armoniosas,

perdieron su color y ya marchitas

dejaron con tristeza sus pétalos caer,

juguetes del viento, sobre la tierra.

Y aquellos frutos dulces y jugosos,

que brotaban turgentes al estío

 como a un padre le nacen sus hijos,

los últimos salieron  todos vanos

y los años pasaron sin engendrar ninguno.

Nadie admira su digna decadencia.

Ni las aves se posan en sus ramas.

Ni las parejas en él graban sus nombres.

Pero en medio de su gran desolación,

al árbol seco le queda una esperanza.

Aún puede renacer de sus cenizas

pues escondido en el hueco de su tronco

hay un nido que espera en primavera

el nacimiento feliz de sus polluelos.

¡No talen el árbol! ¡Quieta el hacha!

Dejad que él solo se caiga ya de viejo.

Vuestra amiga Carmen Carrasco

 

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